Quienes no quieran ser cómplices de crueldad deben, al menos, leer este artículo.
Rara vez en mi vida me he sentido tan identificado con un texto como este que aquí transcribo.
Desde mis años de estudiante he pensado y sostenido por escrito que las cárceles actuales, también las de occidente, son equiparables a las galeras del mundo antiguo. ¿Por que tanta crueldad inútil?. ¡Vergüenza de nuestra justicia pero, sobre todo, vergüenza de nuestra sociedad, que la alimenta! Crueldad, crueldad, crueldad, crueldad, crueldad.......
Contra la prisión permanente revisable
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ENRIQUE GIMBERNAT
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El MUNDO 29 JUN.
2018 02:08
Para acudir únicamente a los países de
nuestro entorno: ni Noruega, ni Portugal, ni Croacia, ni Serbia contemplan en
sus leyes la pena de prisión perpetua.
Ciertamente que en otras naciones
europeas la prisión perpetua figura en su catálogo de penas. Pero el plazo que
tiene que transcurrir para que se revise esa pena y el recluso pueda alcanzar
la libertad condicional es: de siete años en Irlanda; de 10 años en Suecia y
Suiza; de 12 en Chipre, Dinamarca y Finlandia; de 15 en Austria, Alemania,
Bélgica, Liechtenstein, Luxemburgo y Macedonia; de 18 en Francia; y de 20 en
Bulgaria, Grecia, Hungría, República Checa y Rumanía. En España la revisión de
la prisión permanente se ha fijado, según la gravedad del delito cometido, en
25 o, en su caso, en 35 años. Hasta 2015 la pena máxima, introducida en nuestro
Código Penal (CP) en 2003, era la de 40 años de cumplimiento efectivo, pena que
ahora se ha visto superada en su severidad, en una escalada imparable, por la
pena de prisión permanente revisable creada en virtud de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo.
El número de personas privadas de
libertad por cada 100.000 habitantes es: de 53 en los Países Bajos y en Suecia;
de 55 en Finlandia; de 58 en Dinamarca; de 74 en Noruega; de 78 en Alemania; de
80 en Irlanda; de 83 en Suiza; de 89 en Grecia; de 90 en Italia; de 93 en
Austria; de 98 en Bélgica; y de 103 en Francia. En España
el número se dispara hasta las 130 personas privadas de
libertad por cada 100.000 habitantes.
Mientras que en otros países ha
disminuido en los últimos años el número de personas privadas de libertad por
cada 100.000 habitantes (en Finlandia de 190 a 57, en los Países Bajos de 128 a
53, en Alemania de 104 a 78, en Suecia de 81 a 53, en Austria de 108 a 93),
corresponde a España el dudoso honor de haber aumentado su población
penitenciaria casi cuadruplicándola: de 38 personas privadas de libertad por
cada 100.000 habitantes en 1984 se ha pasado a 130.
La extremada dureza de nuestro CP en relación con los Estados
europeos que acabo de mencionar, podría obedecer al alto número de delitos
contra la vida que se realizan en España. Pero, afortunadamente, sucede todo lo
contrario: España es uno de los países donde menos delitos de esa naturaleza se
cometen y, en consecuencia, una de las naciones más seguras del mundo.
Así, y por ponerlo en relación con
algunos de los Estados europeos que he mencionado anteriormente, donde, o no
existe prisión permanente, o la revisión de ésta se lleva a cabo antes -o mucho
antes- de la que establece nuestro CP, el número de delitos contra la vida
(asesinatos y homicidios dolosos) que se registran por cada 100.000 habitantes
es: de 1,7 en Grecia; de 1,6 en Finlandia y Bélgica; de 1,4 en Macedonia; de
1,3 en Hungría; de 1,2 en Croacia y Portugal; de 1,0 en la República Checa y en
Francia; de 0,9 en Austria y en los Países Bajos. España, con 0,8 de delitos
dolosos contra la vida cometidos por cada 100.000 habitantes ocupa
prácticamente -junto con Dinamarca, Luxemburgo y Alemania- el último lugar del
mundo por lo que se refiere a las posibilidades de que una persona pierda la
vida a consecuencia de un ataque intencional contra su persona.
Cuando se alega en España, a favor de la
prisión permanente revisable o de la brutal pena de 40 años de prisión efectiva, que ello es necesario para
satisfacer los fines de prevención general (con la amenaza de penas
prácticamente ilimitadas se cometerían menos delitos), se están formulando
afirmaciones que, simplemente, no son ciertas.
Mediante la prevención general se confía
en que, por el miedo al castigo, los ciudadanos se abstengan de cometer
delitos; ciertamente que esta función nunca se satisface plenamente, porque en
todas las sociedades, a pesar de estas amenazas, se cometen delitos. Pero que
ese miedo al castigo consigue disminuir, en gran medida, la comisión de hechos
delictivos es algo empíricamente comprobable, en cuanto que, siempre que, de
alguna manera, se produce un vacío del poder punitivo estatal, por ejemplo, con
ocasión de grandes catástrofes como terremotos o graves inundaciones, o a
consecuencia de huelgas generales de la policía, aumenta espectacularmente
-mediante actos de pillaje contra la propiedad y de ataques contra las
personas- la comisión de actos delictivos por parte de muchas personas que,
hasta entonces, nunca habían actuado al margen de la ley penal, lo que
encuentra su explicación en que la función de prevención
general ha quedado transitoriamente suspendida, porque también ha
quedado suspendida, total o parcialmente, la actividad policial encargada de la
persecución de delitos, y, con ello, también el miedo a tener que responder por
los comportamientos delictivos que se cometen en esas situaciones de
emergencia.
