Capacidad de decidir y obligación de pactar, o la
aceptación de las soberanías compartidas.
(Una reflexión desde Euskadi)
La idea con la que titulo
estas líneas, me acompaña desde hace más de veinte o treinta años y la he
expresado, por escrito u oralmente, en múltiples ocasiones. Un amigo, residente
en Madrid, me pide una reflexión para un próximo
libro suyo que está escribiendo sobre la transición española. Me escribe
que "allí pienso contar al hilo de los Estatutos
que se aprobaron la eclosión de las identidades colectivas, que se produjo.
Tengo ideas y datos. Pero cualquier remisión a algo tuyo, ya escrito o nuevo,
sobre en qué consiste sentirse vasco, me será de gran ayuda. No seríamos
vascos, ni castellanos ni nada si no fuésemos animales simbólicos, que
necesitamos asirnos a apegos de todo signo". Esta demanda, y la
circunstancia de que estuviera trabajando en la cuestión de la unidad y la
diversidad en la condición humana, me animaron a escribir tres artículos en la
prensa del Grupo Noticias que, en una redacción continuada y ampliada presento
a continuación.
¿Capacidad de decidir?.
Un ciudadano que, digamos, resida como yo en pleno centro de Donostia San
Sebastián, constatará, a poco que piense, que hay cinco instancias
perfectamente identificables que tienen capacidad y poder de decisión, luego
infuencia sobre su vida. Pero no le costará nada admitir conmigo que hay otras
instancias, no por menos delimitables menos reales, que también tienen deciden,
y fuertemente, en sus vidas. Veámoslo con unos simples ejemplos.
Como ciudadano del centro
de Donostia, su Ayuntamiento, entre otras cosas, decide cuantos días, en qué
grado y hasta qué hora de la noche o madrugada, su domicilio particular será
invadido por los decibelios de los altavoces que haya permitido que se instalen
en torno a su casa. Particularmente en determinados lugares de la ciudad y, si
tiene la desgracia de habitar en algunas zonas de la Parte Vieja, todos los
fines de semana. Inmisericordemente. De nada sirven estudios, protestas,
manifestaciones y entrevistas con las autoridades municipales que, desde
siempre, han privilegiado el derecho a la fiesta ruidosa y nocturna al descanso
de los sufridores habitantes de esas zonas.
Su Diputación decidirá
los impuestos que haya de pagar. Y que no se “despiste” olvidando en su
declaración algún ingreso, o no se demore, no sea más que 24 horas, en la
presentación de su declaración a la hacienda foral que, de entrada, le impondrá
una multa y un recargo. Después a pelear.
En todo lo que se refiera
a cuestiones tan centrales para su vida como, por ejemplo, la educación o la
sanidad, aquí dependerá de lo que se decida en el Parlamento Vasco y lo ejecute
el gobierno correspondiente. El centro docente al que envíe a sus hijos o el
ambulatorio donde le reciba un médico dependerá de su lugar de residencia,
salvo que quiera hacerlo en la educación privada no subvencionada o en la
sanidad privada. En los dos casos, a su cargo.
Del Estado Español
dependerá en aspectos tan esenciales como la administración de la justicia pues
en Euskadi, particularmente en la “cosa nostra”, la justicia natural no existe
y se dirime en la capital del Reino. ¡Ah!, y la cuantía de las pensiones y su
actualización- ¡es un decir!- se concretan en el Consejo de ministros del Gobierno
de España.
Que nuestro residente en
Donostia pueda degustar esas deliciosas antxoas que, recién llegadas al
minúsculo puerto de su ciudad a las 11.00 de la mañana, las tenga en su plato,
retorcidas de puro vivas que están, dependerá, esta vez, del gobierno de la Unión Europea. No
se habrá olvidado que, no hace muchos años, estuvimos varias temporadas sin
nuestra antxoa en espera de que, desde Bruselas, decidieran que aumentada la
masa critica de su presencia en el Cantábrico, concedieran a nuestros
arrantzales, la quota correspondiente de pesca de antxoas.
