jueves, 25 de abril de 2013

Una noche en la UVI


Una noche en la UVI

 

Este lunes pasado, 22 de abril, víspera del día del libro, a las 16,30, pasé por el quirófano de la Policlínica guipuzcoana. El anestesista, con cara simpática y mirada burlona y tranquilizadora, tras algún pinchazo para adormilarme, me colocó como una mascarilla en la nariz pidiéndome que respirara tranquilamente mientras pensaba en cosas agradables. Dirigí mi mente al último Fausto que escuché con mi mujer en la MET y, sin ser capaz de captar el instante preciso, pasé de la vigilia al sueño. Unas palmaditas en la cara y, de nuevo, la sonrisa del anestesista diciéndome que ya estoy operado, me devuelve a la realidad. Inmediatamente soy consciente de la situación, el médico operador me dice todo ha ido muy bien aunque la operación ha sido laboriosa y, como estaba previsto, me llevan a la UVI a pasar la noche. Me visitan mi mujer y mi hija Marta. Charlamos un rato. Sus palabras, el tono de sus palabras y sus rostros me tranquilizan aún más y me confirman que todo ha ido bien. Ya me quedo solo en habitáculo n.º 9 de la UVI. Habitáculo que es como una habitación abierta, con cristaleras que da a un pasillo y a dos habitaciones- así las llamaré-,  a mi derecha, la 8 y a mi izquierda la 10.

Me siento francamente bien. No me duele nada, la mente la tengo fresca, nada abotargada aunque ahora, jueves 25 cuando redacto estas líneas, hay cosas que tengo ya olvidadas. Constato que estoy entubado, que tengo respiración artificial, mediante dos minitubitos en las fosas nasales que, rápidamente, hago la prueba de quitarlos para comprobar que sin ellos también respiro sin problemas. O eso me parece. Como no me van a dar nada de beber, menos aún de comer, y no tengo sueño (vengo de una “siesta” inducida de más de dos horas) mi deformación profesional ocupa mi mente y me digo que a mis setenta y un años es la primera vez que me veo en una UVI (o UCI, pero constato que entre el personal sanitario utilizan el término de UVI), con una noche en blanco, por delante y me dedico a observar.

Me mojan la boca con un spray para aliviar mi garganta que se queda seca, me toman la temperatura, me palpan el pulso y, sobretodo, miran una pantalla que está sobre mi cabeza donde deben medir mis pulsaciones, mi rito cardiaco, mi tensión y no sé qué más. Me preguntan con frecuencia si estoy bien, si me duele algo, si me falta algo…En definitiva me siento perfectamente atendido. Estoy muy tranquilo. Como ya escribí en la entrada anterior a este blog, estaba más intranquilo la víspera de la intervención que el mismo día de la operación. Supongo que la sedación sigue haciendo su efecto mientas estoy en la UVI y, despierto, me siento completamente tranquilo…observando.

A eso de las 10 de la noche, como en todos los sitios, se produce el cambio de turno aunque alguien (o “alguienes”) enlazan dos turnos. Pronto constato que hay cinco personas trajinando en la UVI más un celador que viene de vez en cuanto a traer o llevar algo. Cuando comento el número al día siguiente con una enfermera me dice que, en realidad, eran cuatro pero que pidieron una persona más de apoyo pues la noche había sigo un tanto movida, de lo que doy fe. No sé a qué hora ingresó una señora en la habitación 11 (la ví pasar por delante en el pasillo) un señora que les dio algún trabajo así como otra persona que, creo recordar, estaba en la habitación 3.

La enfermera me dijo al día siguiente que a veces en la UVI vivían momentos dramáticos. Por ejemplo cuando llegaba un accidentado o alguien tras una operación a vida o muerte y que había que mantener una calma emocional en todo momento (no es esta la expresión que utilizó que no me viene a la cabeza) para ser eficaces en su trabajo.

Mi habitación ere la número 9 como ya he dicho. Me hizo fantasear con Beethoven, Bruckner, Dvorak, Schubert, Mahler, todos compositores de nueve sinfonías. Me decía que la que mejor iba con el lugar era el final de la de Mahler. ¡Como olvidar el largo minuto de silenció en el Auditorio Nacional, hace uno o dos años, cuando Abbado la concluyó, antes de prorrumpir en aplausos!. Pero no dejé que el morbo mahleriano me invadiera – música psicológica la define Harnoncourt que nunca la dirige, como Celibididache, como Furtwängler, excepto unos lieder con Fiescher Dieskau- y pensé en la vitalidad de Beethoven, la ternura de Schubert…y en la incompleta de Bruckner. Mi vida no se concluiría en esa UVI.

Desde donde yo estaba veía el tablero de habitaciones y comprobé que de las 14 que tiene la UVI (luego supe que solamente utilizaban 13) había 8 ocupadas y seis libres. Luego cinco personas atendiendo a 8 pacientes. (Fuera del Hospital me dijeron que la proporción es similar, si no mayor, en el Hospital Gipuzkoa pero no he comprobado el dato). Obviamente me tranquilizó aún más pero no pude no pensar que era todo un lujazo, y que era imposible mantener esta atención en el futuro. Así lo comenté el día siguiente con una amable enfermera y un auxiliar. Me parece imposible mantener en el futuro este nivel y calidad de atención con una población cada día más avejentada, con una tasa de natalidad que no reproduce, ni de lejos, la actual población, con una pirámide de edades que es ya casi cilíndrica y, que si sigue así, será pirámide invertida y, todo ello, en medio de una conciencia sanitaria cada día más exigente en nuestra sociedad. No hay que olvidar que los tres valores centrales y definitorios que conforman la sociedad actual occidental (pienso en España y en Euskadi, por igual, en este punto) son el dinero, la salud y la seguridad. Y por ese orden. La actual atención en la UVI que yo viví, solamente será sostenible en el futuro para las personas adineradas.

