sábado, 1 de octubre de 2016

El veredicto de Nuremberg, setenta años después


El veredicto de Nuremberg, setenta años después

Esta mañana al abrir, en mi ordenador, la prensa a la que estoy suscrito y a la que no que esté en digital, he encontrado este artículo, publicado por “La Vanguardia”, recordando la sentencia, pronunciada hoy hace 70 años, en el Juicio de Nuremberg y sus consecuencias para la justicia internacional y para la humanidad. Me ha tocado la fibra sensible en un texto bien construido, ecuánime (pues no olvida las barbaries de los vencedores), que, hoy, todavía pesa sobre la conciencia de todos nosotros. Incluso para los que aquel 1º de Octubre de 1946, apenas teníamos, como es mi caso, cuatro años.   

Este es el (excelente) artículo de Santiago Tarin, tal y como lo publica hoy “La Vanguardia”
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70 años del veredicto del juicio de Nuremberg, el inicio del derecho internacional moderno

SANTIAGO TARÍNBarcelona. La Vanguardia 01/10/16 
El 1 de octubre de 1946, la prensa española celebraba que Francisco Franco cumplía diez años como jefe del Estado, y una gran foto del dictador ocupaba las portadas. Pero ese día ocurrió un hecho trascendente, que se anunciaba en las páginas interiores: el Tribunal de Nuremberg dio a conocer la condena de los juicios que llevaron al banquillo a los principales jerarcas nazis capturados tras la II Guerra Mundial; un veredicto que sentó las bases del derecho internacional que se ha desarrollado posteriormente.
Hace setenta años, el tribunal dictó doce penas de muerte, tres cadenas perpetuas, dos de veinte años de reclusión, una de quince y otra de diez. Un acusado fue declarado incapaz de soportar el proceso y tres fueron absueltos. Pero cara a la historia lo más relevante no era el veredicto, sino que Nuremberg es el principio de una nueva era del derecho. José Ricardo de Prada lo explica así: “Hay algunos precedentes, pero es el comienzo, donde hay una toma de postura. Nuremberg lo pone en negro sobre blanco y da inicio al derecho internacional”. De Prada sabe de qué habla: es magistrado de la Audiencia Nacional; especialista en derecho internacional y de los derechos humanos; ha sido juez internacional en la Sala de Apelaciones de Crímenes de Guerra de Bosnia y ahora participa del llamado mecanismo residual para Tribunales Internacionales Ad Hoc, que se encarga, por ejemplo, de la apelación de Radovan Karadzic.
El 1 de octubre de 1946, España era un país en ruinas al sur de un continente devastado por una contienda que alcanzó unas proporciones inimaginables, no sólo por las bajas en combate, sino por las atrocidades cometidas contra la población civil. La saña alcanzó límites desconocidos hasta entonces, de los que no se tuvo conciencia hasta años después, como ocurrió con el Holocausto. Las potencias vencedoras decidieron juzgar a los responsables de la barbarie. A los que se pudo. Hitler y Himmler se habían suicidado, pero aún así quedó un ramillete de nazis a los que pedir responsabilidades, como Hermann Göring o Rudolf Hess.
En realidad, Nuremberg es un conjunto de trece procesos, pero este es el más relevante. En primer lugar, porque fue donde se encausó a los máximos dirigentes nazis en manos de los aliados. Luego, porque fue el único para el que se conformó un tribunal internacional, compuesto por jueces de las potencias vencedoras, mientras que los otros fueron nacionales.
El juicio arrancó el 20 de noviembre de 1945 y se prolongó durante 218 días; declararon 236 testigos, se vieron imágenes de los campos de concentración y se exhibieron pruebas espantosas, como la cabeza de un prisionero asesinado reconvertida en pisapapeles. A lo largo de las jornadas, los acusados permanecieron impasibles cuando no jocosos ante las evidencias que desfilaban por la sala. Uno de los pocos que mostraron arrepentimiento fue Baldur von Schirac, exlíder de las juventudes hitlerianas. Su nieto, Ferdinand von Schirac, es hoy un reputado abogado y escritor.
La historia es conocida. Dos de los procesados se suicidaron para esquivar el cadalso, Göring y Robert Ley (jefe de organización del partido nazi). El resto de los condenados a muerte fueron ahorcados el 16 de octubre; sus cuerpos, incinerados y sus cenizas, esparcidas en un río. Pero lo trascendente de Nuremberg no es eso, sino su herencia. Según De Prada, “son los instrumentos a los que da lugar, como los convenios internacionales sobre Genocidio de 1949 o el de Ginebra de 1959; los tribunales de las guerras de la antigua Yugoslavia o Ruanda, que son para situaciones concretas y ocurridas durante las contiendas. Y finalmente, la Corte Penal Internacional del año 2000”.
Europa no se convirtió en un parque temático de los derechos humanos tras la II Guerra Mundial. La lectura de obras como Postguerra, de Tony Judt (Santillana, 2006), o Continente salvaje, de Keith Lowe (Galaxia Gutenberg; 2012), describen perfectamente lo ocurrido, especialmente en el Este, con deportaciones masivas de población y crímenes colectivos por motivo de raza, nacionalidad o creencias políticas. O lo que hizo Stalin. Y en las guerras que se desarrollaron en los Balcanes entre 1991 y 1999 volvimos a contemplar imágenes de campos de concentración que nos devolvían al nazismo y supimos de matanzas que evocaban el pasado reciente.
Pero con Nuremberg se sentaron las bases de un derecho internacional moderno, con las cuales, por ejemplo, ha sido posible perseguir a Pinochet o a Videla. Es cierto que la Corte Penal Internacional aún es una mesa a la que le faltan patas, pero ahora por lo menos, gracias a este proceso, hay un lugar donde dejar los papeles. Tras Nuremberg se ha desarrollado una doctrina mundial y conceptos como genocidio o crímenes contra la humanidad han llegado a los códigos penales para quedarse.
Nuremberg fue el punto de partida de una nueva era del derecho, y un recurso para recordar que hasta la inhumanidad inherente a la guerra tiene una frontera que no puede cruzarse.


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