Pero los efectos de prevención general
del Derecho penal no dependen de la mayor o menor gravedad de las penas, sino
de que éstas vayan a aplicarse efectivamente. Y así, y por lo que se refiere a
la mayor pena imaginable: la de muerte, las estadísticas demuestran que esta
sanción para nada influye en la prevención general. Unos pocos ejemplos entre
los numerosísimos: los delitos de violación disminuyeron en Canadá a raíz de la
supresión de la pena de muerte prevista para tales hechos; en Inglaterra no
aumentó la comisión de aquellos delitos que, en 1957, dejaron de ser castigados
con la pena capital; y lo mismo se observó en Yugoslavia a partir de 1950. Los
resultados estadísticos de Alemania, Austria, EEUU (en los Estados federados
donde se ha abolido la pena de muerte), Finlandia, Noruega y Suecia señalan,
asimismo, el nulo influjo preventivo-general de esa máxima pena. Y en relación
específica con la prisión perpetua, en Noruega, cuando se suprimió la prisión
perpetua, los delitos que hasta entonces estaban castigados con esa pena, no
solamente no aumentaron, sino que disminuyeron. Y es que, como sabemos ya desde
el gran Cesare Beccaria, el fundador del Derecho penal moderno,
con su libro De los delitos y las penas (1764),
"el mayor freno de los delitos no es la crueldad de las penas, sino su
infalibilidad... La certeza de un castigo, aunque éste sea moderado, surte más
efecto que el temor de otro más terrible unido a la esperanza de su impunidad o
de su incumplimiento".
Como ya he señalado, la existencia del
CP hace que, por miedo a la pena, ello suponga una inhibición para que la
generalidad de las personas no incurra en conductas delictivas que podrían
cometer si esa amenaza no existiera. Pero en toda sociedad existen personas que
delinquen, a pesar de esa amenaza de sufrir una pena, lo que obedece a que el
infractor confía en que no va a ser descubierto ni, con ello, condenado. Esto
rige también, y muy especialmente, en los delitos contra la vida, que, por lo
general, se ejecutan bajo situaciones emocionales extremas o como consecuencia
de acciones en cortocircuito. Pero incluso cuando el asesinato se lleva a cabo
fríamente, tampoco el autor piensa que va a pagar por su delito, como lo pone
de manifiesto, para acudir a un ejemplo reciente, el del niño Gabriel Cruz: la asesina confesa, Ana Julia Quezada, mató a su víctima porque ésta
suponía un "estorbo" en la relación sentimental que mantenía con el
padre del niño, relación sentimental que la autora sólo podía pensar -como
pensó- que iba a poder continuar porque confiaba en que no se iba a descubrir su
delito y porque, en consecuencia, proseguiría su vida en libertad junto a su
novio, por lo que era indiferente para impedir su asesinato que la pena
señalada a éste fuera de muchos años de prisión o -tal como sucede con la
legislación penal al tiempo de los hechos- la de prisión permanente revisable.
A pesar de todos estos argumentos
racionales y razonables, ¿cómo es posible que España, con su despiadada pena de
prisión de 40 años de cumplimiento efectivo y con su plazos de revisión de la
cadena perpetua de una extensión que no tiene equivalente en los países de la
Europa occidental, haya superado, con mucho, la extensión de las penas
privativas de libertad que podían aplicarse durante el franquismo, donde éstas,
con la pena máxima de reclusión de 30 años y la institución de la redención de
penas por el trabajo, nunca excedían -en los casos más extremos- de 20 años de
privación real de libertad? Ciertamente que también existía la pena de muerte,
pero, con la excepción de las impuestas por los tribunales militares, esa pena,
de facto, se había dejado de aplicar a los delitos comunes, ya que la última
ejecución por garrote vil se remonta al año 1959 en el que fue
ajusticiado José María Jarabo, condenado por un
cuádruple asesinato.
Son varios los factores a los que
obedece esa transformación de nuestro Código en el más despiadado de la Europa
occidental; por citar un último ejemplo, en Alemania la duración media de la
prisión perpetua es de 18 años, algo de lo que ahora se separa sideralmente
nuestro país con sus, por una parte, 40 años de cumplimiento efectivo de
prisión y, por otra, sus plazos de revisión de 25 a 35 años para la perpetua.
El primer factor es la existencia de dos
grupos de presión que han conseguido que el legislador incorporara al CP,
íntegramente, sus pretensiones punitivas.
Por lo que se refiere a las asociaciones
de víctimas del terrorismo, sus demandas fueron acogidas por la Ley Orgánica 7/2003 de reforma del Código Penal,
introduciéndose la pena de 40 años de cumplimiento efectivo. El segundo grupo
de presión está encabezado por padres de víctimas de 18 o menos años de edad
(casos Marta del Castillo, Diana Quer, entre
otros) que han conseguido hacerse oír hasta lograr que se introdujera en el CP,
en 2015, la pena de prisión permanente revisable para, entre otros, los mismos
terribles delitos de los que habían sido objeto sus hijas.
