(Para la serie Disco Libros de Clásica de “El País”,
nº 29 de 2004-2005)
Esto que va a leer, amable
lector, es la historia de una pasión. De una pasión adulta, ya la adolescencia
y juventud abandonadas. Es la pasión por la música de Anton Bruckner,
descubierto, ya en la treintena, tras haber convivido con Beethoven, Bramhs,
Mozart, Haydn y coqueteado con Bach y Schubert, pero sin entenderlos. Es
difícil, aunque no diré que imposible, escuchar Bruckner siendo joven. De joven
se ama lo primario, la belleza inmediata. El primer movimiento de la 5ª de
Beethoven, el aria de 3ª Suite de Bach, el tema de la trucha de Schubert etc., “entran”
a la primera. Escuchando esas obras hemos nacido a la música el común de los
mortales. Pero los últimos cuartetos de Beethoven, el Arte de la Fuga de Bach o
el último quinteto de Schubert, por citar a los mismos autores solamente se
degustan en la madurez. Bruckner, casi todo Bruckner, pertenece a esta segunda
categoría. Si me permiten el ejemplo es la diferencia que hay entre el
arrebolamiento de un adolescente (de mi generación) por una Brigitte Bardot
frente a la parálisis que puede producir una Anouk Aimée o, claro está, Kim
Novak.
Para un bruckneriano es
imposible escuchar Bruckner como música de fondo. Bruckner exige dedicación
total, concentración absoluta. La densidad de su música es de tal calado, el
tiempo necesario para trasladar al oyente la idea musical tan prolongado, la
secuencia tan elaborada que la exigencia de atención es total. De ahí también,
las consecuencia de la escucha. Bruckner, cuando capta la atención del oyente,
le sumerge literalmente en su música. La música se introduce en lo más profundo
del oyente que acaba emocionalmente sofocado. Para un bruckneriano resulta
imposible escuchar su música leyendo un libro (lo tendría que dejar)
conduciendo un coche (tendría que detenerlo) o mantener una conversación (teniendo
que cerrar en ese caso la fuente sonora). No se sale indemne después de la
escucha de una buena interpretación de una gran sinfonía de Bruckner.
Pero no todo Bruckner es
música de segundo grado. Tiene música que impacta de entrada y cuyo final llega
siempre demasiado pronto. Recuerdo un concierto de Philippe Herrewege, en Madrid,
en el Auditorio Nacional hace años ya, con un público puesto en pie, escuchar,
en bis, el Ave María de Bruckner. O el publico de la Philarmonie de Berlin,
aplaudiendo a rabiar, también puestos de pie, hasta que el último miembro del
“Orfeón Donostiarra” abandonara la sala, tras la Tercera Misa de Bruckner, con
un Baremboim y una Filarmónica de Berlín que no se creían lo que estaban
viendo. Cuando una interpretación superlativa, de esas que según Celibidache,
solo ocurre un par de veces en cien conciertos, se encuentra con un público atento,
toda buena música, incluso la más exigente, y esta aún mas, se convierte en
música de primer grado. Los que hemos tenido la fortuna de participar alguna
vez en estos conciertos no los olvidaremos nunca. Son momentos de belleza
difícilmente explicables. Pero son raros, por desgracia.
¿Quien era Bruckner?
Bruckner da la imagen externa
de un pobre tipo, organista rural, perdido en la Viena imperial, enamoradizo de
chavalillas quinceañeras, inseguro de si mismo, influenciable hasta extremos
enfermizos, personaje cordialísimo pero malhablado cuando se enojaba. Como dice
uno de los estudiosos de su obra Bruckner era una persona “social y físicamente
inadaptada para situarse en el seno de lo que él entendía que era la elite
respetable de la sociedad”[1]. La
observación va mucho más allá que lo que puede suponer de consecuencias
psicológicas, afectivas y sociales en la vida de Bruckner. Su “fracaso social”
le hará centrarse exclusivamente en su música sí, y legarnos obras
imperecederas que con el paso de los años se hacen más imprescindibles en la
historia de los melómanos, pero hasta el final de su vida, por su inseguridad
personal, el despiadado juicio que sometían a sus obras los críticos musicales,
los directores de orquesta y, sobretodo sus propios colaboradores y discípulos
el resultado ha sido nefasto para Bruckner y…para todos nosotros. Bruckner
enfermó literalmente cuando el director Hermann Levi, a quien le envió la
partitura de su 8ª, se la devolvió con acerbas críticas. Le llevará cinco años
revisarla. Probablemente esa es la razón última de que no terminara la 9ª
sinfonía en la que estaba trabajando la misma mañana del día de su muerte, el
11 de Octubre de 1896.