Creo recordar que
aquellos años de penuria de antxoa coincidió con la desaparición de las angulas
en nuestras pescaderías, salvo para los multimillonarios, pues, por mor de la
globalización, parece que los japoneses compran todas las larvas de angulas a
precio de oro y nos dejan con un palmo en las narices. Aunque, a muchos
ciudadanos vascos, como al que suscribe, le costó mucho más olvidarse de la
antxoa que de la angula. Máxime cuando, de esta última, una famosa angulera guipuzcoana,
haciendo honor a la proverbial innovación vasca, puso sobre el mercado la Gula del Norte, de la que ya
aparecen en el mercado las que se dice que son las “auténticas”.
Ya se habrá adivinada que
con el párrafo anterior adelanto un ejemplo de la capacidad de decidir que
tienen instancias muy alejadas de nuestro pequeño “txoko”, Euskal Herria, el
pueblo de lo vascos que, por cierto, tenemos dificultad para cuantificar
cuantos somos pues bastantes navarros no aceptan que se les denomine, también,
como vascos.
Además, este último poder decisorio sobre nuestras vidas, geográficamente
ubicado lejos de nuestra tierra, es un poder inmenso y, en gran parte,
invisible: es el poder financiero que, a la postre, resulta difícil delimitar,
con nombres y apellidos, para determinar a quienes pedir cuentas por su forma
de actuar, más que de forma tangencial. Estamos ante un poder inexistente hasta
fechas recientes, un poder ignoto, volátil, en muchos momentos incontrolable,
como lo hemos vivido en la crisis de 2008 del que penamos en salir, sin que
estemos seguros de que no volvamos a caer y situarnos ya, en una crisis
indefinida. En este sentido traigo una reflexión de Joaquín Estefanía cuando
referencia la sugerencia de
Richard Rorty de que “tenemos ahora una clase superior que toma todas las
grandes decisiones económicas y lo hace con independencia de los Parlamentos y,
con mayor motivo, de la voluntad de los votantes de cualquier país dado. Esas
élites son las que inician el alejamiento de la democracia y consiguen la
separación del poder y la política, que es una de las razones que explican la
incapacidad de los Estados para tomar las decisiones apropiadas. Así surge la
indignación”.
Todo ello, sin que nosotros, los
vascos, digamos que seis millones (tres en Euskal Herria, otros tres abroad de
World, pero algunos llegar a hablar de 22 millones con apellido vasco) tengamos
prácticamente nula capacidad de decisión en este orden de cosas. Mas allá de reflexionar
sobre qué y cómo actuar para no desaparecer como tal pueblo vasco, lo que
tampoco sería una novedad en la historia universal del género humano, dicho sea
de paso.
Algo debiera quedar claro
de todo esto. Que la capacidad de decidir, tanto de las personas individuales cuanto
de los pueblos, es muy limitada. Otros, algunos elegidos por nosotros, otros
no, e, incluso, desconocidos, deciden por nosotros. De ahí que, como corolario,
me parece fundamental superar en nuestra mente, en nuestros discursos, en
nuestras propuestas, en nuestros debates, lo que ya es pasado: la referencia a
la soberanía. Ya no hay soberanía absoluta en ninguna parte del mundo. Todas
las soberanías son compartidas, luego relativas. También la española. Entiendo,
dialécticamente hablando que, en una Europa de los estados, los países sin
estado reivindiquen la soberanía de los países con estado. Particularmente
cuando los estados, como España, reivindican para su parlamento la soberanía
absoluta y amenazan a quienes, como ahora Catalunya, reivindica la propia. Abocándoles
así a reclamar un Estado Catalán. Pero, con su independencia, solamente
ganarían un peldaño, de los seis que he presentado en mi texto. Aunque simbólicamente
es más, mucho más que un peldaño pues, como dice mi amigo madrileño, somos “animales simbólicos, que necesitamos asirnos a
apegos de todo signo”. Pero, ¿quién
es más soberano en sus decisiones, un muniqués o un maltés?. Volveré a esta
cuestión al final de estas páginas.