Pero todas esas movilizaciones de esos
grupos de presión no habrían sido suficientes para introducir esas extremas
reformas penológicas en el CP, si no se hubieran visto espectacularmente
reflejadas -y apoyadas- en los medios de comunicación. Para referirme a un solo
ejemplo: el caso del niño Gabriel Cruz acaparó todas las noticias, comentarios
y tertulias, desde su desaparición, el 27 de febrero del presente año; y, al
día siguiente de que se encontrase su cadáver y de que fuera detenida su
asesina confesa, en sus ediciones de 12 de marzo, los cuatro periódicos
españoles de difusión nacional dieron la noticia a cinco columnas, dos de ellos
ocupando todas sus portadas, algo que, como señaló mi amigo Manuel Hidalgo, en otros tiempos sólo habría suscitado
semejante atención por parte del semanario El Caso. Para
comparar este despliegue con el que habría tenido lugar en un país que conozco
muy bien, Alemania, porque he vivido en él varios años, la noticia de un
asesinato de esas características sólo habría tenido un alarde tipográfico
parecido en el amarillista Bild Zeitung,
habiendo quedado relegado en los periódicos no sensacionalistas -Frankfurter Allgemeine, Süddeutsche
Zeitung, Die Welt- a páginas
interiores o, como mucho, a una columna en sus portadas.
Pero, con todos mis respetos para esos
grupos de presión, de los que yo, tal vez, formaría parte si el destino me
hubiera golpeado con una tragedia semejante a la que ellos han padecido, hay
que decir que no son los más indicados para dictar las reformas penológicas que
deben introducirse en el CP. Porque, como ha señalado, con razón, el antiguo
presidente de una de las Salas de lo Penal del Tribunal Supremo alemán, Thomas Fischer, esas personas no son neutrales y si
fueran jueces de los asesinos de sus hijas tendrían que abstenerse de formar
parte del tribunal por tener un interés directo en la causa.
Cuando por parte de miembros de esas
asociaciones se escapa el eslogan: "que se pudran en la cárcel", esa
formulación es tan comprensible como incompatible con nuestra Constitución
(CE), ya que, por muy horrible que sea el delito que ha cometido, el autor
tiene intactos sus derechos a la integridad física y moral y a no ser sometido
a penas o tratos inhumanos y degradantes (art. 15 CE), a la dignidad de la
persona y al libre desarrollo de su personalidad (art. 10.1 CE), así como,
específicamente para los condenados, a que las penas privativas de libertad
estén orientadas hacia la reeducación y reinserción social (art. 25.2 CE).
Además de la sentencia del Tribunal
Constitucional alemán (TCA) de 21 de junio de 1977, que obligó al legislador
germano a fijar, en los casos de prisión perpetua, un plazo transcurrido el
cual el recluso podía alcanzar la libertad condicional, plazo que, finalmente,
se fijó en 15 años, dicha sentencia, así como alguna otra, como la de 8 de
noviembre de 2006, han fundamentado, con argumentos constitucionales, la razón
del establecimiento de ese plazo, así como el modo en que paliar, en lo
posible, los efectos negativos de, en general, las penas largas de privación de
libertad. El TCA opera en su motivación, primordialmente, con el derecho
inviolable de toda persona -también de los condenados- a su dignidad, así como
con las obligaciones que derivan de una nación constituida en un Estado social de Derecho. De acuerdo con ello la revisión
preceptiva de la prisión perpetua, así como las condiciones de la ejecución de
la pena, las deriva el TCA de la obligación del Estado de
"contrarrestar" los efectos dañinos de las penas de larga duración,
que pueden llevar a modificaciones deformadoras de la personalidad, tanto en el
aspecto somático como en el espiritual y psiquiátrico, lo que estaría en contradicción
con la inviolabilidad de la dignidad de la persona.
En el mismo sentido se han pronunciado
las Recomendaciones (2003) 23 y (2006) 2 del Consejo de Ministros de la Unión
Europea en relación a la prisión perpetua y a otras penas de larga duración en
el sentido de que el tratamiento penitenciario de esos reclusos debe estar
orientado a contrarrestar los efectos negativos y orientado a reinsertarlos con
éxito en la sociedad, debiendo "[ajustarse] la vida en prisión lo máximo
posible a los aspectos positivos de la vida en el exterior".
Dentro de esta conexión, el TCA pone
como ejemplos de cómo "contrarrestar" tales efectos perjudiciales,
que a los penados con reclusión perpetua les puedan ser concedidos permisos de
salida así como el régimen abierto.
