El nacionalismo en la era de la globalización
Decir que vivimos en la tierra como patria común de todos los
humanos es un tópico, pero no ello es menos cierto. Esta interdependencia de
las vidas de unos ciudadanos con las vidas de otros, incluso alejados
geográficamente es una realidad que, día a día, es más evidente. La
desaparición de la alternativa socialista como modo de organización de la
sociedad y como alternativa al modelo capitalista que se simboliza en la caída
del muro de Berlín el año 1.989, al que cabe añadir el continuado derrumbe de
la social democracia y el auge actual del liberal-conservadurismo en lo que
llevamos de siglo (Trump, Brexit, Fillon, Rajoy…) ha añadido al fenómeno de la
globalización la percepción (aun falsa) de que no hay recambio. Es el triunfo
de lo que en su día se denominó como “pensamiento único”, porque se pretende
que no hay más que un modo de organización de la sociedad.
Pero esta globalización trae como consecuencia, por un lado, una
concentración de poder en cada vez menos manos al par que una atomización, en
niveles diversos. Hablando del primer aspecto quizás el fenómeno más importante
a señalar es el de mundialización de la economía con la gran masa de capitales
flotantes de un sitio a otro según las conveniencias de los mercados. La
consecuencia es evidente: una concentración de decisiones en muy pocas personas
y un desistimiento de la mayoría a la hora de responsabilizarse de sus actos.
Nunca tan pocos han tenido tanta capacidad de decisión sobre tantos y en tantas
cosas.
Pero la globalización, cual espejo invertido, tiene otra cara bien
distinta. Me refiero a la atomización de la sociedad, a lo que los sociólogos
venimos llamando la individualización de la sociedad. Los miembros de esta
sociedad se sienten tanto más atomizados cuanto más perciben el carácter
general, lejano, inalcanzable, inasible e incomprensible de las decisiones que
adoptan unos pocos y que, sin embargo, tiene una gran incidencia en su vida
cotidiana. Uno de los mayores retos al que nos enfrenta la actual situación de
globalización es el del individualismo creciente, temeroso, apocado, con la
percepción de pequeñez y fragilidad, sí, pero de revuelta también. En definitiva,
de incertidumbre, término este último que considero que es el que mejor define
el rasgo central de los ciudadanos de la sociedad occidental de comienzos del
siglo XXI. Una sociedad rica, opulenta incluso como la definió Galbraith hace
tiempo, una sociedad con abundancia de bienes, pero temerosa de perderlos,
sociedad que siente el escozor de su abundancia cuando no puede no compararse
con la suerte que corren las gentes de otros países, sociedad en gran medida
desbrujulada y sin mayores objetivos, que busca en la proxemia de grupos
cercanos por toda suerte de afinidades, refugio, seguridad e identidad. Nunca
tanta gente ha tenido tanto y, al mismo tiempo, se ha sentido tan insegura y se
ha percibido tan frágil en lo material y en lo nómico.
En efecto la otra cara de la moneda de la mundialización es la
búsqueda de entornos más próximos que puede presentar modalidades diversas.
Algunas claramente inquietantes. Es lo que vemos actualmente en la construcción
de la Unión Europea que vive la polarización de una Europa de los Estados, por
un lado, y el enfeudamiento de algunos de esos Estados en sí mismos, rehuyendo
de la posibilidad de esa Europa que en feliz expresión de Amin Maalouf es una
utopía que se está haciendo. Pues bien, es en este contexto en que quiero mirar,
al nacionalismo del siglo XXI.
