domingo, 7 de mayo de 2017

El nacionalismo en la era de la globalización

El nacionalismo en la era de la globalización


Decir que vivimos en la tierra como patria común de todos los humanos es un tópico, pero no ello es menos cierto. Esta interdependencia de las vidas de unos ciudadanos con las vidas de otros, incluso alejados geográficamente es una realidad que, día a día, es más evidente. La desaparición de la alternativa socialista como modo de organización de la sociedad y como alternativa al modelo capitalista que se simboliza en la caída del muro de Berlín el año 1.989, al que cabe añadir el continuado derrumbe de la social democracia y el auge actual del liberal-conservadurismo en lo que llevamos de siglo (Trump, Brexit, Fillon, Rajoy…) ha añadido al fenómeno de la globalización la percepción (aun falsa) de que no hay recambio. Es el triunfo de lo que en su día se denominó como “pensamiento único”, porque se pretende que no hay más que un modo de organización de la sociedad.

Pero esta globalización trae como consecuencia, por un lado, una concentración de poder en cada vez menos manos al par que una atomización, en niveles diversos. Hablando del primer aspecto quizás el fenómeno más importante a señalar es el de mundialización de la economía con la gran masa de capitales flotantes de un sitio a otro según las conveniencias de los mercados. La consecuencia es evidente: una concentración de decisiones en muy pocas personas y un desistimiento de la mayoría a la hora de responsabilizarse de sus actos. Nunca tan pocos han tenido tanta capacidad de decisión sobre tantos y en tantas cosas.

Pero la globalización, cual espejo invertido, tiene otra cara bien distinta. Me refiero a la atomización de la sociedad, a lo que los sociólogos venimos llamando la individualización de la sociedad. Los miembros de esta sociedad se sienten tanto más atomizados cuanto más perciben el carácter general, lejano, inalcanzable, inasible e incomprensible de las decisiones que adoptan unos pocos y que, sin embargo, tiene una gran incidencia en su vida cotidiana. Uno de los mayores retos al que nos enfrenta la actual situación de globalización es el del individualismo creciente, temeroso, apocado, con la percepción de pequeñez y fragilidad, sí, pero de revuelta también. En definitiva, de incertidumbre, término este último que considero que es el que mejor define el rasgo central de los ciudadanos de la sociedad occidental de comienzos del siglo XXI. Una sociedad rica, opulenta incluso como la definió Galbraith hace tiempo, una sociedad con abundancia de bienes, pero temerosa de perderlos, sociedad que siente el escozor de su abundancia cuando no puede no compararse con la suerte que corren las gentes de otros países, sociedad en gran medida desbrujulada y sin mayores objetivos, que busca en la proxemia de grupos cercanos por toda suerte de afinidades, refugio, seguridad e identidad. Nunca tanta gente ha tenido tanto y, al mismo tiempo, se ha sentido tan insegura y se ha percibido tan frágil en lo material y en lo nómico.

En efecto la otra cara de la moneda de la mundialización es la búsqueda de entornos más próximos que puede presentar modalidades diversas. Algunas claramente inquietantes. Es lo que vemos actualmente en la construcción de la Unión Europea que vive la polarización de una Europa de los Estados, por un lado, y el enfeudamiento de algunos de esos Estados en sí mismos, rehuyendo de la posibilidad de esa Europa que en feliz expresión de Amin Maalouf es una utopía que se está haciendo. Pues bien, es en este contexto en que quiero mirar, al nacionalismo del siglo XXI.

Hace años leí un excelente artículo, de Alain Dieckhoff y Christhophe Jaffrelot, publicado en 2004 en “Critique Internacional”, titulado “La resiliencia del nacionalismo frente a la mundialización”. Casi a su término se referencia la tesis de Habermas quien ve en la Unión Europea el primer ejemplo de una democracia más allá del Estado nacional, lo que no supondría la creación de un nacionalismo europeo, nacionalismo que lo considera imposible e indeseable. Habla Habermas de “las dos caras de la nación, primera forma moderna de identidad colectiva que se nutre aún de proyecciones de una comunidad de origen. La nación oscila entre el natural imaginario de un pueblo étnico y la construcción jurídica de una nación de ciudadanos” (Après l´État-nation: une nouvelle constellation politique. Paris Fayard, 2000)

De ahí que haya tenido tan poco éxito la Unión Europea pues si bien, a trancas y barrancas, su realidad jurídica es ya una formación clara, deseada y paradigmática en el planeta, por el contrario la identidad nacional europea está en un nivel más que incipiente y, cuando se da, es un sentimiento secundario y siempre compartido con el sentimiento de identidad y pertenencia primario y fundamental: la ciudadanía que no tiene mayores problemas en reconocerse europeo, sin embargo se dice, se siente y se implica en primer lugar, como vasco, español, catalán, francés etc. De ahí la distinción entre la ciudadanía europea (derecho, tributos, banca, movilidad, titulaciones académicas etc.) y la identidad (lengua, cultura, costumbres, educación, modelos familiares, hasta religión en algunos enclaves protestantes, etc.) que se satisfacen en una nación que, hasta la fecha, ha sido el estado nación. Estado nación que no ha tenido problemas en fusionarse, por ejemplo, en la Unión Europea (como hay otros ejemplos en el planeta con sus singularidades propias) pero solamente en su dimensión ciudadana, habiendo fracasado estrepitosamente en su dimensión nacional (con la excepción, importante de EEUU, pero EEUU no quiere recordar la historia de sus aborígenes). En otras palabras, en Europa existe una ciudadanía común europea pero no una nacionalidad común europea y es, precisamente, el temor de algunos ciudadanos (como los franceses y holandeses) de ver perder su nacionalidad especifica de franceses y holandeses lo que explica, en gran medida, el fracaso del tratado de la Unión cuyo proyecto lideró, en su día, Giscard d´Estaing.