Además de que, de acuerdo con los
estudios empíricos sobre la materia, penas inamovibles de 25, 35 o
40 años producen daños irreversibles en el soma y en la psique de los reclusos,
para acabar de arreglarlo la práctica penitenciaria española con los
responsables de los delitos más graves es la de mantenerlos durante todo el
tiempo de su condena en primer grado de clasificación penitenciaria, es decir:
en un régimen que durante todos los años de su interminable condena les
mantiene en una celda aislada en la que permanecen encerrados, sin salidas al
patio, al menos 21 horas diarias, sometidos a cacheos diarios, sin permiso
alguno de salida, sin contacto con otros presos y desayunando, comiendo y
cenando entre barrotes. En esta situación de régimen cerrado se encuentran, según
informa El País de 21 de marzo de 2018, el 88% de los 243 presos de ETA y, de
acuerdo con una noticia del mismo periódico de 18 de marzo de este año, desde
hace casi 15 años, Tony Alexander King,
el asesino de Sonia Carabantes y de Rocío Wanninkhof, clasificación de régimen cerrado que
es el que, lógicamente y en el futuro, también se les aplicará a los condenados
a 40 años de prisión efectiva y de prisión permanente revisable. Un
encarcelamiento en estas condiciones, que sólo puede tener como consecuencia el
aniquilamiento físico y moral del recluso, es impropio de un Estado social de Derecho, atenta contra la dignidad
humana, el fin resocializador de las penas y la prohibición de tratos
inhumanos, y hace todo lo contrario de lo que prescriben las recomendaciones
del Consejo de Ministros europeo.
Asumiendo íntegramente las reclamaciones
de las asociaciones de víctimas del terrorismo, el CP exige ahora, para que los
etarras condenados a prisión permanente revisable puedan acceder a la libertad
condicional, que cumplan con unas condiciones que no puedo por menos que
calificar de inasumibles. En primer lugar, que el condenado «haya colaborado
activamente con las autoridades... para la identificación, captura y
procesamiento de responsables de delitos terroristas», una exigencia que,
incluso éticamente, me parece discutible. Un escritor tan preocupado por
problemas morales como Graham Greene, autor
del guión de la película El tercer hombre,
plantea el dilema que se le presenta a Holly Martins (Joseph Cotten) entre prestarse a la captura de su
íntimo amigo, y traficante de penicilina adulterada, Harry Lime (Orson Welles) o, renunciado a ello, regresar a América,
decidiéndose por la primera alternativa, traición que no le perdona su novia
actual, encarnada por Alida Valli, que
antes lo había sido de Harry Lime, sin que Graham Greene tome posición sobre
cuál de las dos conductas sería la éticamente correcta. De otras exigencias,
como las del arrepentimiento del penado o la de pedir sincero perdón a las
víctimas, me he ocupado ya, críticamente, en un artículo publicado en EL MUNDO
de 24 de abril de 2015, para rechazarlas, porque para un Derecho penal no
moralizante lo único decisivo no debe ser que el condenado se convierta en un
policía y experimente sentimientos que no está en su mano poder controlar, sino
únicamente que tenga un pronóstico favorable de que no va a volver a delinquir,
criterio de no-peligrosidad que es, según el TCA, el único que debe decidir si
el delincuente debe quedar o no en libertad.
Rechazando -como rechazo- la pena de
prisión permanente revisable, y que se ejecuta en España de una manera tan
distinta a como se hace en los países de nuestro entorno, no obstante, y
naturalmente, yo también comparto la preocupación de que hay que proteger a la
sociedad de delincuentes peligrosos condenados ante la eventualidad de que, una
vez en libertad, vuelvan a cometer los mismos delitos; pero esa peligrosidad no
se debe combatir con penas, sino con medidas de seguridad. Como la pena tiene
un carácter aflictivo -por eso se cumple en un establecimiento penitenciario-,
y se impone para retribuir el mal hecho en el pasado, no se entiende por qué,
entre dos violadores, puede liberarse al no-peligroso, mientras que debe seguir
en prisión otro que ha cometido el mismo delito, pero en el que concurre un
riesgo de reiteración; porque si el primer delincuente no peligroso ha saldado
ya su deuda con la sociedad, al cabo de unos determinados años de privación de
libertad, por los mismos motivos, y porque el delito ha sido el mismo, debería
considerarse que el segundo delincuente ha saldado también esa cuenta.
Ciertamente que este último sigue siendo peligroso y que, potencialmente, puede
incurrir en futuros delitos; pero ni es responsable de su peligrosidad -porque
no la puede evitar: ¡qué más querría él!- ni debe pagar con la permanencia en
prisión por delitos que sólo hipotéticamente pudiera cometer, pero que, de
hecho, no ha cometido. Esa peligrosidad no debe combatirse prolongando la pena
de prisión, que sólo debe imponerse por los hechos pasados: esa peligrosidad se combate, no con la prisión, sino con medidas
de seguridad de carácter no aflictivo como las de internamiento en un centro no
penitenciario o, en los casos en que ello sea suficiente, con
otras de carácter ambulatorio.
Mi rechazo de la prisión permanente
revisable se basa en que es inútil desde un punto de vista de prevención
general, en que, desde el de la prevención especial, ciertamente que hay que
-una vez cumplida su condena- proteger a la sociedad de delincuentes
peligrosos, pero no con la prolongación de la pena de prisión, sino con medidas
de seguridad, y, finalmente, en que las penas largas privativas de libertad
causan daños irreparables a aquellos a los que se les aplican, vulnerándose,
así, derechos fundamentales de los que también son titulares los
delincuentes condenados.
