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martes, 4 de febrero de 2020

La voluntad popular, la ley y la justicia. Excelente artículo de Antoni Puigverd


Subo aquí un excelente artículo del columnista de "La Vanguardia" sobre la cuestión catalana, con unas reflexiones sobre la voluntad popular, el incumplimiento de la ley y la aplicación de la justicia.
Mi acuerdo con Puigverd es total.



‘Vae victis’ (¡ay de los vencidos!)
Antoni Puigverd


“La Vanguardia” 3 de febrero de 2020
Una de las fechas trágicas de los antiguos romanos corresponde a un día también muy trágico de nuestra historia. 18 de julio. Según narra Tito Livio, los romanos fueron derrotados por los galos senones en el valle del río Alia, afluente del Tíber, el 398 o el 390 a.C. Los galos entraron en Roma y la incendiaron. Desesperados, los romanos se encastillaron en el Campidoglio y resistieron el asedio durante meses. Finalmente, negociaron su rescate con el oro enviado por sus aliados de Marsella. Mientras pesaban las libras del oro pactado, los romanos protestaron al considerar que el peso estaba siendo falsificado. Ante las protestas, Breno, el caudillo galo, puso su espada sobre un plato de la balanza, exclamando: “Vae victis” (¡ay, de los vencidos!). En un mundo salvaje no hay límites a la interpretación que el vencedor hace de la ley.
¿Estamos todavía en un país salvaje? Al Estado, personificado en fiscales y jueces, no le basta con la derrota y la condena. Necesita un suplemento de crueldad. Mientras el nuevo Gobierno intenta abrir una vía de diálogo, la mano férrea del Estado, en vez de relajar la presión, la intensifica. Tribunal de Cuentas, Junta Electoral Central, Audiencia, Fiscalía, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional: todas las estructuras judiciales españolas trabajan en comandita para imponerse al independentismo de la manera más dura posible.
¿No hay límites a la interpretación arbitraria que el vencedor hace de la ley?
La letra de la ley y el procedimiento se han convertido en valores absolutos que el Estado utiliza para aplastar a sus enemigos. Lo explicó mucho mejor el profesor Sánchez-Cuenca en un artículo en La Vanguardia (“Ley y democracia”, 11/I/2020). Sostiene Sánchez-Cuenca que la justicia española actúa sobre los independentistas “despreciando en sus argumentaciones el peso de los valores democráticos”, ya que, “cuando han surgido conflictos entre valores democráticos y procedimentales, siempre han prevalecido los segundos”. Sánchez-Cuenca sostiene que “hay un sesgo sistemático que lleva a una interpretación ciega de la ley, sin sensibilidad hacia los valores democráticos en juego”. Y concluye: “La democracia aparece en autos y sentencias como una creación del Estado de derecho”, cuando debería ser al revés. El Estado de derecho no es un absoluto, sino “un mecanismo de que se dota la democracia para proteger y perfeccionar sus principios y valores”.
Sánchez-Cuenca escribía estas reflexiones a propósito de la argumentación del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que corrigió expeditivamente (como se ha vuelto a ver ahora con el escaño europeo de Clara Ponsatí) la exigencia administrativa de la Junta Electoral Central. Había pretendido esta junta que fuera más importante el trámite de jurar o prometer la Constitución que la decisión soberana de los votantes. Más allá de su utilidad concreta, la sentencia europea contiene en espíritu la solución de todo el conflicto catalán.
En efecto: si interpretamos lo que ha sucedido en términos de valores democráticos, la respuesta inteligente de un Estado a la ruptura de la legalidad (unilateralidad) por parte del independentismo no era la aplicación tremendista del derecho penal (aunque el delito de desobediencia era palmario), sino la acción política. Dialogar no significaba ceder. Sólo significaba hablar. Ahora sabemos que, si el Estado, a través del poder ejecutivo, hubiera hecho una contrapropuesta y hubiera abierto un diálogo, seguramente no habríamos caído en el pozo en el que ahora estamos.
El problema catalán tiene muchas causas, pero estalla con la sentencia sobre el Estatut: un tribunal corrigió una votación popular. La solución consistiría en enmendar esta anomalía. Se está haciendo exactamente lo contrario: convertir esta anomalía (preeminencia de los tribunales sobre el voto popular) en regla.
Se entiende el argumento de la Fiscalía para negar el permiso de 72 horas a Jordi Cuixart. “No ha asumido los hechos delictivos ni ha mostrado arrepentimiento”. Los fiscales se sienten fuertes en su dureza, no se conforman con la condena: esperan que el líder independentista entregue no sólo el cuerpo (ya encarcelado) sino el alma (sus ideas). Se puede dar la vuelta como un calcetín a este argumento fiscal: quizás si el Estado fuera suaviter in modo sin dejar de ser fortiter in re, quizás si aceptara que, más allá de la condena, hay un problema político de fondo que hay que afrontar y resolver, quizás si el Estado tuviera una actitud no represora, sino propositiva, quizás entonces todos los independentistas se moderarían (como ya está haciendo ERC) y podríamos encontrar una salida política a un problema que nunca debió salir del cauce político.
Los jueces y fiscales más duros notan de manera muy cercana e íntima el calor de una opinión pública vengativa. La tentación del vae victis , la tentación de aplastar a los vencidos, es muy visible en algunos partidos españoles y en la mayor parte de los medios. Pero la venganza, aunque sea en forma de exquisita orfebrería jurídica, no es nunca la solución a un problema político. Al contrario: es un paso irreversible hacia la destrucción de los fundamentos democráticos del Estado.


