domingo, 6 de diciembre de 2015

Navid Kermani: Una conferencia excepcional sobre la cultura occidental y el Islam


Navid Kermani: Una conferencia excepcional sobre la cultura occidental y el Islam

 

Presento a continuación un texto largo de doce páginas que es de lo mejor que he leído estos últimos años acerca del conflicto con (parte) del Islam de (parte) del mundo occidental. Sugiero una lectura, y relectura, sin prisas.

El primer texto, de dos páginas, es la presentación del personaje, el historiador germano-iraní, Navid Kermani y su obra, por la agencia EFE el día en el que le entregaron el Premio de la Paz de los libreros en la Feria de Frankfurt el 18 de Octubre de 2015.

El segundo texto, es el extraordinario discurso que pronunció ese día al recibir el Premio.

(1). (Texto de EFE cuando le dieron el Premio de la Paz en Frankfurt el 18 de Octubre de 2015)

La biografía y la obra polifacética de Navid Kermani, Premio de la Paz de los libreros alemanes 2015, hacen que este escritor germanoiraní parezca hecho a la medida de una Feria de Fráncfort, siempre marcadamente política.

Su condición de hijo de inmigrantes iraníes y de musulmán ilustrado hacen de Kermani -que se define como un "niño de la República Federal de Alemania"- un símbolo de la integración y de la posibilidad de un islam europeo.

En cierto modo, como él mismo dijo hoy en conferencia de prensa, el que le hayan dado por primera vez el Premio de la Paz a alguien que tiene pasaporte alemán e iraní, justo en el año en que Irán ha boicoteado la muestra por la presencia de Salman Rushdie, es una gran paradoja.

Un periodista insiste en el tema y le pregunta si, como musulmán, no se siente ofendido por "Los versos satánicos" de Rushdhie.

"Los que me ofenden son aquellos que asesinan, decapitan y lapidan en nombre del islam", fue su respuesta.

El diálogo entre el islam y la cultura alemana, entre el islam y el cristianismo, el rechazo al fundamentalismo desde una visión musulmana, la crisis de los refugiados y la defensa de la libertad de expresión son elementos presentes en la obra de este escritor casi imposible de definir por los diversos registros que usa.

"Cuando mi hija tenía dos o tres años y la preguntaron por la profesión de su padre dijo que yo era un 'leseschreiber'", dijo hoy Kermani en la feria usando un neologismo que se podría traducir por algo así como "leescritor".

"Acertó. Para mí leer y escribir son igualmente importantes y las dos cosas son parte de mi oficio", añadió.

Con ese término tal vez pueda definirse al Kermani novelista, autor de obras como "Tu nombre" en la que se desdobla en todas sus identidades, y al Kermani académico, con libros como "Dios es bello", en el que ofrece una lectura estética del Corán o ensayos sobre temas islámicos, arte cristiano o literatura alemana.

Sin embargo, queda fuera el Kermani reportero y periodista que, cuando recibió la noticia del Premio de la Paz, en lugar de dedicarse a dar entrevistas, decidió hacer la ruta de los Balcanes que hacen los refugiados, con libreta de apuntes en mano, de lo que ha salido una serie de reportajes para la revista Der Spiegel.

Ante ello, las preguntas por el reto de la integración de los refugiados surgen de todas las esquinas.

Kermani dice que será una tarea difícil, no solo por el número de refugiados, sino porque muchos llegan con un nivel de educación bajo, lo que hace la integración más difícil.

Sin embargo, pese a ello, la actitud de la gente en Alemania le genera al escritor cierto optimismo.

"Hay una ola de solidaridad que hace diez años no me hubiera imaginado. En todas partes hay iniciativas ciudadanas a favor de los refugiados. Eso no quiere decir que no haya otras actitudes que me preocupen", dijo.

Los padres de Kermani llegaron a Alemania en 1959, procedentes de Irán, y se establecieron en Siegen (oeste de Alemania) donde el escritor nació en 1967.

"Mi padre era estudiante de medicina y las razones no fueron directamente políticas, pero en ese momento casi todos los estudiantes estaban de una u otra manera contra el sha y hubo una gran emigración de académicos", dice el escritor.

En el colegio, en su clase, Kermani era el único niño de origen extranjero lo que muestra como ha cambiado la sociedad alemana.

"A la mayoría de los extranjeros (sobre todo hijos de "Gastarbeiter" -trabajadores invitados-) los ponían en clases separadas porque creían que algún día iban a marcharse", recordó.

Preguntado sobre a quién le han dado realmente el premio los libreros, si al joven persa o al muchacho de Siegen, Kermani responde: "Para mi esa no es una dicotomía. Vivo a gusto en ese país, pertenezco a él y asumo toda su historia. Sus crímenes son también mis crímenes".

"Pero la cultura persa es también parte de mi cultura", agrega.

Y aunque su idioma literario sea el alemán ("En persa solo puedo escribir e-mails", dice), la lengua de sus antepasados sigue siendo para él "el idioma de las grandes palabras".

"Fue el idioma en que me habló mi madre cuando era bebé y también se lo transmito a mis hijas", concluyó.

Rodrigo Zuleta

Navid Kermani

(2) Texto del discurso pronunciado por Kermani al recibir el Premio

“Más allá de las fronteras”


JACQUES MOURAD Y EL AMOR EN SIRIA


navid kermani

(Trasladado de) La Vanguardia 28/11/2015 - 01:04h Lea la versión en catalán

 
“El mismo día en que supe que se me había concedido el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, ese mismo día, Jacques Mourad fue secuestrado en Siria. Dos hombres armados preguntaron por él en el monasterio de Mar Elian, en las afueras de la pequeña ciudad de Qariatain. Lo encontraron en el modesto despacho que hacía también las veces de sala de estar y dormitorio, lo agarraron y se lo llevaron. El 21 de mayo del 2015 Jacques Mourad se convirtió en rehén de la organización llamada Estado Islámico.