Muchas gracias por su atención,
especialmente a los que me la han prestado, a pesar de no estar de acuerdo con
mis opiniones.
Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho penal de
la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Su último libro El Derecho penal en el mundo(Aranzadi 2018)
contiene, entre otros trabajos, la mayoría de los artículos que ha publicado en
este periódico durante los últimos años.
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Elmundo.es ENRIQUE GIMBERNAT (copiado el
29/06/2018)
Para acudir únicamente a los países de nuestro entorno: ni
Noruega, ni Portugal, ni Croacia, ni Serbia contemplan en sus leyes la pena de
prisión perpetua.
Ciertamente que en otras naciones europeas la prisión
perpetua figura en su catálogo de penas. Pero el plazo que tiene que
transcurrir para que se revise esa pena y el recluso pueda alcanzar la libertad
condicional es: de siete años en Irlanda; de 10 años en Suecia y Suiza; de 12
en Chipre, Dinamarca y Finlandia; de 15 en Austria, Alemania, Bélgica,
Liechtenstein, Luxemburgo y Macedonia; de 18 en Francia; y de 20 en Bulgaria,
Grecia, Hungría, República Checa y Rumanía. En España la revisión de la prisión
permanente se ha fijado, según la gravedad del delito cometido, en 25 o, en su
caso, en 35 años. Hasta 2015 la pena máxima, introducida en nuestro Código
Penal (CP) en 2003, era la de 40 años de cumplimiento efectivo, pena que ahora
se ha visto superada en su severidad, en una escalada imparable, por la pena de
prisión permanente revisable creada en virtud de la Ley
Orgánica 1/2015, de 30 de marzo.
El número de personas privadas de libertad por cada 100.000
habitantes es: de 53 en los Países Bajos y en Suecia; de 55 en Finlandia; de 58
en Dinamarca; de 74 en Noruega; de 78 en Alemania; de 80 en Irlanda; de 83 en
Suiza; de 89 en Grecia; de 90 en Italia; de 93 en Austria; de 98 en Bélgica; y
de 103 en Francia. En España el número se dispara hasta las
130 personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes.
Mientras que en otros países ha disminuido en los últimos
años el número de personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes (en
Finlandia de 190 a 57, en los Países Bajos de 128 a 53, en Alemania de 104 a
78, en Suecia de 81 a 53, en Austria de 108 a 93), corresponde a España el
dudoso honor de haber aumentado su población penitenciaria casi
cuadruplicándola: de 38 personas privadas de libertad por cada 100.000
habitantes en 1984 se ha pasado a 130.
La extremada dureza de nuestro CP en
relación con los Estados europeos que acabo de mencionar, podría obedecer al
alto número de delitos contra la vida que se realizan en España. Pero,
afortunadamente, sucede todo lo contrario: España es uno de los países donde
menos delitos de esa naturaleza se cometen y, en consecuencia, una de las
naciones más seguras del mundo.
Así, y por ponerlo en relación con algunos de los Estados
europeos que he mencionado anteriormente, donde, o no existe prisión
permanente, o la revisión de ésta se lleva a cabo antes -o mucho antes- de la
que establece nuestro CP, el número de delitos contra la vida (asesinatos y
homicidios dolosos) que se registran por cada 100.000 habitantes es: de 1,7 en
Grecia; de 1,6 en Finlandia y Bélgica; de 1,4 en Macedonia; de 1,3 en Hungría;
de 1,2 en Croacia y Portugal; de 1,0 en la República Checa y en Francia; de 0,9
en Austria y en los Países Bajos. España, con 0,8 de delitos dolosos contra la
vida cometidos por cada 100.000 habitantes ocupa prácticamente -junto con
Dinamarca, Luxemburgo y Alemania- el último lugar del mundo por lo que se
refiere a las posibilidades de que una persona pierda la vida a consecuencia de
un ataque intencional contra su persona.
Cuando se alega en España, a favor de la prisión permanente
revisable o de la brutal pena de 40 años de prisión
efectiva, que ello es necesario para satisfacer los fines de prevención
general (con la amenaza de penas prácticamente ilimitadas se cometerían menos
delitos), se están formulando afirmaciones que, simplemente, no son ciertas.
Mediante la prevención general se confía en que, por el
miedo al castigo, los ciudadanos se abstengan de cometer delitos; ciertamente
que esta función nunca se satisface plenamente, porque en todas las sociedades,
a pesar de estas amenazas, se cometen delitos. Pero que ese miedo al castigo
consigue disminuir, en gran medida, la comisión de hechos delictivos es algo
empíricamente comprobable, en cuanto que, siempre que, de alguna manera, se
produce un vacío del poder punitivo estatal, por ejemplo, con ocasión de
grandes catástrofes como terremotos o graves inundaciones, o a consecuencia de
huelgas generales de la policía, aumenta espectacularmente -mediante actos de
pillaje contra la propiedad y de ataques contra las personas- la comisión de
actos delictivos por parte de muchas personas que, hasta entonces, nunca habían
actuado al margen de la ley penal, lo que encuentra su explicación en que la
función de prevención general ha quedado transitoriamente suspendida,
porque también ha quedado suspendida, total o parcialmente, la actividad
policial encargada de la persecución de delitos, y, con ello, también el miedo
a tener que responder por los comportamientos delictivos que se cometen en esas
situaciones de emergencia.
