Un funeral en Kanbo
El 3 de junio pasado, dimos sepultura en Kanbo (Cambo les
Bains) a Isabelle, una prima de mi mujer. Isabelle nació en París, hija de un
refugiado vasco de la guerra civil que encontró su pareja en Francia. A la
muerte de sus padres, Isabelle decidió venir a vivir al País Vasco. Se casó y
tuvo una hija, Mayie y un hijo, Theo, quienes, con
su padre, lloran la muerte de su madre y esposa. A Isabelle, en septiembre de
2016, se le declaró un cáncer insuperable. Llevó su enfermedad con una entereza
y un ánimo increíbles. Isabelle, fue una mujer de fe viva, que, como otras
mujeres más famosas, así Teresa de Jesús y Teresa de Calcuta, combinó la cocina
y los pucheros, con la catequesis y la entrega a los necesitados, en su
familia, en su vida cotidiana, en la parroquia de Kanbo y en la diócesis de
Baiona. Una de las personas que trabajó con ella en la diócesis me decía que
era una mujer de carácter, capaz de una entrega sin fin, y sin pelos en la
lengua. Plantó cara a más de una decisión episcopal que consideraba nefasta.
Isabelle, en cuanto supo que iba a morir, decidió cómo
serían sus funerales. Fechas antes de su fallecimiento ya teníamos los
detalles. Partituras incluidas. Quiso llegar a Pentecostés y llegó a su
víspera. Ese sábado, estaba el templo abarrotado de personas de edad avanzada,
la gran mayoría mujeres, aunque había también hombres, sobre todo en los coros
laterales de la maravillosa Iglesia de Kanbo. También amigas y amigos de Mayie y
de Theo. Le ceremonia estaba fijada a las 16 h. Llegamos media hora antes, y
nos encontramos con la Iglesia prácticamente llena (faltábamos los familiares)
ensayando los canticos de la ceremonia. Durante la misma, los asistentes
cantaron como solemos hacerlo los vascos: con fuerza, fervor y emoción. No poco
de lo que se cantó nos era conocido: desde Bach al Gure Aita, con un doble coro
intenso, para acabar con el Agur Jesusen Ama que se encargó bien, en el ensayo,
el director, que llevara el ritmo del zortziko.
Nos dijo el celebrante en la homilía, que Isabelle le había
prohibida que hablara de ella, que comentara solamente las lecturas. Las que
ella había seleccionado: el himno a la caridad de Corintios XIII y el fragmento
clave del juicio final de Mateo 25. Fue enterrada en la pequeña localidad de
Itxassou a pocos kilómetros de Kanbo. Con unos granos de simiente, y con arena
de las playas de Donosti, donde correteo su padre.
No pude no constatar que estaba asistiendo a un ritual de
una Iglesia a punto de desaparecer. No pude no sentir un punto de nostalgia. Vi
lágrimas en la ceremonia. Al final de la misma, quien hizo de organista, nos
leyó unas frases de despedida escritas por Isabelle, donde nos decía que nos
esperaba a todos, lo más tarde posible, y que, a la salida del templo nos entregarían
unas simientes de flores y hortalizas a cada uno de los asistentes, como
símbolo, para que las hiciéramos florecer. Y añadió el texto de Juan 12, 24: "En
verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
él solo; pero si muere, da mucho fruto."
Allí entendí que la vida y la muerte de Isabelle eran
preludio de otras vidas. Allí entendí que la muerte de una Iglesia, en la que
acababa de vivir uno de sus últimos actos, aunque lleno de fervor, tenía que
morir, para renacer en otra Iglesia. Otra Iglesia en la que Isabelle, no
solamente hubiera organizado cómo hacer su funeral, sino que, con el último
hálito de su vida, hubiera presidido una eucaristía de despedida, con su
familia, con sus amigos, con los que había catequizado, bendiciendo el pan y el
vino, como Jesús en el huerto de los olivos la tarde del jueves santo. Isabelle
no lo vio. No lo vivió. Yo tampoco viviré en la Iglesia Católica una mujer
presidiendo la eucaristía, experiencia que compartimos, con profunda emoción,
mi mujer y yo, con la comunidad anglicana en la Catedral de Saint Paul en
Londres, hace años. Pero, estoy seguro que lo verán mis nietas y nietos, y las
nietas y nietos de mis hermanos, primos, cuñados, amigos, de los que ya hemos
pasado largamente los setenta años de edad. Lo verán en el Buen Pastor, en
Begoña, en la Catedral Nueva en Vitoria-Gasteiz, en Iruña, en Roma…. Y, como
leía en una novela extraordinaria, (“Vaticano 2035” de Pietro de Paoli) habrá
una papesa negra casada con un blanco, acunando a sus críos, que les habrán
salidos, ¡mala suerte!, llorones nocturnos.
Una iglesia debe morir, para no quedarse sola, como la
semilla que no muere, pues, si no muere, dejaría de ser iglesia para
convertirse en secta. La actual iglesia, afortunadamente, está muriéndose.
Estamos viviendo los estertores de la era de la cristiandad en la que la
iglesia, aliada al poder, coronaba reyes, imponía su ley a creyentes y no
creyentes, daba certificados de buena conducta, nos metía el miedo en el cuerpo
con las calderas del fuego eterno.
Vivimos en la era
Internet. Una era global, en la aldea mundial, una era plural, en ideologías y
creencias dispares, que se entrecruzan, entremezclan, sin departamentos
estancos, donde creyentes y no creyentes, a poco que se hablen, se reconocen no
tan distintos, aun cada uno con su propia visión de las cosas. Una era en la
que, por mor del dios Dinero y la codicia que conlleva, las diferencias se
están haciendo mayores entre opulentos y descartados. Se precisa otra Iglesia
para esta era. El centenar de generaciones de cristianos que nos han precedido
nos han mostrado que han sabido adaptarse a los tiempos que les tocó vivir. Con
mayor o menor fortuna, con grandes aciertos y ejemplos admirados por quienes miran
con ojos limpios, pero, también, con enormes errores, a menudo con trágicas
consecuencias de las que nos avergonzamos y tratamos de aprender, para no
recaer.
Los cambios de
nuestro tiempo son más rápidos y profundos que nunca. Por eso, hoy, quizás más
que nunca, debamos atender las palabras que Juan pone en boca de Jesus, y que
Isabelle nos recuerda, lo repito: "si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da
mucho fruto" (Jn. 12,24). No
tengamos miedo a la muerte de una Iglesia; no permitamos el riesgo de que se
quede sola, cual secta de puros. Pero cuidemos en acertar su renacer. Ahí, Jesús
de Nazaret, hijo de José y Maria, un Dios humano, quién, al dirigirse a Dios,
le llamaba Abbá (mezcla de “jaun” y “aitatxo”); una Iglesia que se busca; la
oración de escucha en el silencio de la noche del alma; los gritos de los
necesitados, a menudo silentes, a menudo tapados en el ruido de las redes
sociales y de los medios de comunicación social; y la reflexión y el bien hacer
de tanta gente de buena voluntad, todo ellos, nos ayudarán y orientarán en el
empeño.
Acabo de terminar otro libro que ya he enviado al editor.
Sobre estas cosas. En Kanbo entendí que debía titularlo “Morir para renacer”.
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