El reconocimiento de los jóvenes
Al inicio de mi intervención en la XXXII Jornada Diocesana
de Enseñanza en Madrid, en la que se reflexionó sobre la construcción de la
Casa Común, centrada en mi caso, como se me sugirió, en los jóvenes su sociedad
y su contexto, hablé sobre la necesidad del reconocimiento de los jóvenes en su
unidad y diversidad. Abordo mis trabajos de sociología juvenil desde tres ideas
clave: no hay juventud sino jóvenes, (de ahí mi empeño en elaborar tipologías
de jóvenes); que los jóvenes son como son según la sociedad y contexto en el
que vayan creciendo (así es falaz comparar la juventud española actual, con la
de, digamos, hace 40 años, sin, al mismo tiempo, comparar la sociedad española
actual con la hace 40 años) y, en tercer y fundamental lugar, determinar cuáles
son los agentes socializadores prioritarios en cada momento y lugar, así como
su evolución: familia, escuela, grupos de amigos, medios de comunicación,
confesiones religiosas, etc., etc.
El filósofo canadiense Charles Taylor, a quien sigo en estas
líneas, dice que “el problema clave en la relación con los otros es el
reconocimiento. Todo ser humano tiene una necesidad fundamental de ser
reconocido”. Es una necesidad primaria que se encuentra tanto en los problemas
de los chavales de las chabolas, como en los adinerados que viven esclavos del
dinero y de la moda, por dar un par de ejemplos. Es fundamental, en cada
momento histórico, en cada cultura, luego también aquí y ahora, detectar donde
se sitúan, quienes son, particularmente desde una óptica cristiana, los
descartados, por utilizar un término caro al papa Francisco. Es una labor
fundamental de discernimiento que exige ojos limpios y unos planteamientos de
fondo muy claros. Empezando por planteamientos antropológicos básicos.
Todos los seres humanos somos semejantes desde el punto de
vista genético, anatómico, fisiológico, cerebral, afectivo, y todos somos al
mismo tiempo diferentes. Ningún individuo es igual a otro, cada uno tiene sus
humores, su carácter, su cabeza, sus ojos… Pero no solamente hay diferencias
entre los individuos. La cultura nunca ha existido en tanto que LA cultura. Las
culturas son todas diferentes, los idiomas, las músicas son todas diferentes.
Luego la unidad humana produce diversidad. Lo que es algo vital. En consecuencia,
el tesoro de la unidad es la diversidad, pero el tesoro de la diversidad es la
unidad. Si olvidamos la unidad humana nos encerramos en nosotros mismos y es el
universalismo el que sufre. Esto sería letal para una confesión religiosa como
la católica. No cabe hablar de la Iglesia española, francesa, alemana etc.,
sino de la Iglesia Católica en España, en Francia, etc. Pero si se olvida la
diversidad humana entonces caemos en una abstracción ciega, fuente de opresión
del más poderoso. Ya Maritain, en la segunda década del siglo pasado, lanzaba
la alerta de no confundir la universalidad de la Iglesia con lo que denominaba
como la latinidad.
En este orden de cosas, me gusta recordar el esfuerzo del
Padre Arrupe, que nos recibe en el nuevo puente de la Universidad de Deusto,
con su empeño en la aculturación de la fe en las diferentes sociedades donde se
inserta la confesión católica. Esto vale también para los jóvenes y para los
mayores, para todos. Pienso que debe ser resaltado, como necesidad fundamental
del reconocimiento del “otro”, en la construcción de la Casa Común. Todos somos
iguales y todos diferentes. Personal y colectivamente hablando. Es en esta
dialéctica en la que debemos construir la Casa Común. Los católicos ya vivimos
esta dialéctica entre la Iglesia Universal y las Iglesias particulares. E,
incluso en el interior, tanto de la Iglesia Universal como en la de la inmensa
mayoría de las iglesias particulares. En el actual mundo pluralista, esta es
una de nuestras riquezas: la unidad en la diversidad.
Publicado en “Alfa y Omega” el 9 de marzo de 2017
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