Pero los efectos de prevención general del Derecho penal no
dependen de la mayor o menor gravedad de las penas, sino de que éstas vayan a
aplicarse efectivamente. Y así, y por lo que se refiere a la mayor pena
imaginable: la de muerte, las estadísticas demuestran que esta sanción para
nada influye en la prevención general. Unos pocos ejemplos entre los
numerosísimos: los delitos de violación disminuyeron en Canadá a raíz de la
supresión de la pena de muerte prevista para tales hechos; en Inglaterra no
aumentó la comisión de aquellos delitos que, en 1957, dejaron de ser castigados
con la pena capital; y lo mismo se observó en Yugoslavia a partir de 1950. Los
resultados estadísticos de Alemania, Austria, EEUU (en los Estados federados
donde se ha abolido la pena de muerte), Finlandia, Noruega y Suecia señalan,
asimismo, el nulo influjo preventivo-general de esa máxima pena. Y en relación
específica con la prisión perpetua, en Noruega, cuando se suprimió la prisión
perpetua, los delitos que hasta entonces estaban castigados con esa pena, no
solamente no aumentaron, sino que disminuyeron. Y es que, como sabemos ya desde
el gran Cesare Beccaria, el fundador del Derecho penal moderno,
con su libro De los delitos y las penas (1764), "el mayor freno
de los delitos no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad... La
certeza de un castigo, aunque éste sea moderado, surte más efecto que el temor
de otro más terrible unido a la esperanza de su impunidad o de su
incumplimiento".
Como ya he señalado, la existencia del CP hace que, por
miedo a la pena, ello suponga una inhibición para que la generalidad de las
personas no incurra en conductas delictivas que podrían cometer si esa amenaza
no existiera. Pero en toda sociedad existen personas que delinquen, a pesar de
esa amenaza de sufrir una pena, lo que obedece a que el infractor confía en que
no va a ser descubierto ni, con ello, condenado. Esto rige también, y muy
especialmente, en los delitos contra la vida, que, por lo general, se ejecutan
bajo situaciones emocionales extremas o como consecuencia de acciones en
cortocircuito. Pero incluso cuando el asesinato se lleva a cabo fríamente,
tampoco el autor piensa que va a pagar por su delito, como lo pone de
manifiesto, para acudir a un ejemplo reciente, el del niño Gabriel
Cruz: la asesina confesa, Ana Julia Quezada,
mató a su víctima porque ésta suponía un "estorbo" en la relación
sentimental que mantenía con el padre del niño, relación sentimental que la
autora sólo podía pensar -como pensó- que iba a poder continuar porque confiaba
en que no se iba a descubrir su delito y porque, en consecuencia, proseguiría
su vida en libertad junto a su novio, por lo que era indiferente para impedir
su asesinato que la pena señalada a éste fuera de muchos años de prisión o -tal
como sucede con la legislación penal al tiempo de los hechos- la de prisión
permanente revisable.
A pesar de todos estos argumentos racionales y razonables,
¿cómo es posible que España, con su despiadada pena de prisión de 40 años de
cumplimiento efectivo y con su plazos de revisión de la cadena perpetua de una
extensión que no tiene equivalente en los países de la Europa occidental, haya
superado, con mucho, la extensión de las penas privativas de libertad que
podían aplicarse durante el franquismo, donde éstas, con la pena máxima de
reclusión de 30 años y la institución de la redención de penas por el trabajo,
nunca excedían -en los casos más extremos- de 20 años de privación real de
libertad? Ciertamente que también existía la pena de muerte, pero, con la excepción
de las impuestas por los tribunales militares, esa pena, de facto, se había
dejado de aplicar a los delitos comunes, ya que la última ejecución por garrote
vil se remonta al año 1959 en el que fue ajusticiado José
María Jarabo, condenado por un cuádruple asesinato.
Son varios los factores a los que obedece esa transformación
de nuestro Código en el más despiadado de la Europa occidental; por citar un
último ejemplo, en Alemania la duración media de la prisión perpetua es de 18
años, algo de lo que ahora se separa sideralmente nuestro país con sus, por una
parte, 40 años de cumplimiento efectivo de prisión y, por otra, sus plazos de
revisión de 25 a 35 años para la perpetua.
El primer factor es la existencia de dos grupos de presión
que han conseguido que el legislador incorporara al CP, íntegramente, sus
pretensiones punitivas.
Por lo que se refiere a las asociaciones de víctimas del
terrorismo, sus demandas fueron acogidas por la Ley Orgánica 7/2003 de
reforma del Código Penal, introduciéndose la pena de 40 años de
cumplimiento efectivo. El segundo grupo de presión está encabezado por padres
de víctimas de 18 o menos años de edad (casos Marta del Castillo, Diana
Quer, entre otros) que han conseguido hacerse oír hasta lograr que se
introdujera en el CP, en 2015, la pena de prisión permanente revisable para,
entre otros, los mismos terribles delitos de los que habían sido objeto sus
hijas.