Conocí al padre Jacques en el otoño del 2012, con ocasión de un viaje realizado por una Siria ya en guerra para escribir un reportaje sobre la situación en el país. Era el responsable de la comunidad católica de Qariatain y también pertenecía a la Orden de Mar Musa, fundada a principios de la década de 1980 en un antiguo monasterio paleocristiano. Se trata de una comunidad especial e incluso única puesto que está igualmente comprometida con el islam y el amor a los musulmanes. Si bien los monjes y monjas que la componen siguen escrupulosamente los mandamientos y los ritos de la Iglesia católica, también están igual de comprometidos con el islam y participan en las tradiciones musulmanas, incluido el ramadán. Puede parecer disparatado, e incluso ridículo: unos cristianos que, según sus propias palabras, se han enamorado del islam. Y, sin embargo, ese amor cristiano-musulmán ha sido hasta hace muy poco una realidad en Siria, y todavía lo es en el corazón de muchos sirios. Con la fuerza de sus brazos, la bondad de sus corazones y las plegarias de sus almas, los miembros de Mar Musa crearon un lugar que me pareció una utopía y que para ellos apuntaba a la reconciliación escatológica; un lugar del que no decían que anticipaba la reconciliación, pero en el que esta se dejaba sentir y cuya existencia era una condición para ella: un monasterio de piedra del siglo VII en medio de la imponente soledad del montañoso desierto sirio visitado por cristianos de todo el mundo y a cuya puerta llamaban muchos más musulmanes árabes (decenas, incluso centenares) para encontrarse con sus hermanos cristianos, hablar, cantar, estar en silencio con ellos y también rezar siguiendo el rito islámico en un
rincón de la iglesia desprovisto de imágenes.

Cuando visité al padre Jacques en el 2012, el fundador de la comunidad, el jesuita italiano Paolo Dall’Oglio, acababa de ser expulsado del país. El padre Paolo se había mostrado demasiado abierto en sus críticas al gobierno de El Asad, que, tras nueve meses de llamamientos populares pacíficos en favor de la libertad y la democracia, había respondido con detenciones y torturas, porras y rifles de asalto, y al final con horribles matanzas e incluso ataques con gas venenoso hasta que el país se vio sumido en una guerra civil. Además, el padre Paolo también se había opuesto a la jerarquía de las iglesias oficiales sirias, que no alzaron su voz ante la violencia gubernamental. En vano intentó convencer a Europa para que apoyara el movimiento democrático sirio y que las Naciones Unidas impusieran una zona de exclusión aérea o como mínimo enviaran observadores. En vano advirtió del peligro de una guerra confesional si los grupos laicos y moderados eran abandonados y sólo recibían ayuda exterior los yihadistas. En vano intentó romper el muro de la apatía. En el verano del 2013, el fundador de la comunidad regresó en secreto a Siria para ayudar a liberar a unos amigos musulmanes en manos del Estado Islámico y fue él mismo secuestrado. No hay rastro alguno del padre Paolo Dall’Oglio desde el 28 de julio del 2013.

El padre Jacques, sobre quien recaía cuando lo visité toda la responsabilidad del monasterio de Mar Elian, tenía un carácter muy diferente: no era un orador dotado ni un italiano carismático y temperamental; como muchos de los sirios que conocí, era un hombre orgulloso, reflexivo y extremadamente cortés, bastante alto, ancho de cara, con el pelo corto y todavía sin canas. No llegué a conocerlo en profundidad, por supuesto; asistí a la misa, que como en todas las iglesias orientales incluyó hermosos cantos, y vi cómo conversaba afectuosamente con los fieles y los dignatarios locales durante el posterior almuerzo. Cuando se despidió de todos los invitados, me llevó a su pequeña celda y colocó para mí una silla junto a la estrecha cama en la que permaneció sentado durante la media hora que duró nuestra entrevista.



No sólo me sorprendieron sus palabras, el modo en que criticó sin temor al gobierno y el modo en que también abiertamente habló del endurecimiento de su comunidad cristiana. Lo que me causó una impresión aun más profunda fue su compostura. Lo vi como un servidor de Dios tranquilo, muy concienzudo, introvertido y también ascético que, ya que Dios se lo había encomendado, se entregaba con toda su energía al deber de atender a los atribulados cristianos de Qariatain y dirigir la comunidad monástica. Hablaba en voz baja y tan despacio –muy a menudo con los ojos cerrados– que parecía como si se estuviera enlenteciendo a voluntad el pulso y utilizara la entrevista para descansar entre otras dos obligaciones más agotadoras. Al mismo tiempo, elegía las palabras con sumo cuidado y expresaba sus ideas con frases perfectas; se expresaba con tanta claridad y lucidez política que le pregunté si no sería demasiado peligroso citarlo literalmente. Abrió sus cálidos ojos oscuros y asintió con gesto cansado: sí, podía publicarlo todo, de otro modo no lo habría dicho; el mundo tenía que saber qué estaba sucediendo en Siria.

Ese cansancio fue también una fuerte impresión, quizá la más fuerte, causada en mí por el padre Jacques. Era el cansancio de alguien que comprendía y afirmaba que no podría descansar hasta la otra vida; el cansancio de un médico y un bombero que dosifica su esfuerzo cuando las dificultades son abrumadoras. Y el padre Jacques era realmente un médico y un bombero en medio de la guerra; no sólo para las almas de quienes vivían presas del temor, sino también para los cuerpos de los necesitados, a quienes ofrecía en su iglesia, al margen de su religión, comida, protección, ropa, alojamiento y, por encima de todo, afecto. Muchos centenares, cuando no miles, de refugiados, la vasta mayoría musulmanes, recibían cobijo en el monasterio y eran atendidos por la comunidad de Mar Musa. Y no sólo eso: el padre Jacques logró mantener la paz (también la paz religiosa) al menos en Qariatain. Gracias sobre todo al tranquilo y serio padre Jacques, los diferentes grupos y milicias, algunos cercanos al gobierno y otros a la oposición, acordaron prohibir todas las armas pesadas en la ciudad. Y fue él, el sacerdote crítico con la Iglesia, quien logró convencer a casi todos los cristianos de su parroquia para que se quedaran. “Los cristianos somos parte de esta tierra aunque eso no les guste a los fundamentalistas ni aquí ni en Europa”, me dijo el padre Jacques. “¡La cultura árabe es nuestra cultura!”.

