De “Euskaldun fededun” a la Euskadi atea
Hace ya tiempo,
décadas, que en Euskadi hemos pasado del “Euskaldun fededun” a la Euskadi, en
gran parte atea y anti-eclesial. Con un derrumbe de las prácticas religiosas,
en medio de una indiferencia generalizada en la mayoría, sin que falten quienes
juzguen lo religiosos como algo caduco, cosa de otros tiempos, cuando no
subrayando los aspectos negativos en la práctica de la iglesia católica. Pero,
no siempre fue así, entre nosotros.
En un estudio dirigido por el
sociólogo Rogelio Duocastella el año 1965, sobre la diócesis de Vitoria, se
puede leer que el 83,5 % de los nacidos en Vitoria-Gasteiz, iban regularmente a
misa los domingos. Esta cifra descendía al 34 % entre los que, se habían
trasladado a Álava habiendo nacido en Andalucía, Extremadura, Murcia y
Canarias. Cincuenta años después, el año 2016, solamente el 13 % de los
habitantes de la CAV, nacidos en el País Vasco, se consideraban “católicos
practicantes” (lo que no significa que fueran a misa todos los domingos) cifra
que entre los que habían nacido en otras partes del España, habitando en la
CAV, subía al 27 %. La tortilla había dado completamente la vuelta.
Otro dato de
2017, todavía no publicado, de una investigación en Deusto en la que participo.
No llega al 10 % el porcentaje de escolares vascos de la ESO, Bachillerato y
Formación Profesional que se dice “católico practicante”. Si le adicionamos los
que se dicen “católicos poco o nada practicantes” llegamos a la cifra del 35 %
de nuestros escolares que se denominarían “católicos”. Pues bien, el 16 % de
estos escolares se “consideran ateos” y otro 31 % “no creyentes” lo que,
sumándolos, nos da la cifra de un 47 % de escolares que se significan como “no
creyentes” o “ateos”, cifra muy superior al 35 % que se posicionarían como
católicos. Ahora entenderán el titular de este artículo.
¿Qué ha pasado? Sencillamente que en Euskadi se ha producido un
gigantesco proceso de secularización en un breve periodo de tiempo que suelo
circunscribir, en lo esencial, entre los años 62-63 hasta comienzos de los 70
del siglo pasado y que, después, cual mancha de aceite, se ha extendido, de
forma indolora, sin apenas consciencia ni trauma alguno, hasta nuestros días. Desde
el Congreso de Eusko Ikaskuntza de 1998, vengo proponiendo tres órdenes de
factores explicativos de este fenómeno: 1. la secularización general, que se
produjo en torno a los años 60 del siglo pasado, especialmente en Europa
Occidental y más particularmente en el sur católico de Europa. 2, el nacional
catolicismo español propio del franquismo que influyó, y sigue influyendo mucho,
en la secularización del País Vasco y 3,
el MLNV en general y ETA en particular con un cambio de objeto de culto: de
Dios a Euskadi.
Este fenómeno no es privativo
de Euskadi. En febrero de este año se ha editado en Francia un estudio soberbio
del historiador Guillaume Cuchet, cuyo título (traducido) lo dice todo: “Cómo
nuestro mundo ha dejado de ser cristiano. Anatomía de un derrumbe” (Seuil
2018). Fascinante trabajo en cuyo análisis estoy. Más todavía, en la revista
“La Vie” de marzo del presente año, ofrecen el avance de una encuesta sobre la
religiosidad de los jóvenes de varios países europeos bajo este titular:
“Generación atea”.
¿Cabe decir algo mirando al futuro? ¿Seguirá el descalabro
de la dimensión socio- religiosa entre nosotros hasta quedar reducida a unos
pocos, un “pequeño resto”, pero eso sí, éste muy calificado, concienciado,
exigente con la radicalidad evangélica? Esta tesis la defienden algunos, pero
yo la veo con renuencia y cierto temor, incluso. Tengo miedo de una Iglesia de
puros, de perfectos. De ahí a la secta, apenas hay un paso. Prefiero un Iglesia
de tibios, imperfectos y pecadores, con conciencia de ello y que, con humildad,
sin prepotencias de tiempos pasados, pero conscientes de que “su producto es de
calidad”, colaboran, desde sus valores religiosos, en la construcción de un
mundo más justo, más humano, más convivial.
¿Qué pasará en el futuro? Nadie lo sabe. Es realidad
sabemos lo que fenece, pero apenas vislumbramos lo que nace, o renace. Mi
hipótesis, a la que he consagrado un libro de más de 300 páginas, (“Morir para
renacer”. Edit. San Pablo 2017) subraya que es preciso que muera una
determinada Iglesia, incluso una concreta forma de entender la dimensión
religiosa propia del “estado de cristiandad”, para que renazca en otra Iglesia,
con otra fe. Claro que no preveo un cambio rápido. Cambiar las estructuras y
las mentalidades arraigadas desde hace muchos siglos, lleva tiempo. Y en una
sociedad que se pretende tan secular y tan anti-eclesial, como la vasca, no
bastará con una generación. Harán falta dos como poco, si se hacen bien las
cosas y se muestra, con paciencia e inteligencia, que la innegable demanda de
espiritualidad en nuestra sociedad tiene una buena respuesta, entre otras, en
la fe católica. Una religión que es histórica. Y si ha perdurado veinte siglos
y, en la actualidad, es la más numerosa y está más extendida, y más libre del
poder, que nunca en el planeta, es porque sabe adaptarse a los tiempos. Un
bilbaíno de pro, el jesuita Pedro Arrupe, que recibe a los que acceden a la
Universidad de Deusto por la última pasarela, hablaba de la “inculturación de
la fe” y su traslado a la Iglesia. Pues eso.
Publicado en
“El Correo” el 30 de marzo de 2018
Javier Elzo
Catedrático Emérito de Sociología. Universidad de
Deusto,
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