domingo, 8 de diciembre de 2013

"Cuarteto para el fin del tiempo". Estética y Ética


"Cuarteto para el fin del tiempo". Estética y Ética


Un texto sumamente reducido a este lo publiqué ayer, 7 de diciembre, en "El Diario Vasco". Accesible mediante pago

Era el 15 de Enero de 1941. Llovía y hacía un frío espantoso. Espantoso por el frío y porque estamos en el campo de prisioneros de Gorlitz, en Silesia, Alemania, justo en frontera con Polonia. Son franceses y belgas detenidos por la guerra relámpago en la que el ejercitó alemán abatió al francés y al belga en pocas semanas. Entre los presos, el compositor, organista y ornitólogo Olivier Messiaen detenido en Verdún en mayo del 40. En los meses siguientes, con los músicos que encontró en el campo, un clarinetista, Henri Akoka, un violinista Jean le Boulaire y un violonchelista Étienne Pasquier y, el mismo, como pianista, compuso una de los obras mayores del siglo XX: “el cuarteto para el fin del tiempo””. Y lo estrenó, en el propio campo de concentración, en enero de ese año, delante de los presos, los guardianes y los terribles “kapos”, a menudo más temibles que los oficiales.


Es difícil imaginarse ese estreno en un campo de concentración, al aire libre, de pie, con un frío helador. Además, el Cuarteto es exigente, no es una sucesión de valses. Son cincuenta minutos divididos en ocho partes, sublimes, pero para escucharlo cómodamente sentido en casa o, mejor en una sala de conciertos, por unos buenos interpretes. Este martes pasado tuve esa ocasión en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional en Madrid, una Sala llena en sus cuatro quintas partes, con mucha, mucha presencia de jóvenes (la entrada, muy subvencionada, costaba 12 €), una sala en la que las toses quedaron en la puerta de entrada. El silencio era total. Y cuando el violín cierra el último acorde en pianissimo casi inaudible asistimos a uno de esos finales de concierto que quedan en la memoria: un largo silencio hasta que alguien amaga un aplauso que rápidamente se hace ovación contenida. No es para menos. No soy músico ni musicólogo. Simplemente melómano y, ya jubilado de dar clases, con mayor disponibilidad para mi tiempo, aprovecho siempre que puedo para escuchar buenos conciertos. Y el de este martes fue uno de los muy buenos.


Las ocho partes del Cuarteto son magníficas. El primero, “Liturgia de cristal” interpretado por los cuatro instrumentistas es como el preludio a la obra, una entrada en materia. El segundo, “Vocalise para el ángel que anuncia el fin del tiempo” se abre con acordes terroríficos que solo el violín logra calmar ya avanzado el movimiento. El tercero, “Abismo de los pájaros” es un solo de clarinete, de unos diez minutos, como no recuerdo haber escuchado en la historia de la música. Es una música abismal que hace justicia al titulo del movimiento que se mueve entre disonancias y susurros apenas perceptibles. Es un movimiento que te envuelve al tiempo que lo recibes como una bofetada implacable. El cuarto movimiento, titulado simplemente “Intermedio” hace, de nuevo, justicia al titulo. Es un movimiento breve, amable, tras la rotundidad del anterior y que va a dar paso al quinto movimiento, para mi otro movimiento cumbre de esta obra fascinante. El quinto movimiento lleva el título de “Alabanza a la eternidad de Jesús” y es un largo solo de violonchelo, sosegado, meditativo, acompañado rítmicamente por martilleantes acordes del piano, donde la música no es tal, sino un sonido que se abre a lo trascendente, a lo atemporal. Es una estructura similar a la del último movimiento, aunque en este será el violín el protagonista. El 6º movimiento, titulado “Danza del furor para las siete trompetas” (El autor tiene en mente en la obra el pasaje del Apocalipsis de san Juan 10,1-7), es una música descriptiva, enérgica, desgarrada, con los cuatro instrumentos hasta que el violín va imponiendo, muy al final, algo de sosiego en la música. El séptimo movimiento, titulado “Confusión de arcos iris, para el Ángel que anuncia el fin del tiempo”, comienza con un relativamente moderado duetto entre el violonchelo y el piano para dar paso a los otros instrumentos, violín y clarinete en una música con altibajos sonoros de crescendos y decrescendos que, una vez más, hacen justicia al titulado del movimiento. El comentarista de la Nota informativa del concierto del Auditorio Nacional dice que los siete primeros movimientos “simbolizan los días en que Dios creo la Tierra y que el octavo alude a la inmortalidad”. Yo no lo percibí así, pero supongo que el comentarista estará mejor informado y formado que yo. Para mi los ocho movimientos son diferentes evocaciones que Messiaen, hombre profundamente religioso, pone en música en una situación particularmente dura, en un campo de internamiento, con los instrumentistas que encuentra. Y el octavo movimiento, conclusivo de la obra, titulado “Alabanza a la inmortalidad de Jesús”, con una estructura similar a la del quinto, ya lo he dicho arriba, es una relativamente breve evocación mística (y aquí estoy de acuerdo con el comentarista) que, al igual que con el quinto movimiento se abre a lo intemporal, a la trascendencia volvería a decir desde una lectura religiosa de la obra (que puede no serla), llevada en un tono de abandono, de confianza, pese a la adversidad, con un violín que toca sin cantar, limitándose a emitir un sonido cálido, meditativo de nuevo, envolvente, que te pone el corazón en un puño, en una sala donde se cortaba el silencio, en un diciembre madrileño sin catarros, música que se apaga, con un piano, también apenas perceptible, en una extinción que yo no viví como final sino como apertura. Creo que la sala estaba conmocionada por el largo silencio que acompañó el final de la interpretación (superlativa por solistas del “Ensemble Intercontemponain” creada por Pierre Boulez uno de los discípulos de Messiaen) hasta la ovación que, repito, contenida, pues tal era la penetración anímica de esta obra portentosa en el auditorio.