Se sentía contrariado por las declaraciones de algunos políticos occidentales que sólo querían acoger árabes cristianos. Ese Occidente al que no le importaban los millones de sirios de todas las confesiones que se habían manifestado de manera pacífica en favor de la democracia y los derechos humanos, ese Occidente que había asolado Iraq y suministrado a El Asad su gas venenoso, ese Occidente que era aliado de Arabia Saudí, el principal patrocinador del yihadismo... ¿Ese mismo Occidente se preocupaba por los árabes cristianos? Sólo cabía echarse a reír, dijo el padre Jacques con una expresión completamente seria. Y prosiguió con los ojos cerrados: “Con sus declaraciones irresponsables, esos políticos promueven ese mismo confesionalismo que constituye para nosotros una ame­naza”.

La responsabilidad que recaía sobre él aumentaba cada vez más, y el padre Jacques cargaba con ella sin ninguna queja, como siempre. Los miembros extranjeros de la comunidad tuvieron que abandonar Siria y refugiarse en el norte de Iraq. Sólo se quedaron los siete monjes y monjas sirios que residían en los dos monasterios de Mar Musa y Mar Elian. Los frentes cambiaban todo el tiempo, lo cual significaba que Qariatain era a veces gobernada por el Estado y otras por las milicias de la oposición. Los monjes y monjas tenían que llegar a acuerdos con ambos bandos y sufrir, como todos los ciudadanos, las incursiones aéreas gubernamentales cuando la ciudad se encontraba en manos de la oposición. Sin embargo, entonces el Estado Islámico realizó un gran avance en territorio sirio. “La amenaza del EI, esa secta de terroristas que ofrecen una espantosa imagen del islam, ha llegado a nuestra región”, escribió el padre Jacques a una amiga francesa pocos días antes de su secuestro. El mensaje continuaba: “Resulta difícil decidir qué debemos hacer. ¿Dejamos nuestras casas? Eso nos resulta difícil. Resulta horroroso constatar que hemos sido abandonados, abandonados sobre todo por el mundo cristiano, que ha decidido no involucrarse para mantenerse lejos del peligro. No significamos nada para ellos”.

En esas pocas líneas de un correo electrónico escrito sin duda con prisa queda uno sorprendido por dos frases que son características del padre Jacques y que al mismo tiempo establecen un patrón para cualquier forma de intelectualidad. La primera afirmación es: “La amenaza del EI, esa secta de terroristas que ofrecen una espantosa imagen del islam”. La segunda se refiere al mundo cristiano: “No significamos nada para ellos”. Defendía la otra comunidad y criticaba la propia. Unos días antes de su secuestro, cuando el grupo que invoca el islam y reivindica la aplicación de la ley coránica ya constituía una amenaza física directa para él y su parroquia, el padre Jacques seguía insistiendo en que esos terroristas distorsionaban el verdadero rostro del islam. Disentiré de cualquier musulmán cuya única respuesta al fenómeno del Estado Islámico sea la manida afirmación de que la violencia no tiene nada que ver con el islam. Sin embargo, un cristiano, un sacerdote cristiano que tiene que enfrentarse a la posibilidad de ser expulsado, humillado, secuestrado o asesinado por seguidores de otra fe y que insiste a pesar de ello en justificar esa misma fe... semejante servidor de Dios da muestras de una grandeza interior que sólo he encontrado en las vidas de los santos.

Alguien como yo no puede defender el islam de esa manera. No debe. El amor a uno mismo (a la propia cultura, el propio país e igualmente a la propia persona) se pone de manifiesto en la autocrítica. El amor al otro (a otra persona, otra cultura e incluso otra religión) puede ser incondicional. Es cierto que el requisito previo para el amor al otro es el amor a uno mismo; pero uno sólo puede estar enamorado –como en el caso del padre Paolo y el padre Jacques con el islam– con el otro. Además, si se quiere evitar el peligro del narcisismo, el autobombo y la autocomplacencia, el amor a uno mismo tiene que ser un amor luchador, dubitativo e interrogativo. ¡Qué bien se aplica esto hoy al islam! Todo musulmán que no luche con él, que no dude de él y que no lo interrogue críticamente no ama el islam.

No son sólo las terribles noticias y las aun más terribles imágenes procedentes de Siria e Iraq, donde se alza el Corán acompañando cada acto de barbarie y se grita Allahu akbar en cada decapitación. También en muchos otros países del mundo musulmán, cuando no en la mayoría de ellos, las autoridades estatales, las instituciones vinculadas con el poder, las escuelas de teología o los grupos rebeldes invocan el islam cuando oprimen a su pueblo, desprecian a las mujeres o persiguen, expulsan o asesinan a quienes tienen ideas, creencias religiosas o formas de vida diferentes. En nombre del islam se lapida a mujeres en Afganistán, se asesina a grupos enteros de alumnos en Pakistán, se esclaviza a centenares de niñas en Nigeria, se decapita a cristianos en Libia, se tirotea a blogueros en Bangladesh, se hace explotar bombas en medio de mercados en Somalia, se mata a sufíes y músicos en Mali, se crucifica a críticos con el régimen en Arabia Saudí, se prohíben las más importantes obras de la literatura contemporánea en Irán, se oprime a los chiíes en Bahréin o combaten suníes y chiíes en Yemen.