Sentirse vasco. Una reflexión desde la música
La tarde del domingo 17 de enero de 2016, escuchando un concierto en el
Kursaal donostiarra, la cabeza se me iba hacia la respuesta a dar a mi amigo
madrileño que me preguntaba “
en qué consiste sentirse
vasco”, que he referido líneas arriba. Escuchábamos en el Kursaal ese domingo,
deleitándonos, un gran concierto del Euskal Barrokenensemble, en el que se
interpretaron, según rezaba el Programa de mano del concierto, “una colección
de temas vascos de los siglos XV y XVI, con el afán de divulgar una cultura en
contacto con otras culturas que la rodeaban, como la mozárabe, judía, andaluza
e incluso persa”. Pero el Programa de mano era más que eso. Era además un
programa de intenciones, de propósitos, de ideas, de objetivos del conjunto
musical, Programa con el que me identifico plenamente. Particularmente con su
último párrafo que decía literalmente esto: “El compromiso que en Euskal
Barrokoensemble tenemos con nosotros mismos y con nuestra cultura nos lleva a
intentar presentar una visión de Euskal Herria cosmopolita, ligada al mundo, un
pueblo conformado en muchas épocas por musulmanes, judíos, cristianos… cuyo
reflejo en la lengua y el arte es evidente y situado en el centro de la gran
vía del arte en Europa que fue el Camino de Santiago. Vivir en la cultura vasca
supone disfrutar de la maravilla del arte vasco, disfrutar de todas sus aristas
y recovecos y saber además caminar por el mundo disfrutando y aprendiendo de
otras culturas, mezclándonos con ellas”.
Eso es sentirse vasco. Esa es una de las formulaciones posibles de lo que yo
entiendo por sentirse vasco, y que aprecio, particularmente. Es vivir,
disfrutar, emocionarse hasta sentir el corazón encogido, vibrar en el fondo
mismo de las entrañas más íntimas con una matriz básica, fundante y
fundamental, primera y principal configuradora de la ecuación personal de una
persona, de un colectivo, de un pueblo, que dice en todos los idiomas posibles,
“nik euskalduna naiz”, “yo soy vasco”, “I am basque”, “je suis basque”, “Ich
bin a basque”…Sentirse vasco es mirar y vivir el mundo desde esa matriz
primigenia de la vasquidad, matriz anclada en lo “intimo intimor meo”
(en lo más íntimo a mí de lo que
tengo de más íntimo), en expresión
agustiniana. Eso sentía yo el domingo 17 en el Kursaal donostiarra escuchando
al Euskal Barrokenensemble un conjunto de canciones vascas. Quiero
subrayar, particularmente, que si bien algunas melodías ejecutadas me eran
conocidas, sin embargo la gran mayoría las escuchaba por primera vea, al menos
que tenga conciencia de ello. Y sin embargo vibraba con ellas. Me sentía
interpelado emocionalmente por lo que estaba escuchando. Diría que formaba
parte de mi inconsciente personal, a su vez, participe de un inconsciente
colectivo, no al modo junguiano de “inconsciente colectivo” aplicado al género
humano, cuanto a lo que Emile Durhkeim escribía hace un siglo de la “conciencia
colectiva” de una sociedad, no necesariamente consciente, que es lo que la hace
ser que, también, sea un pueblo, añado yo. Esta interpelación que, tiene no
poco de impensada, solamente es perceptible para quien se sienta
primigéniamente vasco. Para quien viva el mundo, y en el mundo, desde su matriz
vasca.
Esto hace que tras el concierto del Euskal Barrokenensemble (como de muchos
conciertos de carácter religioso o nacional) puedan darse, entre otras, estas
dos lecturas diferentes no necesariamente contrapuestas, como se verá a
continuación. Por un lado una lectura meramente musicológica centrada en la
calidad de la interpretación: afinación y empaste de los instrumentos, fuerza
expresiva de los cantores y de los dantzaris, motricidad del conjunto etc.,
etc. Si además la mayor parte de la música estaba en euskera, sin traducción
simultánea, y la intervención final del Alma Mater del conjunto musical, Enrike
Solinis, fuera íntegramente en euskera, hizo que algunos, que disfrutaron con
la interpretación de las obras, se sintieran incómodos. Yo no diré nunca que
estas personas no sean vascas. Respecto del idioma hay que decir que tampoco se
entendía la letra de lo que se cantaba cuando lo hacían en castellano, como
sucede habitualmente en los conciertos en los que rara vez se entiende la letra
de lo que están cantando aunque lo hagan en un idioma habitual del que escucha.
