El intento de suicidio de Rosie, en la
Alemania nazi
Rosie, es uno de los personajes clave de una extraordinaria novela,
“Regreso a Berlín” escrita por Verna
B. Carleton, sobre la que he escrito un artículo que me publican en algunos medios
del Grupo Noticias el sábado 14 de julio de 2017, donde referencio esta entrada
en mi blog
Rosie es la tía de Eric, el alemán que huyo del nazismo y vuelve a
Alemania en 1957 a encontrarse con su pasado. Rosie estaba casada con
Friedrich, un alto miembro del nazismo, aunque cuando se dio cuenta de lo que
era, se suicidó. Tras sepultarlo, Rosie narra para los suyos, Eric, y la medio
hermana de este, Käthe, así como a la mujer de Eric y a otra persona que le
acompaña en el viaje (y que hace el papel de narradora), lo que hizo después de
enterrar a su marido. Comienza diciendo, pensando en su marido, que “no hay mayor tragedia en la vida que resultar sospechoso en
todos los bandos”. Y continua así la narración en las páginas 239- 246 del
libro que reproduzco con unos pocos cortes.
“ Así pues, los dejó a
todos allí en el cementerio tras rechazar los ofrecimientos de llevarla la casa; comenzó
a caminar sola, su último paseo, en dirección a la casa de Charlottenburg donde
había nacido. Aquella maravilla de mansión, quería mirarla por última vez,
llevarse consigo a la eternidad algún recuerdo de una felicidad efímera, de la
niñez ya oscurecida por el dolor adulto, de su hermana y de su hermano, ambos
muertos; todo se había esfumado, su madre a quien adoraba, el padre odiado…
(….)
“Lo haré en algún
parque desierto, por la noche, y cuando me encuentren por la mañana dirán que
la viuda se ha matado de pena” se dijo al final, cuando desapareció el
crepúsculo y la obscuridad se abatió sobre la ciudad. Llevaba en el bolso la
misma pistola que Friedrich había usado para dispararse; se la habían dado aún
con las huellas dactilares, por miedo a que albergase dudas. ¡Dudas! Como si no
hubiera sabido lo cerca que se hallaba Friedrich del suicidio en las últimas
semanas, ella, que había contemplado aterrorizada como el hombre al que una vez
había amado se desintegraba ante sus ojos hasta convertirse en una criatura
llorosa y asustada; usó su último reducto de dignidad para liberarse de las
garras de unos hombres que, según acabó por comprender, resultaban ser unos
criminales y no los salvadores de la patria.
Era de
noche, hacía mucho frio, repitió, y ella iba en busca de algún parquecillo;
pronto se extravió, las calles se le antojaban extrañas, parecían llevar a
algún lugar sin fin. De repente, cuando la fatiga la aplastaba, vio una pequeña
iglesia, con la puerta abierta. Entró para descansar un momento, ella, que
no se había acercado a una iglesia desde el día de su boda. Sentada en uno de los
bancos traseros, con una lucecita encendida sobre el altar, mientras lo único
que se oía en medio de la oscuridad era su respiración, advirtió, con completa
aceptación, que aquélla era la iglesia luterana de ladrillo rojo en la que la
habían bautizado de pequeña, la Iglesia que distaba sólo una manzana de su casa
de Charlottenburg; llevaba quizá horas caminando en círculos alrededor de la
casa y algo la había llevado a aquel lugar. Estaba demasiado desfallecida para
moverse. Se limitó a sentarse allí y perder toda noción del tiempo, de la
ciudad exterior, de por qué había acudido allí en plena noche.
Y mientras estaba allí sentada ocurrió – dijo Rosie con voz queda -.
La vida había acabado para mí. Estaba muerta. Y al momento siguiente levante la
vista y, de repente, con un gran destello dorado y deslumbrante, la vida me
inundó de nuevo, y con ella, la certeza de que no estaba sola, de que algo más
fuerte que yo, más fuerte que la humanidad mortal, había extendido la mano para
levantarme.
Sintió como toda la fe
que sentía de pequeña volvía a ella, pero tan renovada y profunda que era como
si se estuviese convirtiendo en otra persona, en una extraña dentro de su
propia piel. En aquel momento de iluminación, de completa claridad, vio que
Alemania había perdido la guerra, y supo que la esperaban el terror y el
hambre, pero también que tenía que seguir viviendo, que Dios quería su vida por
alguna razón y que si se confiaba en él por completo sería capaz de seguir, de
hacer el bien y de salvarse a sí misma y los demás. Cuando, mucho más tarde,
Rosie volvió por fin a casa, temió que aquel destello interior desapareciera,
que al llegar la mañana todo fuera de nuevo gris y absurdo.
Pero nunca se fue-
dijo en voz queda. Me ha protegido todo el tiempo. Trajo de regresa a Käthe (la medio hermana de
Eric que había huido a Paris). Y no es un accidente que tú, Eric, a pesar de
haber afirmado que no volverías, hayas vuelto. Yo sabía que lo harías.
Ojalá Alemania - dijo Eric tras un momento - contase con más
cristianos como tú. Entonces quizá las iglesias podrían haber detenido a
Hitler desde el principio. Pero lo cierto es…
Que fracasaron total y absolutamente, - hijo mío -. Lo sé. Cuando viene el pastor Schaffman
a tomar café conmigo, a veces nos sentamos aquí y no hablamos de otra cosa. Desde
la guerra, la gente vuelve a agolparse en las iglesias y vota a los
democristianos, para apaciguar el dolor de su corazón. Pero no profesan la
religión más allá de los labios. Saben que fracasaron en la mayor crisis de
Alemania.