No cabe duda de que la gran mayoría de los musulmanes rechazan el terror, la violencia y la opresión. No se trata de una consigna vacía, sino de algo que he experimentado de forma directa en mis viajes: quien no está en posición de considerar la libertad como algo natural es el más consciente de su valor. Todas las revueltas populares ocurridas en años recientes en el mundo islámico fueron revueltas en favor de la democracia y los derechos humanos; no sólo las revoluciones intentadas y en su mayor parte fracasadas de casi todos los países árabes, también los movimientos de protesta de Turquía, Irán, Pakistán y, no menos importante, la revuelta en las urnas de las últimas elecciones presidenciales indonesias. Asimismo los flujos de refugiados ponen de manifiesto que muchos musulmanes esperan encontrar una vida mejor fuera de su país natal; desde luego, no en dictaduras religiosas. Y las informaciones que nos llegan directamente de Mosul o Raqa no nos hablan del entusiasmo de la población, sino de su pánico y su desesperación. Todas las autoridades teológicas importantes del mundo islámico han rechazado la pretensión del Estado Islámico de hablar en nombre del islam y han mostrado en detalle cómo sus actos y su ideología contradicen el Corán y las enseñanzas básicas de la teología islámica. Y no olvidemos que quienes se encuentran luchando en primera línea contra el Estado Islámico son los propios musulmanes: tribus kurdas, chiíes y también suníes, así como miembros del ejército iraquí.

Hay que decir todo esto para desmontar la ilusión que tanto islamistas como críticos del islam presentan en formas idénticas, a saber, que el islam está librando una guerra contra Occidente. Más bien, el islam está librando una guerra contra sí mismo; el mundo islámico se ve sacudido por un conflicto interno cuyos efectos en la geografía política y étnica parece que estarán a la altura de las dislocaciones resultantes de la Primera Guerra Mundial. Ese Oriente multiétnico, multirreligioso y multicultural cuya magnífica producción literaria medieval estudié y aprendí a querer durante largas estancias en El Cairo y Beirut, durante mis vacaciones de verano en Isfahán y como reportero en el monasterio de Mar Musa, ese Oriente amenazado, siempre en estado de crisis pero desbordante de vida, dejará de existir como le ocurrió a aquel “mundo de ayer” sobre el que Stefan Zweig dirigió una mirada llena de melancolía y pesar en la década de 1930.

¿Qué ha sucedido? El Estado Islámico no acaba de nacer hoy y tampoco es un mero producto de las guerras civiles de Iraq y Siria. Sus métodos son recibidos con rechazo, pero su ideología es el wahabismo, cuyos efectos se dejan sentir hoy en los rincones más alejados del mundo islámico y que bajo la forma del salafismo resulta atractivo para los jóvenes en Europa. Si consideramos que los libros de texto y los planes de estudio del EI son idénticos en un 95% a los utilizados en Arabia Saudí, también nos daremos cuenta de que no sólo en Iraq y Siria está el mundo estrictamente dividido entre lo prohibido y lo permitido, y la humanidad dividida entre creyentes e infieles. Con la ayuda económica de muchos miles de millones procedentes del petróleo, mezquitas, libros y televisiones, difunden desde hace décadas una ideología que declara herejes a los seguidores de las otras religiones, los repudia, los aterroriza, los menosprecia y los insulta. Si se denigra a otras personas de modo sistemático, día tras día, sólo cabe esperar –y cuánto lo sabemos los alemanes a través de nuestra propia historia– que también se acabe declarando que sus vidas carecen de valor. Que semejante fascismo religioso pueda llegar tan siquiera a concebirse, que el Estado Islámico encuentre muchos combatientes e incluso muchos más simpatizantes, que sea capaz de conquistar países enteros y apoderarse de ciudades de más de un millón de habitantes sin apenas resistencia... todo ello no constituye el inicio sino el momentáneo punto final de un prolongado declive, un declive que es también y sobre todo un declive del pensamiento religioso.

Empecé a estudiar Filología Oriental en 1988; mis temas eran el Corán y la poesía. Creo que cualquiera que estudia semejante materia en sus formas clásicas alcanza un punto en que ya no puede conciliar el pasado con el presente. Y se convierte en una persona completamente nostálgica. Claro que el pasado no fue sólo pacífico y pintoresco. Sin embargo, en tanto que filólogo me enfrenté sobre todo a los escritos de místicos, filósofos, retóricos y teólogos. Y me maravilló, a todos los estudiantes nos maravilló, la originalidad, la amplitud intelectual, la fuerza estética y también la gran humanidad que encontramos en la espiritualidad de Ibn Arabí, la poesía de Rumi, la historiografía de Ibn Jaldún, la teología poética de Abd al-Qahir al-Jurjani, la filosofía de Averroes, la crónica de viajes de Ibn Battuta e incluso los cuentos de Las mil y una noches, que son seculares, sí, seculares, eróticos, también feministas, por cierto, y al mismo tiempo están imbuidos en cada página del espíritu y los versículos del Corán. No eran reportajes periodísticos, no; la realidad social de esa avanzada civilización era como cualquier realidad más oscura y violenta. Y, sin embargo, esos productos de su tiempo nos dicen algo de lo que antaño fue concebible e incluso evidente en el islam. Nada de todo eso se encuentra en la cultura religiosa del islam moderno, nada que sea ni siquiera remotamente comparable y similar en fascinación o profundidad a los escritos que encontré durante mis estudios. Por no hablar de la arquitectura islámica, el arte islámico o la musicología islámica: ya no existen.