Ya habrán adivinado que la otra lectura posible de la escucha del concierto
es la que se hace desde esa matriz primigenia, en gran parte impensada, en gran
parte inconsciente, con la que un finlandés escucha a Sibelius, un cristiano a
Bach, un andaluz el Cante Hondo, un
alemán el adagio del Cuarteto de cuerdas, opus 76, n.º 3, reconvertido
en su himno., etc., etc. Entiéndaseme bien. Un ciudadano, sea de la
nacionalidad que sea, tenga el pasaporte que tenga, un ciudadano sensible a la
música, se emocionará con una buena interpretación del poema Finlandia de
Sibelius, el Moldava de Smetana, el Kyrie con el que arranca
la Misa en si de Bach, y así con
toda suerte de música de raíz religiosa o nacional. Como muchas veces he
escrito, la mayor parte de las personas que disfrutan con las Cantatas o las
“Passiones” de Bach no son cristianas pero las que lo son, vibran de otra
manera con esas obras. Se identifican, desde su mismidad, con la cosmovisión
que connotan. Por eso un vasco no escucha el Aurresku como un finlandés, por
ejemplo.
El idioma puede ser parte del inconsciente, o no. Normalmente un elemento
identificador de un pueblo es la lengua en la que se expresa. Pero cuando estas
son minorizadas, como el euskera, otros factores, como la lectura que cada uno
haga de su historia personal pueden ser, incluso, más determinantes. Hay muchos
que se sienten profundamente vascos sin llegar a dominar el euskera (algunos
pese a intentarlo, hay ejemplo paradigmáticos entre grandes artistas vascos) y
otros que dominan el idioma pero su cosmovisión no se sustenta en su vasquidad.
Ahora bien, sentirse vasco no excluye lo que otras culturas lo conforman
como persona. No somos islas y, “velis nolis”, nuestra cultura autóctona no es
químicamente pura y está teñida por otras culturas con las que compartimos
tiempo (momentos de la historia) y espacio. No hay fronteras para la cultura.
De ahí, como bien se decía en el programa de Euskal Barrokenensemble “vivir en
la cultura vasca supone disfrutar de la maravilla del arte vasco (…) y saber
además caminar por el mundo disfrutando y aprendiendo de otras culturas, mezclándonos
con ellas”. Estoy de acuerdo, mil veces de acuerdo con esta idea. Pero sin
olvidar que nos mezclamos desde nuestra mismidad leyendo la mezcla con otras
culturas desde nuestro apego, nuestra ligazón, nuestra religación primigenia
con la vasquidad. Esto solamente lo puede entender quien vibre con “lo” vasco.
Muchas veces hemos leído que solo el gitano es capaz de entender y sentir en
profundidad al gitano y a la cultura gitana. Incluso cuando el gitano se
integra en la sociedad paya sin perder sus raíces. Porque ciertamente se pueden
perder sus raíces. No olvidaré nunca una conversación con una guía en Iguazu,
de apellido vasco, Aguirre concretamente, que me vino a decir que ella se
sentía plena y exclusivamente argentina. No tenía ninguna atadura emocional con
“lo” vasco. Su apellido era un incidente perdido en la noche de la historia
cuyo valor, en su identidad, era nulo en el momento actual.
Sentirse vasco es no solamente luchar por preservar lo que la historia y
nuestros mayores nos han transmitido, con lo que, quizás, hayamos crecido en
nuestra infancia y primera adolescencia, o quizás no. Es además querer que
nuestra identidad no se diluya en la historia de los pueblos, es, además,
querer compartir nuestra vida con otras culturas pero, desde la nuestra,
adoptando y adaptando lo que mejor nos parezca de ellas, en la esperanza de que
ellas también respeten la nuestra, y acojan lo que más valoren de la nuestra.
Sentirse vasco es preguntarse qué puedo hacer yo por Euskadi y, no tanto, qué
puede hacer Euskadi por mí.
Sujeto político y capacidad de decisión
Tras haber reflexionado sobre los órganos y agentes que deciden sobre
nuestra vida cotidiana y sobre en qué consista sentirse vasco, ahora voy a
abordar la cuestión de la capacidad de decisión de los vascos. En otras
palabras, dónde reside el sujeto político con capacidad de decisión sobre su
futuro en general, sobre si la sociedad vasca conforma o no un sujeto político.