Es cierto también que a esta
imagen hay contraponer la del Bruckner profesor en el Conservatorio de Viena
después en la propia universidad de Viena como “Maestro en Composición”. Tuvo
como alumnos, entre otros, a los jovencísimos Hugo Wolf y Gustav Mahler. Fue
invitado a París y Londres, pero más como improvisador al órgano que como
compositor de sinfonías que, de todas formas no vinieron mas que ya su vida muy
avanzada. Según otro biógrafo de Bruckner, “no es exagerado afirmar que la
consagración de Bruckner como compositor empezó con el estreno de Sinfonía nº
7, en Leipzig el 30 de Diciembre de 1884”[2], doce
años antes de su muerte. Triunfó primero en Leipzig, en gran parte porque
estrenó la obra, tras meticulosa preparación, Arthur Nikish, al decir de los
entendidos el primer gran director de la historia de la dirección de orquesta.
El año 1989 termina su 8ª sinfonía, dedicada al Kaiser quien le recibe
agradeciéndole la dedicatoria. A partir de ahí, Bruckner es colmado de honores.
Es nombrado miembro Honorario de la Asociación de Amigos de la Música, Doctor
Honoris Causa de la Universidad de Viena. Al fin, el 18 de diciembre de 1892,
dirigida por Hans Richter se estrena por la Filarmónica de Viena su 8ª
Sinfonía, con gran éxito de público y crítica con la excepción del crítico
Hanslick que salió ostensiblemente de la sala antes del final. Hanslinck ya se
había opuesto, infructuosamente, al nombramiento de Bruckner como Doctor
Honoris Causa en la universidad de Viena. El año 1985, un año antes de su
muerte, el Emperador pone a disposición de Bruckner una sección de la planta
baja del Palacio Belvedere de Viena, pero Bruckner, ya enfermo no acabaría su
9ª Sinfonía.
Bruckner fue un hombre solo y
solitario, buena persona, católico en lo que eso suponía ser en la Austria
profunda y ultraconservadora de la segunda mitad del siglo XIX pero, sobre
todo, músico, compositor de música. Bruckner no ha dejado mucha música escrita.
Unas escasas obras de cámara, tres misas (la tercera fuera de serie) y un Te
Deum espectacular, una docena de motetes (algunos realmente extraordinarios)
y....nueve sinfonías (aunque no falta quien diga que escribió nueve veces una
sinfonía), de las que, si bien todas, absolutamente todas, hasta las numeradas
como Cero y Doble Cero, que son como ensayos que suben a once, si se toman en
consideración, el número de sinfonías compuestas por Bruckner, todas las
sinfonías, decía, tienen algo que decir. Las numeradas entre las 3 y las 9 son
muy buenas y algunas, excepcionales. Entre ellas la 4ª que tiene el lector
entre sus manos que, junto a la séptima (exceptuado el último movimiento,
francamente flojo) es la más asequible y, quizás también, la más bella de las
sinfonías de Bruckner.
Para una primera escucha de la 4ª de Bruckner
Con Bruckner, como con toda
pasión adulta, hay que huir de voluntarismos, de esfuerzos inútiles, de
esclavitudes. Se escucha lo que a uno le gusta y se acabó. En la madurez se ha
ganado la libertad de decir, si así se siente, que la Tetralogía es un peñazo y
que el Ulises de Joyce está bien para los críticos literarios…. o ya no se será
nunca libre. Si el lector que, sin haber conocido Bruckner, hasta aquí haya
llegado, y sienta el estímulo de escuchar la 4ª Sinfonía que acompaña estas
notas, por favor, no se imponga la obligación de llegar hasta el fin. No se
diga, “voy a escuchar la obra completa.