Quisiera ilustrar la pérdida de creatividad y libertad en el contexto de mi propio ámbito: existió un momento en que fue concebible e incluso evidente que el Corán es un texto poético que sólo podría aprehenderse usando los medios y métodos de la poetología, igual que un poema. Resultaba concebible e incluso evidente que un teólogo era al mismo tiempo un especialista en literatura y un conocedor de la poesía, y en muchos casos él mismo un poeta. En nuestra época, Nasr Hamid Abu Zaid, mi profesor en El Cairo, fue acusado de herejía, perdió su plaza en la universidad y se vio incluso obligado a divorciarse de su mujer por entender que el estudio del Corán formaba parte de los estudios literarios. Esto significa que ya no es reconocida como concebible una aproximación coránica que se había considerado indiscutida y en la cual Nasr Abu Zaid podía recurrir a los más importantes estudiosos de la teología islámica clásica. Todo el que emprenda semejante aproximación, por más que tradicional, se ve perseguido, castigado y declarado hereje. Y, sin embargo, el Corán es un texto que no sólo contiene rimas, sino que habla con imágenes perturbadoras, ambiguas y enigmáticas; no es tanto un libro como una recitación, la partitura de un canto que conmueve a los oyentes árabes por sus ritmos, sonidos y melodías. La teología islámica no sólo tuvo en cuenta las particularidades estéticas del Corán, sino que consideró la belleza de su lenguaje como el milagro autentificador del islam. Hoy es posible ver en todo el mundo islámico lo que ocurre cuando se hace caso omiso de la estructura lingüística de un texto, cuando ya no se lo comprende correctamente o se lo reconoce. El Corán queda degradado a un manual del que extraer con el motor de búsqueda una u otra consigna. La poderosa elocuencia del Corán se convierte en dinamita política.

Leemos con mucha frecuencia que el islam debe pasar por el fuego de la Ilustración, o que la modernidad debe vencer a la tradición. Se trata de una afirmación algo simplista si consideramos que el pasado del islam era muchísimo más ilustrado, y sus escritos tradicionales a veces más modernos, que el discurso teológico contemporáneo. Al fin y al cabo, Goethe, Proust, Lessing y Joy­ce no padecieron un estado de enajenación mental por quedar fascinados ante la cultura islámica. Vieron en los libros y los monumentos algo que nosotros, tan a menudo enfrentados brutalmente a la presencia del islam, ya no percibimos con facilidad. Quizá el problema del islam no sea tanto la tradición como su casi ruptura con la tradición, la pérdida de memoria cultural, su amnesia civilizacional.

Navid Kermani durante la ceremonia de entrega del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, el pasado 18 de octubre en Frankfurt Thomas Lohnes/GettyNavid Kermani durante la ceremonia de entrega del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, el pasado 18 de octubre en Frankfurt Thomas Lohnes/Getty (Getty)

 

Todos los pueblos de Oriente experimentaron una modernización brutal impuesta desde arriba en forma de colonialismo y dictaduras laicas. Las iraníes, por mencionar un ejemplo, no abandonaron el velo de modo gradual; en 1936, el sha sacó los soldados a la calle para quitárselo por la fuerza. A diferencia de Europa, donde la modernidad –a pesar de sus fracasos y crímenes— pudo experimentarse en última instancia como un proceso emancipatorio y se consolidó poco a poco a lo largo de muchas décadas y muchos siglos, en Oriente Medio constituyó en gran medida una experiencia violenta. La modernidad no quedó asociada a la libertad, sino a la explotación y el despotismo. Si imaginamos a un presidente italiano que llega en coche a la basílica de San Pedro, se acerca hasta el altar manchándolo todo con sus botas sucias y le cruza la cara al papa con una fusta, nos haremos una idea aproximada de lo que significó que en 1928 Reza Sha entrara en el santuario sagrado de Homs calzado con botas de montar y respondiera a la petición del imán de que se descalzara como todos los demás fieles gol­peándole la cara con una fusta. Y es posible encontrar en muchos otros países de Oriente Medio momentos decisivos y acontecimientos similares que, en lugar de dejarlo poco a poco atrás, destruyeron el pasado e intentaron borrarlo de la memoria.

Habría cabido esperar que los fundamentalistas religiosos que ganaron influencia por todo el mundo islámico tras el fracaso del nacionalismo valoraran su propia cultura. Sin embargo, ocurrió lo contrario: en su intento de regresar a un pretendido momento originario, no sólo despreciaron la tradición islámica, sino que la combatieron con encono. Nos sorprenden los actos de iconoclasia del Estado Islámico porque no caemos en la cuenta de que apenas quedan monumentos antiguos en Arabia Saudí. En La Meca, los wahabíes destruyeron las tumbas y mezquitas de los allegados del Profeta e incluso su casa natal. La mezquita histórica del Profeta en Medina fue sustituida por un gigantesco edificio nuevo, y el lugar en el que se alzó hasta hace no mucho la casa en
la que residió Mahoma con su esposa Jadifa alberga hoy unos aseos públicos.

Además del Corán, mis estudios se centraron principalmente en el misticismo islámico, el sufismo. Misticismo... la palabra suena a algo marginal, como el esoterismo, como el arte underground. En el contexto del islam, nada podría distar más de la realidad. Hasta el siglo XX, el sufismo formó la base de la religión popular casi en todas partes del mundo islámico; en el islam asiático, todavía es así. También la alta cultura islámica (en especial, la poesía, las artes visuales y la arquitectura) estuvo impregnada por el espíritu del misticismo. En tanto que forma más común de religiosidad, el sufismo era el contrapeso ético y estético de la ortodoxia de los doctores coránicos. Al subrayar la misericordia divina y verla detrás de cada letra del Corán, al buscar siempre la belleza y la religión, al reconocer la verdad en otras formas de fe y adoptar expresamente el mandamiento cristiano de amar a los enemigos, el sufismo infundió en las sociedades islámicas valores, historias y sonidos que no podrían haber surgido de la simple devoción a la letra. En tanto que islam vivido, el sufismo no invalidó el islam legal, sino que lo aumentó e hizo su día a día más suave, más ambivalente, más permeable, más tolerante y, sobre todo, por medio de la música, la danza y la poesía, también lo abrió a la experiencia sensual.