Hace años leí un excelente artículo, de Alain Dieckhoff y
Christhophe Jaffrelot, publicado en 2004 en “Critique Internacional”, titulado “La resiliencia del nacionalismo frente a la
mundialización”. Casi a su término se referencia la tesis de Habermas quien
ve en la Unión Europea el primer ejemplo de una democracia más allá del Estado
nacional, lo que no supondría la creación de un nacionalismo europeo,
nacionalismo que lo considera imposible e indeseable. Habla Habermas de “las
dos caras de la nación, primera forma moderna de identidad colectiva que se
nutre aún de proyecciones de una comunidad de origen. La nación oscila entre el
natural imaginario de un pueblo étnico y la construcción jurídica de una nación
de ciudadanos” (Après l´État-nation: une
nouvelle constellation politique. Paris Fayard, 2000)
De ahí que haya tenido tan poco éxito la Unión Europea pues si
bien, a trancas y barrancas, su realidad jurídica es ya una formación clara,
deseada y paradigmática en el planeta, por el contrario la identidad nacional
europea está en un nivel más que incipiente y, cuando se da, es un sentimiento
secundario y siempre compartido con el sentimiento de identidad y pertenencia
primario y fundamental: la ciudadanía que no tiene mayores problemas en
reconocerse europeo, sin embargo se dice, se siente y se implica en primer
lugar, como vasco, español, catalán, francés etc. De ahí la distinción entre la
ciudadanía europea (derecho, tributos, banca, movilidad, titulaciones
académicas etc.) y la identidad (lengua, cultura, costumbres, educación,
modelos familiares, hasta religión en algunos enclaves protestantes, etc.) que
se satisfacen en una nación que, hasta la fecha, ha sido el estado nación.
Estado nación que no ha tenido problemas en fusionarse, por ejemplo, en la
Unión Europea (como hay otros ejemplos en el planeta con sus singularidades
propias) pero solamente en su dimensión ciudadana, habiendo fracasado
estrepitosamente en su dimensión nacional (con la excepción, importante de
EEUU, pero EEUU no quiere recordar la historia de sus aborígenes). En otras
palabras, en Europa existe una ciudadanía común europea pero no una
nacionalidad común europea y es, precisamente, el temor de algunos ciudadanos
(como los franceses y holandeses) de ver perder su nacionalidad especifica de
franceses y holandeses lo que explica, en gran medida, el fracaso del tratado
de la Unión cuyo proyecto lideró, en su día, Giscard d´Estaing.
Si la construcción europea como tal nacionalidad europea es
complicada con determinadas naciones estado (Francia, Alemania, Holanda,
Dinamarca etc.) que no quieren perder su identidad nacional, no es difícil
imaginar que la presencia de naciones sin Estado (Euskadi, Cataluña, Flandes,
Córcega, Escocia …) complejiza aún más el problema de la construcción europea,
más allá de sus estructuras jurídicas. E, incluso, en sus estructuras
jurídicas, en el concepto y asentimiento de la idea de la ciudadanía europea, a
veces parece como que hubiera una huida hacia adelante creando organismos en
Europa con gran poder sobre los ciudadanos, como la Comisión Europea y sus
comisarios europeos, que no han sido elegidos por los ciudadanos. En cuyo caso
la dimensión jurídica de Europa puede limitarse, si no se cambia el rumbo, a ser
poco más de que lo que fue en sus inicios: una zona económico-social, ahora, en
una parte de la UE con la moneda común.
Es evidente a todas luces que, todavía, hay déficit democrático
evidente en la gobernanza de la UE. Todavía. Pero aun salvando la dimensión
jurídica de la UE, aun apostando firmemente por la ciudadanía europea, como es
mi caso, veo mucho más lejana la nacionalidad europea. En efecto la
identificación cultural, simbólica, emocional, la realidad geográfica por la
que los ciudadanos europeos estamos dispuestos a sacrificarnos, de la que nos
sentimos más o menos orgullosos, en otras palabras, nuestro sentimiento de
pertenencia, no es Europa. Seguirá siendo el sentimiento nacional. Basta ver,
sin ir más lejos, las olimpiadas, los campeonatos del mundo de fútbol, o
cualquier competición deportiva internacional para comprobar cómo los medios de
comunicación sitúan en primer y preferente lugar en sus informaciones lo que
han hecho los deportistas de sus naciones respectivas. Y si lo hacen así es porque
saben que la gran mayoría de los ciudadanos quieren saber qué han hecho “sus”
deportistas. Las olimpiadas hace mucho que no son tales, sino competiciones
inter-nacionales. Si es que alguna vez han sido otra cosa.