Pero todas esas movilizaciones de esos grupos de presión no
habrían sido suficientes para introducir esas extremas reformas penológicas en
el CP, si no se hubieran visto espectacularmente reflejadas -y apoyadas- en los
medios de comunicación. Para referirme a un solo ejemplo: el caso del niño
Gabriel Cruz acaparó todas las noticias, comentarios y tertulias, desde su
desaparición, el 27 de febrero del presente año; y, al día siguiente de que se
encontrase su cadáver y de que fuera detenida su asesina confesa, en sus
ediciones de 12 de marzo, los cuatro periódicos españoles de difusión nacional
dieron la noticia a cinco columnas, dos de ellos ocupando todas sus portadas,
algo que, como señaló mi amigo Manuel Hidalgo, en otros tiempos
sólo habría suscitado semejante atención por parte del semanario El Caso.
Para comparar este despliegue con el que habría tenido lugar en un país que
conozco muy bien, Alemania, porque he vivido en él varios años, la noticia de
un asesinato de esas características sólo habría tenido un alarde tipográfico
parecido en el amarillista Bild Zeitung, habiendo quedado relegado en los
periódicos no sensacionalistas -Frankfurter Allgemeine, Süddeutsche
Zeitung, Die Welt- a páginas interiores o, como mucho, a una columna en
sus portadas.
Pero, con todos mis respetos para esos grupos de presión, de
los que yo, tal vez, formaría parte si el destino me hubiera golpeado con una
tragedia semejante a la que ellos han padecido, hay que decir que no son los
más indicados para dictar las reformas penológicas que deben introducirse en el
CP. Porque, como ha señalado, con razón, el antiguo presidente de una de las
Salas de lo Penal del Tribunal Supremo alemán, Thomas Fischer,
esas personas no son neutrales y si fueran jueces de los asesinos de sus hijas
tendrían que abstenerse de formar parte del tribunal por tener un interés
directo en la causa.
Cuando por parte de miembros de esas asociaciones se escapa
el eslogan: "que se pudran en la cárcel", esa formulación es tan
comprensible como incompatible con nuestra Constitución (CE), ya que, por muy
horrible que sea el delito que ha cometido, el autor tiene intactos sus derechos
a la integridad física y moral y a no ser sometido a penas o tratos inhumanos y
degradantes (art. 15 CE), a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de
su personalidad (art. 10.1 CE), así como, específicamente para los condenados,
a que las penas privativas de libertad estén orientadas hacia la reeducación y
reinserción social (art. 25.2 CE).
Además de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán
(TCA) de 21 de junio de 1977, que obligó al legislador germano a fijar, en los
casos de prisión perpetua, un plazo transcurrido el cual el recluso podía
alcanzar la libertad condicional, plazo que, finalmente, se fijó en 15 años,
dicha sentencia, así como alguna otra, como la de 8 de noviembre de 2006, han
fundamentado, con argumentos constitucionales, la razón del establecimiento de
ese plazo, así como el modo en que paliar, en lo posible, los efectos negativos
de, en general, las penas largas de privación de libertad. El TCA opera en su
motivación, primordialmente, con el derecho inviolable de toda persona -también
de los condenados- a su dignidad, así como con las obligaciones que derivan de
una nación constituida en un Estado social de Derecho. De acuerdo con
ello la revisión preceptiva de la prisión perpetua, así como las condiciones de
la ejecución de la pena, las deriva el TCA de la obligación del Estado de
"contrarrestar" los efectos dañinos de las penas de larga duración,
que pueden llevar a modificaciones deformadoras de la personalidad, tanto en el
aspecto somático como en el espiritual y psiquiátrico, lo que estaría en
contradicción con la inviolabilidad de la dignidad de la persona.
En el mismo sentido se han pronunciado las Recomendaciones
(2003) 23 y (2006) 2 del Consejo de Ministros de la Unión Europea en relación a
la prisión perpetua y a otras penas de larga duración en el sentido de que el
tratamiento penitenciario de esos reclusos debe estar orientado a contrarrestar
los efectos negativos y orientado a reinsertarlos con éxito en la sociedad,
debiendo "[ajustarse] la vida en prisión lo máximo posible a los aspectos
positivos de la vida en el exterior".
Dentro de esta conexión, el TCA pone como ejemplos de cómo
"contrarrestar" tales efectos perjudiciales, que a los penados con
reclusión perpetua les puedan ser concedidos permisos de salida así como el
régimen abierto.
Además de que, de acuerdo con los estudios empíricos sobre
la materia, penas inamovibles de 25, 35 o 40 años
producen daños irreversibles en el soma y en la psique de los reclusos,
para acabar de arreglarlo la práctica penitenciaria española con los
responsables de los delitos más graves es la de mantenerlos durante todo el
tiempo de su condena en primer grado de clasificación penitenciaria, es decir:
en un régimen que durante todos los años de su interminable condena les mantiene
en una celda aislada en la que permanecen encerrados, sin salidas al patio, al
menos 21 horas diarias, sometidos a cacheos diarios, sin permiso alguno de
salida, sin contacto con otros presos y desayunando, comiendo y cenando entre
barrotes. En esta situación de régimen cerrado se encuentran, según informa El
País de 21 de marzo de 2018, el 88% de los 243 presos de ETA y, de acuerdo con
una noticia del mismo periódico de 18 de marzo de este año, desde hace casi 15
años, Tony Alexander King, el asesino de Sonia
Carabantes y de Rocío Wanninkhof, clasificación de
régimen cerrado que es el que, lógicamente y en el futuro, también se les
aplicará a los condenados a 40 años de prisión efectiva y de prisión permanente
revisable. Un encarcelamiento en estas condiciones, que sólo puede tener como
consecuencia el aniquilamiento físico y moral del recluso, es impropio de un
Estado social de Derecho, atenta contra la dignidad humana, el fin
resocializador de las penas y la prohibición de tratos inhumanos, y hace todo
lo contrario de lo que prescriben las recomendaciones del Consejo de Ministros
europeo.