Edgar Morin sostiene en un libro-dialogo con Tariq Ramadan, libro magistral
a leer con lápiz y papel, desgraciadamente no traducido, “Au péril des idées”, (Ed.
du Chatelet, edición de Bolsillo, 2015, pp. 25 y ss) que la cuestión de la
diversidad está en el corazón de la democracia pues la democracia no es
solamente la separación de poderes, ni la ley de la mayoría. Es también la
existencia de la diversidad y de la conflictividad de ideas y de sentimientos
de pertenencia. Añade que “hay demócratas que, en el fondo no son más que
sub-demócratas y no aceptan esta conflictividad”.
Tariq Ramadan y Edgar Morin van más allá
cuando critican que tras la afirmación de un país, - Francia para ellos, España
diría yo-, ante “lo uno y lo multicultural, muchos temen que lo multicultural
no termine por laminar lo que hace que seamos una Republica”, un
Estado diría yo. Con este planteamiento, añaden, se olvida que “el hecho de ser
ciudadano de un país, nada dice de su sentimiento de pertenencia” y será “el
sentimiento de pertenencia lo que permita la reconciliación, construya la
unidad de la persona, no su pasaporte”. En efecto, “el pasaporte no conduce al sentimiento de
pertenencia”, puede incluso ser un serio obstáculo en la intimidad de las
personas. Así mismo, continua Tarid Ramadan, con la aquiescencia de Edgar
Morin, “la pertenencia legal a un Estado no conlleva necesariamente a la
identificación afectiva a la nación”. Yo he escrito en más de un momento que
estamos viviendo la desmembración emocional de España. La clave está en una
educación inclusiva, abierta al diferente, que no excluya memorias históricas,
una educación que, en feliz expresión de Tariq Ramadan, busque “la integración
de las intimidades”. Así se construye la unidad de
una persona que se descubre, sea por nacimiento, sea por educación, sea por
parentesco, sea por cultura, como perteneciente a entidades políticas
diferenciadas. El error sería limitarse a una sola de esas identidades, incluso
postergando, cuando no pretendiendo, ahogar las otras. Eso es el radicalismo
nacionalista. Pues bien, ese radicalismo nacionalista que bien conocemos en
nuestra tierra, (y que no es privativo de los vascos, recuérdese, por ejemplo, “Deutschland
über alles” y “Les Français d’abord”) lo encontré en el discurso del rey
Felipe la noche de la Navidad
de 2015.
Lo leí esa misma noche
tras la cena familiar. Subí, inmediatamente, una reflexión a mi blog bajo el
título de “España como problema para el futuro de España” de donde extraigo
algunas de las siguientes reflexiones. Me sorprendió el uso reiterado, a veces
cacofónico, de los términos España y españoles. En su discurso, relativamente
breve, el Rey utilizó en 17 ocasiones el término España, en 12 el de españoles,
a los que cabe añadir la referencia inequívoca a España en el significado de las
palabras nación y país, utilizados, cada uno, tres veces. En total 35
apelaciones a España y los españoles en un discurso de 35 párrafos.
Es evidente, a mi juicio,
que el Rey quiso subrayar, sin citarlo, el riesgo-peligro-alarma etc., que le
suscita el contencioso catalán. Y lo hizo insistiendo en la realidad de una
España, que la considera uni-nacional con una soberanía única que reside en “las Cortes Generales, como depositarias de la soberanía nacional,
(que) son las titulares del poder de decisión sobre las cuestiones que
conciernen y afectan al conjunto de los españoles”. Aunque, obviamente, en lo
que concierte a todos los españoles, todos los españoles deben intervenir, como
en lo que concierne a los europeos todos los europeos, a los vascos todos los
vascos, etc., etc., este planteamiento me parece esclavo del concepto de
soberanía española como indivisa y única cuando, tal soberanía, ya está, de
facto, compartida con otras entidades diferentes. Así, con el Parlamento
Europeo. La obcecada invocación continuada de la (falsa) unicidad de la
soberanía española en las Cortes Generales (ampliamente reiterada por políticos
y tertulianos, últimamente), conlleva a la desmembración emocional de España en
los sentimientos de pertenencia de muchos ciudadanos. ¿Por qué tanto miedo a la
soberanía compartida intra-estatal cuando se acepta la soberanía compartida
inter-estatal a favor de la
Unión Europea?.