Cinco para ocho y sin parar de trabajar. Yo soy “gau txori” (noctámbulo) por naturaleza y, habitualmente, me acuesto bien pasada la una de la madrugada, luego en la UVI, pasadas las dos tenía aún los ojos bien abiertos lo que me obligó a tranquilizarles diciéndoles que me encontraba muy bien, pero que no tenía sueño. Hasta las tres no comencé a cerrar las pestañas, en parte por la prolongada “siesta” del día anterior, en parte por mi privilegiada situación de observador de una UVI que seguro alteró mi adrenalina.

Cinco para ocho y no paraban, decía arriba. Muchas veces pensé que tenían un trabajo constante, a veces presuroso, nunca apresurado (aunque les veía moverme, excepcionalmente, con rapidez, como explicaré inmediatamente), menos aún con signos de alarma. Daban tranquilidad al paciente. Es que en la UVI además de estar enchufados a varios cables con sus correspondientes indicaciones numéricas en pantallas, se vive una auténtica sinfonía de pitidos. Amortiguados, francamente no molestos (la UVI es mucho mejor en este aspecto que un aeropuerto, y no digamos una estación de metro londinense donde no paran de gritar por los altavoces) pero, pitidos, perfectamente audibles no solamente para el personal sanitario sino también para quien, como yo, está despierto y en observación. Sinfonía de pitidos también perfectamente diferenciables. Por ejemplo si movía demasiado mi mano izquierda el indicador de mi tensión arterial se desconectaba y emitía un doble pitido discontinuo y regular. Para mi asombro, el doble pitido de pronto enmudecía para volver a las andadas poco después. Intrigado, en un momento que pasaba alguien con paso tranquilo por el pasillo le interpelé (en toda la noche no tuve necesidad de llamar a nadie para nada) y me dijo que era un chivatillo que lo oían donde estaban (y adiviné que lo veían en otra pantalla) y que ellos mismos lo controlaban. Me dijeron que les ayudaba mucho en su labor pues estaban siempre informados sin estar, constantemente, en la cabecera del paciente.

A veces el pitido era nítidamente indicador (tres o cuatro pitidos rápidos) de algo más urgente y es, en esos momentos, cuando constataba que el personal se movía con rapidez hacia la habitación de donde provenían los pitidos. Si era a la izquierda de mi habitación ya sabía que era la 11. Si a la derecha suponía que la 3. Pronto volvía todo a la calma lo que quiere decir, volver al ritmo pausado (y pautado diría) de la noche. Había otro pitido también distinguible (o al menos así me lo parecía a mi), cuando alguien llamaba para una atención.

Ya he dicho que a eso de las tres de la madrugada comencé a dormitar. Me desvelé hacia las seis (creo que porque me pusieron el termómetro) y así seguí hasta las 8 de la mañana donde comenzó el cambio de turno y tuve ocasión de conversar un poco con el personal que se iba. Apareció un anestesista (que tiene la amabilidad de seguir este blog y con quien intercambié unas palabras), también uno de los cirujanos que me operaron el día pasado y tras varias pruebas más (y con más hambre que Carpanta) a media mañana me subieron a planta donde seguí mi estancia con el mismo trato exquisito hasta que el miércoles, me volví a casa.

No había pasado 48 horas en la Policlínica. Una estancia en una clínica nunca puede decirse que sea equiparable a un fin de semana en un balneario de recreo o en una escapada musical, pero dejé el centro sanitario con la sensación de una atención muy buena, particularmente en la UVI, pero con la certeza de que, en la actual coyuntura demográfica, y con los actuales valores dominantes, esta atención es imposible de mantener en el futuro. Y no he mentado a la crisis, no por olvido, pues de la crisis saldremos antes, pienso yo, que de la actual situación demográfica y de la actual deriva de valores, cuya trilogía básica, he señalado más arriba. En fin, no debo, ni quiero, cerrar estas líneas, sin agradecer la atención recibido por todo el personal, médicos, anestesistas, enfermeros, auxiliares, técnicos (pues había que mantener en marcha toda la sofisticada tecnología de la UVI) que me atendieron.
 
Y como la incompleta de Bruckner, su 9ª sinfonía, la vida sigue. Pero, en mi vida, como en la 9ª bruckneriana, los tres primeros movimientos están ya conclusos y del 4ª movimiento, Bruckner dejó escritas más de dos terceras partes. Otros la han concluido varias veces. El 7 y 8 de febrero de 2012, escuche, dos veces, la última versión concluida, interpretada por Rattle y sus filarmónicos. El final no era Bruckner aunque se le parecía. Faltaba su coda, la propia de Anton Bruckner, la que no pudo terminar. ¿Podré yo escribir la coda de mi vida, o me la escribirán)?

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