Apenas nada de todo eso ha sobrevivido. Siempre que los islamistas se han instalado en un lugar, desde el siglo XIX en lo que hoy es Arabia Saudí hasta muy recientemente en Mali, lo primero que han hecho ha sido acabar con las fiestas sufíes, prohibir los escritos místicos, destruir las tumbas de los santos y cortar a los dirigentes sufíes su larga cabellera o matarlos directamente. Pero no sólo es el caso de los islamistas. También para los reformadores y los ilustrados religiosos del siglo XIX y principios del XX, las tradiciones y costumbres del islam popular representaron algo atrasado y anticuado. No fueron ellos quienes se tomaron en serio la literatura sufí, sino los estudiosos occidentales, orientalistas como la ganadora del Premio de la Paz de 1995, Annemarie Schimmel, quien editó los manuscritos sufíes y los salvó con ello de la destrucción. E incluso hoy apenas un puñado de intelectuales musulmanes se interesan por las riquezas contenidas en su tradición. Los cascos antiguos de las ciudades de todo el mundo islámico, destruidos, abandonados, llenos de porquería, con sus monumentos en ruinas, representan el declive del espíritu islámico de forma tan simbólica como el mayor centro comercial del mundo, construido en La Meca justo al lado de la Ka’aba. Imaginémoslo, también puede verse en imágenes: el lugar más santo del islam, ese edificio sencillo y a la vez magnífico, se encuentra literalmente eclipsado por Gucci y Apple. Quizá deberíamos haber atendido menos al islam de nuestros grandes pensadores y más al islam de nuestras abuelas.

Es cierto que se ha empezado a restaurar casas y mezquitas en algunos países; sin embargo, eso sólo ha ocurrido después de que los historiadores del arte occidentales o algunos musulmanes occidentalizados (como es mi caso) reconocieran el valor de la tradición. Y, por desgracia, llegamos con un siglo de retraso, cuando los edificios ya se habían desmoronado, las técnicas arquitectónicas se habían olvidado y los libros se habían borrado de las memorias. Pero al menos nos parecía que disponíamos de tiempo para estudiar las cosas a fondo. Ahora, como lector, casi me siento igual que un arqueólogo en una zona de guerra, reuniendo reliquias a toda prisa y sin método para que las generaciones futuras puedan al menos contemplarlas en los museos. Por supuesto, los países musulmanes siguen produciendo obras destacadas como vemos en bienales, festivales de cine y también en la Feria del Libro de este año, aquí en Frankfurt. Sin embargo, esa cultura apenas tiene nada que ver con el islam. Ya no hay una cultura islámica, al menos no de calidad. Lo que encontramos volando en torno a nosotros y sobre nuestras cabezas son los restos de una masiva implosión intelectual.

¿Hay esperanza? Hay esperanza hasta el último suspiro: eso es lo que nos enseña el padre Paolo, fundador de la comunidad de Mar Musa. La esperanza es el motivo central de sus escritos. Al día siguiente de que su discípulo y representante fuera secuestrado, los musulmanes de Qariatain llenaron espontáneamente la iglesia y rezaron por su padre Jacques. Semejante comportamiento alimenta nuestra esperanza de que el amor es capaz de salvar las fronteras de las religiones, las etnicidades y las culturas. La conmoción provocada por las noticias y las imágenes del Estado Islámico es enorme y ha liberado fuerzas contrarias. Por fin está creciendo también en la ortodoxia islámica una resistencia a la violencia ejercida en nombre de la religión. Y desde hace ya varios años (no tanto en el núcleo árabe del islam como en las periferias, en Asia, Sudáfrica, Irán, Turquía y de forma no menos importante entre los musulmanes de Occidente) asistimos al desarrollo de un nue- vo pensamiento religioso. También Europa se reinventó tras las dos guerras mundiales. Y dada la displicencia, el desprecio y la absoluta indiferencia que no sólo nuestros políticos, no, sino también nosotros mismos en tanto que sociedad hemos mostrado hacia el proyecto europeo de unificación, el proyecto político más valioso emprendido por el continente, quizá debería mencionar ahora cuán a menudo en mis viajes la gente menciona el tema de Europa: como modelo, casi una utopía. Todo el que haya olvidado por qué es necesario que exista una Europa debería contemplar las caras demacradas, exhaustas y asustadas de los refugiados que lo han dejado atrás todo, que lo han abandonado todo, que han arriesgado su vida por esa promesa que Europa todavía representa.

Esto me lleva a la segunda frase del padre Jacques, que encuentro notable; a su afirmación acerca del mundo cristiano: “No significamos nada para ellos”. Como musulmán no me corresponde reprochar a los cristianos del mundo mostrar indiferencia no ya ante el pueblo sirio e iraquí, sino ante sus propios correligionarios. Y, sin embargo, pienso a menudo en ello cuando experimento el desinterés de nuestra opinión pública por el auténtico desastre apocalíptico que tiene lugar en Oriente y que intentamos mantener a raya con alambradas, buques de guerra, percepciones distorsionadas y anteojeras mentales. A sólo tres horas de vuelo de Frankfurt, grupos étnicos enteros son exterminados o expulsados, las muchachas esclavizadas, muchos de los más importantes monumentos culturales de la humanidad demolidos por bárbaros, las culturas están desapareciendo y con ellas una antigua diversidad étnica, religiosa y lingüística que, a diferencia de lo ocurrido en Europa, había perdurado en cierta medida hasta el siglo XXI; pero sólo nos congregamos y los alzamos cuando nos golpea una de las bombas de esa guerra, como ocurrió el 7 y el 8 de enero en París, o cuando quienes huyen de esa guerra llaman a nuestra puerta.