Sí, prosiguió con la voz tensa por el desdén, si los alemanes
poseyesen de verás algo de juicio moral sano, algo de gentileza o compasión, ¿habrían
seguido a un líder que solo predicaba odio?. Sí Alemania se hubiera guiado por
sus principios cristianos habría sido imposible encontrar gente para dirigir
los campos de concentración, para ejecutar asesinatos en masa, para destruir la
mayor parte de Europa…. y a sí mismos.
Nosotros... Nosotros, los cristianos, somos responsables de lo que
ocurrió, porque el régimen nazi constituyó el mayor fracaso de la historia de
la cristiandad – exclamó Sosie, alzando una voz furiosa -. Si los líderes de la
Iglesia se hubieran alzado heroicamente a la primera amenaza, si la Iglesia
Católica en la que nació Hitler lo hubiera excomulgado y desafiado a su régimen
desde el primer día, entonces los alemanes podrían haber salvado sus almas. Hoy
es demasiado tarde. Todo alemán adulto debe asumir su culpa. Solo los muy
jóvenes pueden levantar la cabeza sin vergüenza.
¿Existía ese sentido
profundo de culpa en los alemanes? se preguntó Eric a continuación. Era muy
difícil de distinguir.
Mi
querido muchacho, le replica Sosie, la gente que se siente culpable es como
nosotros: almas decentes y honestas que lloran porque no pudieron impedir lo
ocurrido, no porque ellos lo causaran.
¿Y de que servían la culpa y las
lágrimas, preguntó, cuando la verdad era aún más terrible? ¿Quería Eric la
verdad? Entonces debía escuchar lo peor. Habían hecho faltan millares (cientos
de millares, según algunos), para formar los SS y las SA, para dirigir los
campos de concentración y todas las fuerzas de represión en los países
ocupados. Y eso, si hablábamos solo de nazis fanáticos, no de la gente inocente
que se vio arrastrada.
¿Dónde se imagina el mundo entero
que se han ido esos fanáticos? -
inquirió -. No se han esfumado. Se hallan en toda Alemania, en
ambas zonas, trabajando pacíficamente sin la menor sensación de culpa por lo
que hicieron en el pasado. Te dirán que sólo obedecían órdenes de sus
superiores. Es gente sin rastro de conciencia ni de alma, gente que puede encender
el gas que asesina a millones de personas y después decir: “Estás manos no son
mías. Soy una herramienta. Un cero”, y un cero no puede sentir culpa, ¿no es
así?
Eric sacudió
la cabeza, cansado. Pero todos tenemos la culpa: los que hicieron esas cosas y el
resto del mundo, que permitió que se perpetrasen crímenes así. Y míranos ahora.
Todo el mundo habla de los “exnazis” como si le diese miedo ofenderlos.
Es claro - exclamó
Käthe -. Porque ya no poseen un partido. No lo necesitan. Les conviene más
seguir siendo nazis convencidos y trabajar en otros partidos como hacían al
principio. La gente de fuera que siempre anda diciendo que el fascismo ha
muerto en Alemania está loca de atar. Nosotros, los que vivimos aquí, nos vemos
rodeados constantemente por terribles recordatorios de que el pasado no es el
pasado. Sigue siendo el presente.
Lo sé, puedo sentirlo res, respondió Eric.
(…..) No hace falta que me convenzáis - dijo con voz llena de cansancio y
frialdad -. Yo soy el que va diciéndole a la gente que Alemania sigue saturada
de nazis.
El nombre está muerto
y enterrado, lo que viene a ser la etiqueta. Nadie sería lo bastante imbécil
como para revivir a los nazis en cuanto partido o fuerza política. Sin embargo,
hay millones de personas en Alemania hoy en día que no pueden decirlo
abiertamente, aunque en lo más profundo de su corazón recuerdan la época nazi
como el periodo más fantástico. Solo sienten haber perdido la guerra, no
haberla empezado.
Käthe se detuvo para
contemplar el rostro de Eric, el trémulo juego de llamas y sombras sobre la
carne pálida.
Como ves- concluyó por él - las cosas son peores de lo
que te imaginabas
No, - respondió-. Si servía de consuelo, y en aquella época uno
tenía que encontrar consuelo en los hechos más variopintos, él había sabido a
qué atenerse en su viaje a Berlín. Lo único que le dolía, confesó
Eric, es que no veía salida ni solución, ni esperanza alguna para una humanidad
que repetía los mismos errores, los mismos deslices, generación tras
generación.
¿De qué nos sirvió arriesgar la vida cuando éramos jóvenes? –
exclamó-. ¿Qué conseguimos? ¿Qué bien le reporto a mi padre morir de modo tan
heroico en la cárcel?
Querido muchacho, eres demasiado viejo para preguntas tan fútiles.
- la voz de la tía Rosie atravesó la penumbra, estentórea y
reconfortante-. En esta vida hacemos lo que debemos hacer, según nos dicta
nuestra conciencia individual. Tu padre escogió su muerte y al hacerlo creció
espiritualmente. ¿Qué más se puede pedir?”
(Y a partir de aquí, en la novela, Eric lee en voz alta,
fragmentos de lo que su padre pudo escribir y, corrompiendo a sus guardianes,
sacar de la cárcel, antes de que muriera en su celda).
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