Voy a hacer un esfuerzo de concentración.”. Menos aún se plantee la escucha
como una especie de deber moral. “Estoy ante una obra suprema del genio humano,
una obra maravillosa. Vale la pena hacer un esfuerzo porque la recompensa será
grande, etc., etc.”. Me permito sugerirle una vía de acceso que, al menos es
corta y, siempre con final feliz.
Escuche solo. Cierre la
puerta. Ajuste el volumen del amplificador de forma que los primeros acordes,
el trémolo de las cuerdas y el arranque de la trompa, se oigan claramente pero
nada mas. Luego sube mucho el volumen sonoro. Desconecte el teléfono. Relájese.
Con solo dos minutos se va hacer con el
tema central del primer movimiento. Pulse el “play”. Déjese llevar por la
música. En una célula musical muy elemental. Comienza, tras el tremolo de
cuerdas, con la trompa. Pasa a la cuerda antes de llegar al tutti de toda la
orquesta. Poco después la orquesta se va apagando, antes de dar entrada al
desarrollo del tema. Corte la música. Si no le ha gustado nada de nada déjelo
para otra ocasión o para nunca. Bébase un vaso de buen vino y a otra cosa. El
mundo no se acaba en Bruckner. Pero si el tema ha llamado su atención repita,
de inmediato, la experiencia. Siempre solo. Siempre la puerta cerrada y el
teléfono desconectado. (Piense que si hubiera ido al cine tampoco lo hubiera
oído). Al cabo de los seis minutos esta vez (6minutos y 12 segundos dura la
exposición completa del tema en la maravillosa versión que tiene en sus manos
de Hans Knappertsbusch,) si ya le basta, definitivamente corte y bébase su vaso
de buen vino. ¡Ay!, pero si le sigue gustando deje que la música continúe.
Hasta que se canse. Quizás llegue al final del primer movimiento. La coda es
impactante y el director, lo hace muy bien. Si aún tiene ganas de seguir (el
segundo movimiento tiene una melodía bellísima pero a mi siempre me angustia
pues Bruckner no sabe rematarla), ¡cuidado!, esta Usted a punto de convertirse
en un bruckneriano. El tercer movimiento es electrizante. Es una melodía
austriaca, que recuerda la caza de cuando había partidas de caza, con una
fuerza arrolladora. El último movimiento es, como en la 5ª y en la 8ª, las
grandes sinfonías de Bruckner terminadas, una especie de recopilación de todo
lo anterior…y algo más. Ese algo más es la coda final. No se sale como se entra
después de haber escuchado esas tres sinfonías con la coda que las concluye. El
crescendo de la coda de la 4ª se prolonga varios minutos. Los acordes finales,
magníficos, limpios y densos al tiempo que profundos y ligeros te dejan pegado
a la butaca, aun sin llegar a la hipnosis celibidachiana con un
"obstinato" en las cuerdas, que no se de donde se lo saca, que te
arrastra a la límpida eclosión final. Si ha llegado hasta aquí, ya ha entrado
en el mundo de los brucknerodependientes. Sí, Bruckner puede ser como una
droga. Dura.
Bruckner y la religión
Que Bruckner fue un hombre
profundamente religioso no cabe duda alguna. Comenzó y se hizo famoso como
organista en la Abadía de San Florián donde está enterrado, lugar de
peregrinación para los mitómanos brucknerianos. Los musicólogos dicen que una
de las claves para entender sus sinfonías está en la influencia de la escritura
organística. Bruckner fue un gran improvisador al órgano pero no nos ha dejado
nada escrito para ese instrumento. Dicen también los entendidos que la Misa en
fa (no se la pierdan aunque sugiero a los neófitos que no empiecen con ella
pero, si se obstinan, vayan directamente al “Benedictus”) está en la mayor parte de sus
sinfonías. Yo no llego a tanto.