Asumiendo íntegramente las reclamaciones de las asociaciones
de víctimas del terrorismo, el CP exige ahora, para que los etarras condenados
a prisión permanente revisable puedan acceder a la libertad condicional, que
cumplan con unas condiciones que no puedo por menos que calificar de
inasumibles. En primer lugar, que el condenado «haya colaborado activamente con
las autoridades... para la identificación, captura y procesamiento de
responsables de delitos terroristas», una exigencia que, incluso éticamente, me
parece discutible. Un escritor tan preocupado por problemas morales como Graham
Greene, autor del guión de la película El tercer hombre, plantea el
dilema que se le presenta a Holly Martins (Joseph Cotten)
entre prestarse a la captura de su íntimo amigo, y traficante de penicilina
adulterada, Harry Lime (Orson Welles) o, renunciado a
ello, regresar a América, decidiéndose por la primera alternativa, traición que
no le perdona su novia actual, encarnada por Alida Valli, que
antes lo había sido de Harry Lime, sin que Graham Greene tome posición sobre
cuál de las dos conductas sería la éticamente correcta. De otras exigencias,
como las del arrepentimiento del penado o la de pedir sincero perdón a las
víctimas, me he ocupado ya, críticamente, en un artículo publicado en EL MUNDO
de 24 de abril de 2015, para rechazarlas, porque para un Derecho penal no
moralizante lo único decisivo no debe ser que el condenado se convierta en un
policía y experimente sentimientos que no está en su mano poder controlar, sino
únicamente que tenga un pronóstico favorable de que no va a volver a delinquir,
criterio de no-peligrosidad que es, según el TCA, el único que debe decidir si
el delincuente debe quedar o no en libertad.
Rechazando -como rechazo- la pena de prisión permanente
revisable, y que se ejecuta en España de una manera tan distinta a como se hace
en los países de nuestro entorno, no obstante, y naturalmente, yo también
comparto la preocupación de que hay que proteger a la sociedad de delincuentes
peligrosos condenados ante la eventualidad de que, una vez en libertad, vuelvan
a cometer los mismos delitos; pero esa peligrosidad no se debe combatir con
penas, sino con medidas de seguridad. Como la pena tiene un carácter aflictivo
-por eso se cumple en un establecimiento penitenciario-, y se impone para
retribuir el mal hecho en el pasado, no se entiende por qué, entre dos
violadores, puede liberarse al no-peligroso, mientras que debe seguir en
prisión otro que ha cometido el mismo delito, pero en el que concurre un riesgo
de reiteración; porque si el primer delincuente no peligroso ha saldado ya su
deuda con la sociedad, al cabo de unos determinados años de privación de
libertad, por los mismos motivos, y porque el delito ha sido el mismo, debería
considerarse que el segundo delincuente ha saldado también esa cuenta.
Ciertamente que este último sigue siendo peligroso y que, potencialmente, puede
incurrir en futuros delitos; pero ni es responsable de su peligrosidad -porque
no la puede evitar: ¡qué más querría él!- ni debe pagar con la permanencia en
prisión por delitos que sólo hipotéticamente pudiera cometer, pero que, de
hecho, no ha cometido. Esa peligrosidad no debe combatirse prolongando la pena
de prisión, que sólo debe imponerse por los hechos pasados: esa
peligrosidad se combate, no con la prisión, sino con medidas de seguridad de
carácter no aflictivo como las de internamiento en un centro no penitenciario o,
en los casos en que ello sea suficiente, con otras de carácter ambulatorio.
Mi rechazo de la prisión permanente revisable se basa en que
es inútil desde un punto de vista de prevención general, en que, desde el de la
prevención especial, ciertamente que hay que -una vez cumplida su condena-
proteger a la sociedad de delincuentes peligrosos, pero no con la prolongación
de la pena de prisión, sino con medidas de seguridad, y, finalmente, en que las
penas largas privativas de libertad causan daños irreparables a aquellos a los
que se les aplican, vulnerándose, así, derechos fundamentales
de los que también son titulares los delincuentes condenados.
Muchas gracias por su atención, especialmente a los que me
la han prestado, a pesar de no estar de acuerdo con mis opiniones.
Enrique Gimbernat es
catedrático de Derecho penal de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL
MUNDO. Su último libro El Derecho penal en el mundo(Aranzadi 2018)
contiene, entre otros trabajos, la mayoría de los artículos que ha publicado en
este periódico durante los últimos años.
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