La cuestión de la soberanía sigue estando
en el centro de las discusiones en la construcción europea. Véanse las que ha
originado el Brexit (la eventualidad de la salida de Gran Bretaña de la Unión
Europea) que han llenado páginas y páginas de papel y de comentarios en la Red.
Traigo aquí, pues en parte al menos coincide con mis planteamientos, una
reflexión de quien fuera primer ministro belga y actual portavoz en el Parlamento
Europeo del Grupo de la Alianza de los
Liberales y Demócratas por Europa (abreviado como ALDE por su nombre en inglés), donde
está encuadrado, entre otros el PNV, me refiero a Guy Verhofstadt, lo siguiente: “Ciertamente la Europa a dos velocidades no es proyecto nuevo.
Pero, hasta ahora, esta eventualidad chocaba con la tradición europea de acoger
en igualdad a todos sus miembros. Pero (…) el mundo cambia rápidamente, y los
que quieren progresar para hacer de nuestro continente una potencia del siglo
XXI, no pueden permitirse esperar más tiempo a los que piensan que su soberanía
nacional es un horizonte imperecedero. La soberanía será europea o no será”.
Pero yo creo que hay que ir más allá. Pues hay otra solución si, de una vez
por todas, se supera el ya caduco concepto del Estado-Nación y se aplica el
principio de subsidiaridad, en la limitación de competencias, siendo cada
entidad responsable (mejor que soberana) en ellas. Lo que exige que se acepte,
entre otros, a Euskadi y Catalunya como sujetos políticos con capacidad de
decidir, en el ámbito de sus competencias, en una Europa que sea, al fin, algo
más que
la Europa
de los Estados. La fórmula hace mucho que está sobre la mesa: capacidad de
decidir, obligación de pactar. No soy independentista. Yo prefiero la fórmula
de la inter-dependencia, salvo que me digan que la soberanía reside
exclusivamente en el Parlamento de Madrid, arguyendo, que, unos pocos, los
vascos, no pueden decidir lo de todos, los españoles. Tampoco lo pretendemos.
Pero ¿por qué no permitir preguntar a los vascos, si así lo demandan, cuál
sería su fórmula preferida de relación con los actuales estados español y
francés?. Y, a tenor de la respuesta, sentarse en la mesa para respetar, lo más
fielmente posible la voluntad de los ciudadanos que, atendiendo a su diversidad
de sentimientos de pertenencia, será conflictiva, como nos recuerda Edgar
Morin. No otra cosa están reclamando la mayoría de los catalanes y, la
prohibición de preguntarles está ocasionando gran parte de los problemas que vive
el Estado Español en los tiempos actuales, en la denominada cuestión
territorial. Hasta para algo tan efímero, aunque muy importante, como formar un
gobierno para cuatro años.
Personalmente
soy un europeísta convencido. Es cierto que la Europa que se está
construyendo es más la Europa
económica y financiera que la cultural, social y humanista. Pero, según la
bella formula de mi admirado Amin Maalouf, “la Unión Europea nos
ofrece el ejemplo de una utopía que se realiza”. Porque Europa no es solamente
el euro o la determinación de la cuota de la antxoa. Es también, ya, la
proliferación de universitarios que se forman fuera de sus países de origen,
muchos continuando allí su vida profesional. Cuando no encontrando su pareja.
Por eso, escribí en mi blog, enrabietado, contra la pitada a Europa y Beethoven
en la arriada, la noche del maravilloso día de San Sebastián del 20 de Enero de
2016. A la obcecación de los políticos (los de “Ciudadanos” son los más
jacobinos pues quieren eliminarnos el Concierto Económico) y tertulianos, se
alió la no menor obcecación de los de siempre. ¡Qué cruz!.
Me publicaron, en una redacción algo recortada, que
yo haya controlado, en “Deia” y en “Noticias de Gipuzkoa” los sábados 16 de
Enero, y 6 y 27 de Febrero de 2016, con estos títulos: “Soberanía parcial y
simbólica”, "Sentirse vasco. Una
reflexión desde la música”, “Sujeto político y capacidad de decisión”,
respectivamente.
En “El País” 09/01/16, comentando, en el suplemento
Babelia, dos libros de Bauman y Bordoni.