Bruckner dedico su inconclusa
9ª Sinfonía al “Buen Dios”. Sus motetes son impresionantes de belleza…y
religiosidad. ¿Es preciso ser una persona religiosa, como sostuvo al final de
su vida ese gran bruckneriano, tardíamente reconocido, que fue Günter Wand,
para entender y penetrar en Bruckner?. Ciertamente para los que tenemos
sensibilidad religiosa, más si somos o pretendemos ser católicos, aunque de
tercera división, la afinidad con Bruckner es inmediata. Pero, que me perdone
Wand, no es en absoluto imprescindible ser religioso para disfrutar con
Bruckner. Mas allá del hecho evidente de que mucha gente agnóstica y no
creyente es bruckneriana, yo he llegado a pensar que la religiosidad de
Bruckner, una vez que salimos de los motetes y de las misas y nos centramos en
las sinfonías, es mas budista que propiamente católica, menos aún protestante,
sobre todo en la dimensión ascética de ambas denominaciones religiosas. La
música de Bruckner es una búsqueda de intimidad, abandono, de encuentro místico
con la plenitud, con la belleza en estado puro, esa belleza que te saca de lo
inmediato, te hace distinguir lo esencial de accesorio, esa belleza que te acerca
a la verdad de las cosas. Es lo que está detrás de las últimas versiones de
Celibidache, próximo él mismo a la mística
Zen, en esas interpretaciones que son como grandes misas panteístas en
las que el gran “Celi” oficiaba como mediador único entre la verdad y el oyente.
Bruckner más próximo de Schubert que de Wagner
Durante muchos años se ha
considerado a Bruckner un músico a la estela de Wagner, un músico wagneriano.
Bruckner tenía en gran aprecio a Wagner siendo la viceversa al menos tan cierta
pues Wagner manifestó en una ocasión que Bruckner era “el único compositor que
tiene ideas sinfónicas después de Beethoven”. Además Bruckner dedicó a Wagner
su tercera sinfonía aunque, como de soslayo, en una entrevista. En realidad, por lo que he
leído aquí y allí, la historia viene de la hostilidad antiwagneriana de ciertas
elites en Viena, dirigidas por el crítico musical Hanslick, de gran influencia
en su tiempo, quienes pusieron a Bramhs como gran compositor en el mundo
musical vienés, frente a Bruckner, a quien tomaron como el músico de provincias
afincado en la Imperial Viena para manifestar su rechazo a Wagner. De hecho
Bruckner y Bramhs apenas se cruzaron en su vida personal. Personalmente ahora
que he doblado ya la edad de Schubert, es en este último en quien encuentro más
parecidos, más similitudes con Bruckner. Ciertamente con el Schubert de su 9ª
sinfonía, (la Octava según otros, pero denominada, con todo derecho, “La
Grande”, por todos) pero también en el Schubert de los lieders, en su
melancolía y, siempre, siempre, en su búsqueda de absoluto que aparece en su
“Viaje de Invierno” (corran por la versión de Hans Hotter), en sus sonatas,
cuartetos… Si quieren vayan un poco adelante en el tiempo y entren en el Beethoven
de la 9ª Sinfonía, pero en el Primer Movimiento, el auténtico precursor
(perdonen los expertos el atrevimiento del ignorante) de los grandes
movimientos brucknerianos. El inicio de la 9ª de Beethoven, la breve célula
musical, su desarrollo posterior, su clímax, la conclusión (el final esta en el comienzo decía
Celibidache) eso, tocado como lo hizo, por ejemplo, el inmenso Otto Klemperer
al final de su vida, casi cadavérico en el Royal Albert Hall ante una New
Philarmonia que apenas podía seguirle, eso, es el primer movimiento de una
sinfonía de Bruckner, sin el genio de Beethoven sí, pero con la obstinación del
paisano que se toma todo el tiempo del mundo, creando “les divines longuers”,
las extensiones celestes, las repeticiones, el perfume de las melodías austriacas
de Franz Schubert…. Beethoven, Schubert, Bruckner, esa es, o al menos así se me
antoja, la sucesión del romanticismo. Es el fin de una música. Mahler será otra
cosa (música biográfica la denomina Harnoncourt) y habrá que esperar a
Schönberg (“La Noche transfigurada”) y Berg (“Concierto a la memoria de un
ángel”) para que la música romántica confluya en nuevas aguas, las de la
Secesión de la Viena de comienzos del Siglo XX, de las que aún no hemos salido.