Es positivo que, a diferencia de lo ocurrido tras el 11-S, nuestras sociedades se hayan opuesto al terror con la libertad. Es reconfortante ver cuántas personas en Europa y en especial en Alemania apoyan a los refugiados. Sin embargo, con demasiada frecuencia esas protestas y esta solidaridad permanecen apolíticas. No tenemos en nuestra sociedad un amplio debate sobre las causas del terror y el movimiento de refugiados, sobre cómo nuestras políticas pueden estar exacerbando el desastre que tiene lugar ante nuestras fronteras. No preguntamos por qué nuestro principal socio en Oriente Medio es precisamente Arabia Saudí. No aprendemos de nuestros errores cuando le colocamos una alfombra roja a un dictador como el general Al Sisi. O aprendemos las lecciones equivocadas cuando de las desastrosas guerras de Iraq o Libia concluimos que lo mejor es mantenerse al margen del genocidio. No hemos dado en los últimos cuatro años con ningún modo de impedir la matanza cometida por el régimen sirio contra su pueblo. También hemos aceptado la existencia de un nuevo fascismo religioso cuyo dominio se ejerce sobre un territorio equivalente más o menos al de Gran Bretaña y se extiende desde la frontera iraní hasta casi el Mediterráneo. No es que haya respuestas sencillas a preguntas como, por ejemplo, el modo de liberar una ciudad de más de un millón de habitantes como Mosul; pero el caso es que ni siquiera las planteamos seriamente. Una organización como el Estado Islámico, con unos 30.000 combatientes estimados, no es invencible para la comunidad mundial; no podemos permitirnos que lo sea. “Hoy están ante nuestras puertas”, dijo Yohanna Petros Mouche, obispo católico de Mosul, cuando pidió a Occidente y a las potencias mundiales ayuda para expulsar al Estado Islámico de Iraq. “Hoy están ante nuestras puertas. Mañana estarán ante las vuestras”.

No quiero ni imaginar lo que tendría que ocurrir para que acabáramos teniendo que dar la razón al obispo de Mosul. Forma parte de la lógica propagandística del Estado Islámico producir con sus imágenes grados de horror cada vez mayores para penetrar en nuestra conciencia. Cuando ya no nos afectó ver rehenes cristianos individuales rezando el rosario antes de ser decapitados, el Estado Islámico empezó a decapitar a grupos enteros de cristianos. Cuando desterramos esas decapitaciones de nuestras pantallas, quemó los cuadros del Museo Nacional de Mosul. Cuando nos acostumbramos al espectáculo de las estatuas destruidas, empezó a arrasar los vestigios de ciudades antiguas como Nimrod y Nínive. Cuando ya no nos preocupó la expulsión de los yazidíes, las noticias de violaciones masivas nos sacudieron brevemente de nuestro sopor. Cuando pensábamos que los horrores se limitaban a Iraq y Siria, empezaron a llegarnos vídeos de Libia y Egipto. Cuando nos acostumbramos a las decapitaciones y las crucifixiones, las víctimas fueron primero decapitadas y luego crucificadas, como ocurrió hace poco en Libia. No están destruyendo Palmira de una sola vez, sino edificio por edificio a intervalos de varias semanas con objeto de producir una noticia nueva cada vez. Esto no se detendrá. El Estado Islámico seguirá dosificando el horror hasta que veamos, oigamos y sintamos en nuestra vida europea cotidiana que ese horror no se detendrá por sí mismo. París habrá sido sólo el principio, y Lyon no será la última decapitación. Y, cuanto más esperemos, menos opciones tendremos. En otras palabras, ya es demasiado tarde.

¿Puede un galardonado con el Premio de la Paz hacer un llamamiento en favor de la guerra? No estoy haciendo un llamamiento en favor de la guerra. Sólo señalo que hay una guerra; y que también nosotros, como vecinos cercanos, debemos responder a ella, es posible que con medios militares, sí, pero por encima de todo con una determinación mucho mayor que la mostrada hasta ahora por los diplomáticos y la sociedad civil. Porque a esta guerra ya no se le puede poner fin sólo en Siria e Iraq. Sólo le pueden poner fin las potencias que están detrás de las milicias y los ejércitos combatientes: Irán, Turquía, los stados del Golfo, Rusia y también Occidente. Y los gobiernos sólo reaccionarán cuando las sociedades dejen de aceptar la locura. Hagamos lo que hagamos en este punto, es probable que cometamos errores. Sin embargo, nuestro mayor error sería no hacer nada o muy poco frente a los asesinatos en masa perpetrados por el Estado Islámico y el régimen de El Asad a las puertas de Europa.

“Acabo de volver de Alepo”, proseguía el padre Jacques en el correo electrónico que escribió pocos días antes de su secuestro, el 21 de mayo, “esa ciudad que duerme con orgullo junto al río, que reposa en el centro de Oriente. Es hoy como una mujer consumida por el cáncer. Todo el mundo huye de Alepo; sobre todo, los cristianos pobres. Sin embargo, estas matanzas no afectan sólo a los cristianos, afectan a todo el pueblo sirio. Nuestra determinación es difícil de poner en práctica, en especial en estos días en que ha desaparecido el padre Paolo, el maestro e iniciador del diálogo en el siglo XXI. Vivimos en estos días el diálogo como un sufrimiento común, comunitario. Nos entristece este mundo injusto, que tiene para las víctimas de la guerra una parte de responsabilidad; este mundo del dólar y el euro, que sólo se ocupa de sus propios pueblos, su propia riqueza, su propia seguridad, mientras el resto del mundo muere a causa del hambre, la enfermedad y la guerra. Parece que su única meta sea encontrar regiones en las que librar guerras y aumentar aún más su comercio de armas y aviones. ¿Cómo se justifican estos gobiernos que, pudiendo poner fin a las matanzas, no hacen nada? No temo por mi fe, pero temo por el mundo. La pregunta que nos hacemos es esta: ¿tenemos o no derecho a vivir? La respuesta ya se ha dado, porque esta guerra es una respuesta clara, clara como la luz del sol. Así que el verdadero diálogo que vivimos hoy es el diálogo de la compasión. Valor, querida amiga, estoy contigo y te mando un fuerte abrazo, Jacques”.