Si la construcción europea como tal nacionalidad europea es complicada con determinadas naciones estado (Francia, Alemania, Holanda, Dinamarca etc.) que no quieren perder su identidad nacional, no es difícil imaginar que la presencia de naciones sin Estado (Euskadi, Cataluña, Flandes, Córcega, Escocia …) complejiza aún más el problema de la construcción europea, más allá de sus estructuras jurídicas. E, incluso, en sus estructuras jurídicas, en el concepto y asentimiento de la idea de la ciudadanía europea, a veces parece como que hubiera una huida hacia adelante creando organismos en Europa con gran poder sobre los ciudadanos, como la Comisión Europea y sus comisarios europeos, que no han sido elegidos por los ciudadanos. En cuyo caso la dimensión jurídica de Europa puede limitarse, si no se cambia el rumbo, a ser poco más de que lo que fue en sus inicios: una zona económico-social, ahora, en una parte de la UE con la moneda común.

Es evidente a todas luces que, todavía, hay déficit democrático evidente en la gobernanza de la UE. Todavía. Pero aun salvando la dimensión jurídica de la UE, aun apostando firmemente por la ciudadanía europea, como es mi caso, veo mucho más lejana la nacionalidad europea. En efecto la identificación cultural, simbólica, emocional, la realidad geográfica por la que los ciudadanos europeos estamos dispuestos a sacrificarnos, de la que nos sentimos más o menos orgullosos, en otras palabras, nuestro sentimiento de pertenencia, no es Europa. Seguirá siendo el sentimiento nacional. Basta ver, sin ir más lejos, las olimpiadas, los campeonatos del mundo de fútbol, o cualquier competición deportiva internacional para comprobar cómo los medios de comunicación sitúan en primer y preferente lugar en sus informaciones lo que han hecho los deportistas de sus naciones respectivas. Y si lo hacen así es porque saben que la gran mayoría de los ciudadanos quieren saber qué han hecho “sus” deportistas. Las olimpiadas hace mucho que no son tales, sino competiciones inter-nacionales. Si es que alguna vez han sido otra cosa.
De ahí la exigencia de una Euskal Selectioa por parte de los nacionalistas vascos y su rechazo por los homólogos nacionalistas españoles, más allá de querellas jurídico-históricas cuando se hacen comparaciones de la realidad entre Gran Bretaña (o, muy significativamente, Reino Unido), Inglaterra, Gales y Escocia por un lado y España, Euskadi y Catalunya por el otro. Aquí estamos en el terreno de las nacionalidades, no en el de los ciudadanos.

La no muy lejana votación por la independencia de Escocia se saldó con un reajuste a favor del ejercicio de la nacionalidad escocesa, aún bajo el estado británico. Esta solución no me desagrada, a condición de que Catalunya y Euskadi puedan expresarse, como lo hizo Escocia, y participar en algunas instancias europeas (no solamente deportivas) como tales. Pero, si el Estado Español se opone al deseo de vascos y catalanes de expresarse cómo quieren que sea su relación con España, de hecho, la UE y España, están legitimando y afianzando la apuesta de quienes sostienen la necesidad de que Catalunya y Euskadi se constituyan en estados. Lo que ha llevado a muchos catalanes (una ligera la mayoría hoy) a decir que no les queda otra salida que la independencia y luchar por el Estado catalán.

Lo que sucederá en Euskadi, en ese orden de cosas, está por ver. En la actualidad, la demanda de independencia es tan escasa como lo es el sentimiento de considerarse español. Las dos cosas. Además, bajo la reiterada afirmación de que la soberanía reside exclusivamente en el parlamento español, (lo que es falso pues ya se comparte esa soberanía con el europeo) muchos vascos decimos: “Ni euskalduna naiz”, “yo soy vasco”, “I am basque”….. Es lo que, en última instancia, explica la resiliencia de algunas naciones sin estado a no diluirse en el magma del “demos” universal. 

El futuro de Euskadi como nación depende de muchos factores. Hoy quiero, aquí, resaltar uno. No el más importante, quizás, pero, de su resolución depende su futuro. Habida cuenta de la actual demografía en Euskadi, con unas tasas de natalidad que hace años dejaron de permitir la mera reproducción de la población actual, es evidente que necesitamos, y necesitaremos más en el futuro, nada más que para mantener nuestro actual bienestar, la aportación de personas que vengan de otras latitudes. Próximas y lejanas. Es preciso reflexionar sobre el concepto de nación, país, en una sociedad que se ha convertido, nos guste o no, en pluralista y plural. Pluralista entre nosotros, los autóctonos, plural con los que vienen a vivir con nosotros. Luego no podemos pensar la identidad como algo cerrado, inmutable, que todo el mundo habría compartido en el pasado, como si los movimientos de personas no hubieran existido siempre. ¿Quién, en su genealogía, no tiene una rama que viene de otra parte? Hemos devenido pluriculturales y debemos tener capacidad de vivir juntos, entre nosotros, aun siendo diferentes, y amar a este país. Pero, además, es preciso que las personas que acojamos amen también nuestro país. Si les ofrecemos una visión negativa, ellos no pueden amarle. Sin embargo, si los vemos como personas que nos pueden aportar algo, lograremos crecer juntos y que, ellos también digan “ni euskalduna naiz”. Me gusta recordar la frase de Kennedy aplicada a Euskadi: “No preguntes qué puede hacer Euskadi por ti, sino qué puedes hacer tú por Euskadi”. Nos va en ello el futuro de la nación vasca.

Publicado en la Revista de Pensamiento e Historia “Hermes”. N º 55, mayo 2017 pp. 90-93