De ahí la exigencia de una Euskal Selectioa por parte de los
nacionalistas vascos y su rechazo por los homólogos nacionalistas españoles,
más allá de querellas jurídico-históricas cuando se hacen comparaciones de la
realidad entre Gran Bretaña (o, muy significativamente, Reino Unido), Inglaterra,
Gales y Escocia por un lado y España, Euskadi y Catalunya por el otro. Aquí
estamos en el terreno de las nacionalidades, no en el de los ciudadanos.
La no muy lejana votación por la independencia de Escocia se saldó
con un reajuste a favor del ejercicio de la nacionalidad escocesa, aún bajo el
estado británico. Esta solución no me desagrada, a condición de que Catalunya y
Euskadi puedan expresarse, como lo hizo Escocia, y participar en algunas
instancias europeas (no solamente deportivas) como tales. Pero, si el Estado
Español se opone al deseo de vascos y catalanes de expresarse cómo quieren que
sea su relación con España, de hecho, la UE y España, están legitimando y
afianzando la apuesta de quienes sostienen la necesidad de que Catalunya y
Euskadi se constituyan en estados. Lo que ha llevado a muchos catalanes (una
ligera la mayoría hoy) a decir que no les queda otra salida que la
independencia y luchar por el Estado catalán.
Lo que sucederá en Euskadi, en ese orden de cosas, está por ver.
En la actualidad, la demanda de independencia es tan escasa como lo es el
sentimiento de considerarse español. Las dos cosas. Además, bajo la reiterada
afirmación de que la soberanía reside exclusivamente en el parlamento español,
(lo que es falso pues ya se comparte
esa soberanía con el europeo) muchos vascos decimos: “Ni euskalduna naiz”, “yo
soy vasco”, “I am basque”….. Es lo que, en última instancia, explica la
resiliencia de algunas naciones sin estado a no diluirse en el magma del
“demos” universal.
El futuro de Euskadi como nación depende de muchos factores. Hoy
quiero, aquí, resaltar uno. No el más importante, quizás, pero, de su
resolución depende su futuro. Habida cuenta de la actual demografía en Euskadi,
con unas tasas de natalidad que hace años dejaron de permitir la mera
reproducción de la población actual, es evidente que necesitamos, y
necesitaremos más en el futuro, nada más que para mantener nuestro actual
bienestar, la aportación de personas que vengan de otras latitudes. Próximas y
lejanas. Es preciso reflexionar sobre el concepto de nación, país, en una
sociedad que se ha convertido, nos guste o no, en pluralista y plural. Pluralista
entre nosotros, los autóctonos, plural con los que vienen a vivir con nosotros.
Luego no podemos pensar la identidad como algo cerrado, inmutable, que todo el
mundo habría compartido en el pasado, como si los movimientos de personas no hubieran
existido siempre. ¿Quién, en su genealogía, no tiene una rama que viene de otra
parte? Hemos devenido pluriculturales y debemos tener capacidad de vivir
juntos, entre nosotros, aun siendo diferentes, y amar a este país. Pero,
además, es preciso que las personas que acojamos amen también nuestro país. Si
les ofrecemos una visión negativa, ellos no pueden amarle. Sin embargo, si los
vemos como personas que nos pueden aportar algo, lograremos crecer juntos y
que, ellos también digan “ni euskalduna naiz”. Me gusta recordar la frase de
Kennedy aplicada a Euskadi: “No preguntes qué puede hacer Euskadi por ti, sino
qué puedes hacer tú por Euskadi”. Nos va en ello el futuro de la nación vasca.
Publicado en la Revista de Pensamiento e Historia “Hermes”. N º 55,
mayo 2017 pp. 90-93
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