domingo, 26 de marzo de 2017

El reconocimiento de los jóvenes

El reconocimiento de los jóvenes


Al inicio de mi intervención en la XXXII Jornada Diocesana de Enseñanza en Madrid, en la que se reflexionó sobre la construcción de la Casa Común, centrada en mi caso, como se me sugirió, en los jóvenes su sociedad y su contexto, hablé sobre la necesidad del reconocimiento de los jóvenes en su unidad y diversidad. Abordo mis trabajos de sociología juvenil desde tres ideas clave: no hay juventud sino jóvenes, (de ahí mi empeño en elaborar tipologías de jóvenes); que los jóvenes son como son según la sociedad y contexto en el que vayan creciendo (así es falaz comparar la juventud española actual, con la de, digamos, hace 40 años, sin, al mismo tiempo, comparar la sociedad española actual con la hace 40 años) y, en tercer y fundamental lugar, determinar cuáles son los agentes socializadores prioritarios en cada momento y lugar, así como su evolución: familia, escuela, grupos de amigos, medios de comunicación, confesiones religiosas, etc., etc.

En este tercer aspecto no debemos olvidar que vivimos en la era Internet. Esto supone que nos podemos comunicar con quién queramos (que esté conectado a la Red). Lo que comunicamos básicamente es información, pero comunicar información, aun siendo importante, no es lo más importante. Lo más importante es comprender al otro en su singularidad. Comprender al otro exige una serie de actitudes y de conocimientos. La actitud es la de reconocer al otro como otro, saber que el otro es diferente a mí y al mismo tiempo es igual que yo, que los dos formamos parte de la misma especie humana. Supone una actitud de escucha de lo que el otro dice, pero no para replicarle sino para entender porque dice lo que está diciendo. Esto último exige, prácticamente siempre, un cierto nivel de conocimiento: conocimiento de la historia de ese otro, o esos otros cuando hablamos de colectivos de personas. Exige saber cuál es su historia, sus creencias, sus religiones, sus planteamientos vitales, su gastronomía, la forma como entre ellos se entiende la relación en pareja, en la familia, la gobernanza etc., etc. En definitiva, el reconocimiento del otro, o de los otros como colectivo, exige una actitud de escucha comprehensiva de sus palabras y un conocimiento de su singular particularidad. El pensamiento binario del yo y los otros, la idea sartriana de que “el infierno son los otros”, lo impide. No se puede construir una Casa Común sobre la base de los “míos” y los “otros”, “nosotros” y “ellos”.

El filósofo canadiense Charles Taylor, a quien sigo en estas líneas, dice que “el problema clave en la relación con los otros es el reconocimiento. Todo ser humano tiene una necesidad fundamental de ser reconocido”. Es una necesidad primaria que se encuentra tanto en los problemas de los chavales de las chabolas, como en los adinerados que viven esclavos del dinero y de la moda, por dar un par de ejemplos. Es fundamental, en cada momento histórico, en cada cultura, luego también aquí y ahora, detectar donde se sitúan, quienes son, particularmente desde una óptica cristiana, los descartados, por utilizar un término caro al papa Francisco. Es una labor fundamental de discernimiento que exige ojos limpios y unos planteamientos de fondo muy claros. Empezando por planteamientos antropológicos básicos.

Todos los seres humanos somos semejantes desde el punto de vista genético, anatómico, fisiológico, cerebral, afectivo, y todos somos al mismo tiempo diferentes. Ningún individuo es igual a otro, cada uno tiene sus humores, su carácter, su cabeza, sus ojos… Pero no solamente hay diferencias entre los individuos. La cultura nunca ha existido en tanto que LA cultura. Las culturas son todas diferentes, los idiomas, las músicas son todas diferentes. Luego la unidad humana produce diversidad. Lo que es algo vital. En consecuencia, el tesoro de la unidad es la diversidad, pero el tesoro de la diversidad es la unidad. Si olvidamos la unidad humana nos encerramos en nosotros mismos y es el universalismo el que sufre. Esto sería letal para una confesión religiosa como la católica. No cabe hablar de la Iglesia española, francesa, alemana etc., sino de la Iglesia Católica en España, en Francia, etc. Pero si se olvida la diversidad humana entonces caemos en una abstracción ciega, fuente de opresión del más poderoso. Ya Maritain, en la segunda década del siglo pasado, lanzaba la alerta de no confundir la universalidad de la Iglesia con lo que denominaba como la latinidad.

En este orden de cosas, me gusta recordar el esfuerzo del Padre Arrupe, que nos recibe en el nuevo puente de la Universidad de Deusto, con su empeño en la aculturación de la fe en las diferentes sociedades donde se inserta la confesión católica. Esto vale también para los jóvenes y para los mayores, para todos. Pienso que debe ser resaltado, como necesidad fundamental del reconocimiento del “otro”, en la construcción de la Casa Común. Todos somos iguales y todos diferentes. Personal y colectivamente hablando. Es en esta dialéctica en la que debemos construir la Casa Común. Los católicos ya vivimos esta dialéctica entre la Iglesia Universal y las Iglesias particulares. E, incluso en el interior, tanto de la Iglesia Universal como en la de la inmensa mayoría de las iglesias particulares. En el actual mundo pluralista, esta es una de nuestras riquezas: la unidad en la diversidad.


Publicado en “Alfa y Omega” el 9 de marzo de 2017

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