Schubert, como Mozart, como
Bach, (“todo está en Bach” decía Chillida) escribían de corrido. Y no cambiaban
apenas. Nada de eso en Bruckner, como no lo fue, aunque menos, en Beethoven. No
voy a entrar aquí a detallar las diferentes versiones de algunas de las
sinfonías de Bruckner. Por ejemplo de la 4ª hay al menos tres versiones
distintas. Pero si quiero resaltar lo difícil que tuvo Bruckner en su vida para
que sus obras fueran reconocidas. La Filarmónica de Viena rechazó sus tres
primeras Sinfonías aunque, ya al final de su vida, estrenó la 8ª…
Escuchar a Bruckner en directo.
Bruckner es un músico que
exige un buen director. Más que una buena orquesta, en mi opinión. Una orquesta
de primera fila con un director mediocre o con un director, también de primera
fila, pero que no se toma en serio la obra puede producir un resultado
desastroso. Pero una orquesta de segunda fila con un buen director puede lograr
una buena interpretación de una sinfonía de Bruckner. Incluso de las más
monumentales. Me viene a la memoria, una esplendida interpretación de la 8ª de
Bruckner, el Everest de las sinfonías, hace dos años, en el Euskalduna, con la
Orquesta Sinfónica de Bilbao, claro que con Juanjo Mena a la batuta.
Los discos nos permiten
comparar unas y otras versiones. Nos permiten una escucha cuando y como nos
apetece. Pero nunca substituirá una escucha en directo. Sobretodo de una obra
sinfónica y no digamos de una opera. Si Usted, amable lector, ha llegado hasta
aquí en su lectura, ha degustado la 4ª de Bruckner que le hemos ofrecido, le
invito que vaya a escuchar Bruckner en directo, en un concierto. Es otra cosa.
Pero no busque en el concierto tal
versión que, para nosotros, es “la” versión de la obra que escuchamos. Cada
concierto en único. Nosotros mismos no somos los mismos un día que otro. Mi
experiencia me dice que la música no amansa las fieras. Quiero decir que no
vale la pena ir a un concierto “para relajarse”, “para olvidar los problemas de
la vida de todos los días”, etc. Cioran “aconseja la música de Mozart y de Bach
como remedio contra la desesperación” (“El libro de las quimeras”, pág. 46). No
estoy de acuerdo. Pero tome unas precauciones elementales. Es muy difícil
disfrutar un concierto cuando se ha llegado
corriendo, mirando al reloj, recién terminada una reunión, o con las prisas de
saber que al llegar a casa te espera algo desagradable. Un concierto exige un
espacio, físico y psicológico, antes y después del propio concierto, que
enmarque convenientemente la escucha.
Llegue a tiempo a la sala. Lo más importante no es ver bien a los músicos sino oírles bien y tener una butaca cómoda. No pocas veces un director gesticulante, un solista demasiado expresivo en sus ademanes o algún miembro de la orquesta (por ejemplo un timbalero demostrativo) pueden ser una pantalla entre la obra musical y el oyente. De ahí mi sugerencia a escuchar los conciertos con los ojos cerrados o semicerrados, con “la vista perdida”, como mirando sin ver la orquesta, como fondo visual que sirva de autopista al fluir de los fantasmas mentales y emocionales que provoca la escucha de la música. Es una situación parecida a la del espacio psicoanalítico en el que la “libre asociación” campa a sus anchas, sin rumbo fijo, dejándose llevar. Pues de eso se trata, de dejar que, literalmente, la música se adueñe de uno. Escuchar una buena interpretación de una sinfonía de Bruckner en esas circunstancias puede ser una experiencia inolvidable. Por eso los críticos y los musicólogos, aunque entienden más, normalmente disfrutan menos de la música que los meros melómanos. Pero esa es otra historia.
Donostia
San Sebastián Septiembre de 2004
Javier
Elzo
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