lunes, 8 de abril de 2013

En el mar(4):Océano, finitud e infinitud


Atravesando el Atlántico
 
4.-. El océano: finitud e infinitud

La inmensidad del océano es sobrecogedora. Cuanto el tiempo es bueno divisamos a babor y estribor, desde proa o desde popa, la línea continua del horizonte. Agua, solo agua. Agua en calma, como una balsa de aceite. Apenas vimos barcos, en la lejanía, fijando la vista. Cuando el tiempo es gris y la mar ligeramente agitada, no se divisa el horizonte, que la niebla oculta. El buque se mueve, lo que se siente particularmente en popa, donde tenemos el restaurante, así como en la cama, aunque nuestro camarote está en el centro del buque.

La inmensidad del océano hace verdad fáctica de que nuestro gran buque no deja ser una “gota de agua” en el océano. Apenas un cascarón elegante. El capitán, que nos da noticias de la marcha de la travesía a las doce del mediodía (hora en la que, varios días, debemos avanzar el reloj para que sean las 13,00 y así acomodarnos a los husos horarios) nos comunica en una ocasión que esa noche (la del 1 al 2 de abril) pasaremos próximos al punto en el que se hundió el Titanic. Añade la “gracia” de que a eso de las tres de la madrugada si descendemos 4.000 metros bajo el mar, quizás demos con sus restos. En las hojas informativos que nos entregan todos los días con las actividades en  el crucero, horarios de restaurantes y algunas noticias del mundo, han incluido, con detalle, cómo se produjo el hundimiento del Titanic.

Sí, un cascaron en medio del océano que un imprevisto humano, aliado a otro de la naturaleza (un iceberg, por ejemplo) pueden hundir al mejor y más sofisticado buque del mundo. La naturaleza es más fuerte que el hombre. Cierto, pero el hombre es capaz de aprender de sus fracasos y, aún reconociendo la fuerza invencible de la naturaleza (todos moriremos mientras las aguas del Atlántico sigan bañando y separando Europa de América), el hombre, decía, podrá construir buques más seguros, más capaces de resistir las embestidas de las aguas (aunque no la de los meteoritos) y acortar las distancias entre los continentes. La finitud humana es capaz de sobreponerse a la infinitud de la naturaleza y, en gran medida, domesticarla.

Entre mis lecturas de esta semana en el Atlántico he terminado de Agustín de Foxa: “Madrid de corte a checa”, libro (sugerido leyendo a Maurizio Serra  en “Malaparte, Vida y leyenda. Tusquets 2012, libro que, a su término, me pareció un tanto premioso y pretencioso, pese a las buenas criticas recibidas) al que quizás consagre una entrada en este blog). También he leído parte de un trabajo sociológico de Olivier Bobineau “L´empire des papes: une sociología du pouvoir dans l´Eglise” (CNRS. Paris 2013), del que escribiré en otro contexto. Pero si mi mente me lleva a este ultimo libro, mientras vivo y reflexiono sobre la finitud humana y la inmensidad (que te lleva a la infinitud de la naturaleza), es porque Bobinau, citando a Gauchet, en su clásico “Le désenchantement du monde” refiere cómo una de las notas de la condición cristiana radica en su intento desesperado de conciliar la finitud humana con la trascendencia divina, precisamente de un Dios que se hace inmanente. Esta polaridad de Jesús hombre y Dios, finito en su existencia terrenal, infinito (en la fe cristiana) como Dios, como encarnación de Dios, me viene a la cabeza mientras contemplo este océano sin fin, lejos de cualquier asomo de tierra (no se ve ave alguna) con unas olas, todas iguales y todas distintas, que el avance del buque arranca para venir a morir, en apenas diez metros, engullidos en la tranquila, firme, repetida y rizada inmensidad oceánica al albur del viento.

Y el hombre que yo soy, con la inmensidad (que me lleva a la infinitud de mi razón) piensa esta ola, y aquella y las ves desaparecer como tales olas, olas que ha generado la mente humana construyendo este hermoso y bello paquebote que reta al inmenso mar desde la capacidad y voluntad humanas de buscar su espacio en el universo. Cada vez más autónomo. Frente a la naturaleza, que dejada a su ley, es, sin embargo, superior al género humano. Frente a Dios, al menos el Dios de los cristianos, que haciendo al hombre libre de negarlo, le hizo autónomo. La libertad supone la negación y la duda. Una fe que no duda es una fe dudosa.

La fe, como la contemplación de la inmensidad oceánica desde la gota de agua que significa el buque que me transporta, supone un nexo, al modo de un nudo indenudable (perdonen el palabro) en su totalidad, un pacto increíble, desgarrador, inefable aunque decisivo, entre la opción radical por el más allá, la trascendencia, la aparente infinitud oceánica, por un lado y, por el otro, la inversión vital, afectiva y racional, en las reglas, las limitaciones y las búsquedas de sentido y pertenencia del más acá, de nuestro mundo siempre en construcción, un mundo cuyo ser es hacerse, el mundo sensible, como el de esta gota de agua sobre el mar que nos mantiene a flote y al que nos asimos para no perecer al mismo, antes de tiempo.


La experiencia de atravesar un océano aparentemente sin fin, al par que me anonada me enorgullece. Entiendo la finitud humana. Basta salir del interior del buque y pasearse, no diré con mal tiempo que no te lo permiten, sino con un tiempo desapacible, y situarse a popa contemplando cómo la estela del barco se funde con el mar, para sentir que no eres más que una gota de agua que si, por malaventura, fueras a caer al mar, desaparecerías completamente de este mundo. Pero siento, al mismo tiempo, la robustez del buque, los anclajes que me permiten asomarme al mar, las manos sobre la barandilla, con seguridad no exenta de temor al vacío, mientras el viento me obliga a cubrirme. Y dentro del buque contemplo, admiro, me extasió, cómodamente sentado en mi butaca, mientras tecleo estas líneas, en medio de una “librery” donde otros viajeros consultar y leen sus libros. En silencio. Libros, cuya redacción, confección, impresión y lectura, solamente están al alcance de la especie humana, la reina de la naturaleza. Al menos la terrestre.     

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