Dos meses después del secuestro del padre Jacques, el 28 de julio del 2015, el Estado Islámico se apoderó de la pequeña ciudad de Qariatain. La mayor parte de la población logró escapar en el último momento, pero dos centenares de cristianos fueron capturados. Un mes más tarde, el 21 de agosto, el monasterio de Mar Elian fue destruido por las excavadoras. En las imágenes colgadas en internet por el Estado Islámico puede apreciarse que no quedó en pie ninguna de aquellas piedras de mil setecientos años de antigüedad. Otras dos semanas más tarde, el 3 de septiembre, un sitio web del Estado Islámico publicó fotos de algunos de los cristianos de Qariatain sentados en las primeras filas de lo que parecía una gran aula escolar o un salón de fiestas, con el pelo rapado, algunos apenas poco más que piel y huesos, con las miradas perdidas, todos ellos marcados por el cautiverio. En las fotos es posible distinguir al padre Jacques, con ropa de seglar, igualmente demacrado y con la cabeza rapada, la desesperación claramente visible en sus ojos. Se cubre la boca con la mano, como resistiéndose a creer lo que está viendo. Sobre el escenario de la sala vemos a un hombre ancho de hombros, con barba larga y vestido con uniforme militar, firmando un contrato. Es lo que se conoce como dhimmi, que somete a los cristianos bajo dominio musulmán. Se les prohíbe construir iglesias o monasterios, llevar consigo una cruz o una Biblia. Sus sacerdotes no pueden portar hábito. No se permite a los musulmanes escuchar las plegarias de los cristianos, leer sus escritos o entrar en sus iglesias. Los cristianos no pueden llevar armas y deben someterse incondicionalmente a los mandatos del Estado Islámico. Deben agachar la frente, soportar todas las injusticias sin ninguna queja y pagar un impuesto especial, la jizya, y a cambio podrán vivir. La lectura del contrato provoca desolación: divide claramente a las criaturas de Dios entre seres humanos de primera y de segunda clase, y deja claro que hay también seres humanos de tercera clase, cuyas vidas valen aún menos.

La mirada del padre Jacques que vemos en la foto mientras se cubre la boca con la mano es una mirada tranquila pero totalmente abatida e impotente. Había considerado su martirio. Ahora bien, ver a su parroquia tomada como rehén (los niños que había bautizado, los novios que había casado, los ancianos a los que había prometido la extremaunción) debía de bastar para sumirlo en la desesperación, para hacer que se desesperara por completo incluso un hombre con tanta fuerza interior y tan consagrado a Dios como el padre Jacques. Por él habían permanecido los demás rehenes en Qariatain en lugar de huir de Siria como tantos otros cristianos. No cabe duda de que el pa- dre Jacques pensaría que era por su culpa; pero Dios, lo sé, lo juzgará de otro modo.

¿Hay esperanza? Sí, hay esperanza, siempre hay esperanza. Ya había escrito este discurso cuando, hace cinco días, el martes, recibí la noticia: el padre Jacques Mourad está libre. Los habitantes de la ciudad de Qariatain lograron liberarlo de su cárcel. Lo disfrazaron y lo sacaron del territorio controlado por el Estado Islámico con la ayuda de algunos beduinos. Ahora se ha reunido con sus hermanos y hermanas de la comunidad de Mar Musa. Al parecer, muchas per­sonas participaron en la operación de rescate, todas ellas musulmanas, y todas y cada una de ellas arriesgaron su vida por un sacerdote cristiano. El amor ha prevalecido por encima de las fronteras de las religiones, las etnicidades y las culturas. De todos modos, por estupenda que sea esta noticia –por maravillosa, en el sentido literal de la palabra –, nuestra preocupación oscurece nuestra alegría, y sobre todo nuestra preocupación por el propio padre Jacques. En realidad, es probable que la vida de los doscientos cristianos de Qariatain corra más peligro que antes de su liberación. Y seguimos sin rastro de su maestro, el padre Paolo, el fundador de la comunidad cristiana que ama el islam. Hay esperanza hasta el último suspiro.

El ganador de un Premio de la Paz no debería hacer un llamamiento en favor de la guerra. Pero puede hacer un llamamiento en favor de la oración. Señoras y señores, quisiera hacer una petición poco habitual, aunque no sea en verdad tan poco habitual en una iglesia. Me gustaría que se abstuvieran de aplaudir al final de mi discurso y que, en vez de eso, rezaran por el padre Paolo y los doscientos cristianos de Qariatain secuestrados, por los niños bautizados por el padre Jacques, por los novios que casó, por los ancianos a los que prometió la extremaunción. Y, si no son creyentes, que sus deseos estén con quienes han sido secuestrados, y con el padre Jacques, que debe enfrentarse al hecho de que sólo él ha sido liberado. Porque ¿qué son las oraciones si no deseos dirigidos a Dios? Creo en los deseos y creo que tienen un efecto sobre nuestro mundo, con o sin Dios. Sin deseos, la humanidad nunca habría colocado una sobre otra las piedras que luego tan a la ligera destruye en las guerras. Y por eso les pido, señoras y señores, que recen por Jacques Mourad, que recen por Paolo Dall’Oglio, que recen por los cristianos de Qariatain secuestrados, que recen o que deseen la liberación de todos los rehenes y la libertad de Siria e Iraq. Les pido que se levanten para responder a los espantosos vídeos de los terroristas con la imagen de nuestra fraternidad.

Muchas gracias”.

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Traducción: Juan Gabriel López Guix

 

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