Quiero añadir un par de ideas.

La capacidad del ser humano para sobreponerse en situaciones muy difíciles, como es un campo de concentración nazi (aun ser llegar a la brutalidad de los campos de exterminio) y, en este caso, componer una obra inmortal. Hay más ejemplos. Recuerden, por seguir en el registro musical, al pianista de Gueto de Varsovia.


Pero quizás sea aún mas impactante comprobar que los propios guardianes, y más que probablemente, en notorio mayor grado que los detenidos (por estar mejor alimentados, y seguro que mas protegidos del frío) disfrutaron de la música de Messiaen. Es sabido que Hitler era un apasionado de la música, de Wagner particularmente, y tengo leído en una entrevista a Baremboim que, en una de sus visitas a Bayreuth, emocionado con Lohengrin, rompió en llanto. En otras palabras, la emoción de la más exquisita de las músicas, no conlleva, en absoluto, un mejor comportamiento ético. No sé si los filósofos o los expertos en ética estarán de acuerdo conmigo cuando, en mi ignorancia, me permito escribir que la estética no conlleva, menos aún conduce, sin más, a la ética. La historia nos muestra que un apasionado del arte, músico o melómano, (y vale también para las artes plásticas, arquitectónicas, danza y lo que sea) puede deleitarse con el disfrute de una obra maestra por la mañana y ordenar torturas a la tarde.


En el Programa de mano explicando el Cuarteto de Messiaen, el comentarista (anónimo) escribe que “el ultimo movimiento, alude a la eternidad” (de hecho se titula “Alabanza a la inmortalidad de Jesús”, como ya he indicado) y añade que “muestra la profunda religiosidad del compositor galo, sin la cual no habría sido posible escribir semejante maravilla en condiciones tan deplorables”. Yo no suscribo esas palabras. Me explico.


No voy a negar la implicación de la religiosidad de un músico creyente cuando compone. El mismo Messiaen es un ejemplo de ello. Su inmensa ópera San Francisco de Asís difícilmente es comprensible sin tener en cuenta la profunda religiosidad católica de Messiaen. Y hay muchos mas ejemplos. Me viene a la cabeza Bruckner, obviamente. Pero hay compositores no creyentes que han escrito obras de temática inequívocamente religiosa, misas por ejemplo, cuando sabemos que no eran creyentes. Pienso en el Réquiem de Fauré, por ejemplo, del que sabemos que era agnóstico. Y del cristianismo de un Vivaldi, abate incluso, habría mucho que decir. ¿Cuántos libros no se han escrito sobre la presunta religiosidad crística de Parsifal?. Los coros del final del primer acto de Parsifal son textos que se escuchan en la parte central de la misa católica pero de ahí, nadie concluye que estamos ante una obra de un cristiano. Wagner se llevó a la tumba lo que pretendió con Parsifal.


Cabe también reflexionar sobre la importancia, en la interpretación de una obra de carácter religioso, por un músico según sea creyente o no creyente. Algunos, pocos a decir verdad, sostienen que solamente un músico creyente puede ofrecer una buena interpretación de una obra marcadamente religiosa, como una misa o, por poner un ejemplo paradigmático, las Pasiones de J. S. Bach. Pero, sin querer entrar en la interioridad de los músicos, dudo mucho que nombres que me vienen a la cabeza, por ejemplo Suzuki, de cultura japonesa, sea cristiano. Y tiene grabadas una larga serie de Cantatas de Bach y una Misa en Si, que nadie puede poner en duda la profundidad, espiritualidad y, para mi, religiosidad de sus interpretaciones. Dicho rápidamente: la espiritualidad (entendida como superación de la mera materialidad) se desgaja de la religiosidad del compositor, del intérprete y, sin la menor de las dudas, también del oyente. ¿Cuántos de los que estábamos en la Sala escuchando el “Cuarteto para el fin del tiempo” éramos, o pretendíamos ser, creyentes?. Más aún. ¿Cómo entender la devoción (la palabra es exacta) con la que escuchan a Bach los orientales que han nacido y crecido en una cultura ajena a la cristiana?. Sencillamente por la universalidad de la espiritualidad, que, creo firmemente en ello, no conoce fronteras y va mas allá, de las diferentes confesiones religiosas. Algunos dirán que es la belleza intrínseca de la obra lo que explica en última instancia su universalidad. Pero precisamente uno de los atributos del espíritu, siguiendo a Rob Riemen en su “Nobleza de espíritu”, radica en la superación de lo material, en la apertura a lo bello, a lo artístico. De ahí también, y volvemos a un punto arriba señalado, que la espiritualidad, la apertura a lo bello, a lo inmaterial, no conlleva necesariamente, a una dimensión ética superior. La ética y la estética están en dos registros distintos.

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