viernes, 30 de agosto de 2019

Inteligencia Vasca (Artículo de Enric Juliana)


A veces me sucede, al leer un artículo, que piense, “ese es al artículo que me hubiera gustado escribir”. Es lo que me sucedió ayer cuando leí el artículo de Enric Juliana en La Vanguardia, que aquí abajo reproduzco y subo a mi blog.


Inteligencia Vasca

Enric Juliana (La Vanguardia 30 de agosto de 2019)

Mientras la política europea entra en ebullición, así en el Reino Unido como en Italia, mientras la izquierda española se pierde en el interior de su laberinto, el Partido Nacionalista Vasco enciende las luces largas. El último partido analógico que opera en España vuelve a emitir señales de talento estratégico.
El lehendakari Iñigo Urkullu presentó ayer al Vaticano una propuesta para organizar la acogida de inmigrantes y refugiados en Europa a partir de las regiones. La propuesta Share del Gobierno vasco plantea jerarquizar los cupos de acogida a partir de tres parámetros: el Producto Interior Bruto, la población y el porcentaje de paro, por este orden. Acogerían más refugiados e inmigrantes las regiones más ricas, las más necesitadas de población y las menos castigadas por el paro.
Es una propuesta inteligente que busca romper la cadena de la insolidaridades territoriales, uno de los principales detonantes de la oleada xenófoba que recorre Europa. Es un planteamiento racional en un tiempo caracterizado por la manipulación fácil de las emociones. Es una propuesta socialdemócrata. Es una propuesta socialcristiana. No es postureo mediático para quedar bien con Richard Gere a bordo el Open Arms. Es una idea que pertenece a la vieja cultura de la complejidad. No es fácil de resumir, peso se puede sintetizar con menos de 140 caracteres: que cada región acoja según sus posibilidades y aumente su población según sus necesidades.
El plan Share a Euskadi no le vendría mal. Es una sociedad rica, envejecida y con un moderado porcentaje de inmigrantes. Con 34.079 euros de renta per cápita –la segunda más alta de España después de la Comunidad de Madrid– el País Vasco presenta uno de los mayores índices de envejecimiento, detrás de Asturias, Galicia, Castilla y León y Cantabria. Uno de cada cinco vascos ya tiene más de 65 años. Su tasa de paro es la más baja de España (9,5%) y es la novena comunidad autónoma con más inmigrantes en el censo (151.000 ciudadanos de origen extranjero en una sociedad de poco más de dos millones de habitantes), cifra que ha aumentado de una manera especial durante los tres últimos años.
La propuesta de los nacionalistas vascos puede interesar al Vaticano en la medida que el discurso del papa Francisco necesita una vertiente pragmática para hacer frente a las acusaciones de “buenismo” que propalan sus enemigos, cada vez más numerosos.
Urkullu, político de formación católica, hizo ayer un buen trabajo en Roma. Demuestra que las relaciones del Gobierno vasco con la Santa Sede vuelven a ser excelentes, especialmente con el secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin. Asocia el nacionalismo vasco al concepto solidaridad en una España cuya última novedad es el descaro del “paraíso fiscal” de Madrid. Lanza una propuesta de interés para Bruselas, refuerza el perfil institucional del PNV, y al mismo tiempo exige la revalorización política de las regiones europeas. Con finura, Urkullu viene a decir que el jacobinismo no sirve para afrontar un asunto tan complejo como el de la inmigración. Y por último, aunque no lo último, da un toque de atención a la Generalitat catalana. En Roma también se habló ayer de Catalunya.


jueves, 6 de junio de 2019

Brevería: Gracián y Pascal, la prudencia y la sola gracia, según Marc Fumaroli


Gracián y Pascal, la prudencia y la sola gracia, según Marc Fumaroli

Estos párrafos son transcripción literal de un libro, en cuya lectura me estoy deleitando estos días, como descanso y aliento al interrumpir mi trabajo habitual. Lo recomiendo vivamente a quienes amen la lectura sosegada y reflexionada de un excelente libro. Es este:

Marc Fumaroli, “La extraordinaria difusión del arte de la prudencia en Europa. El ´Oráculo manual´ de Baltasar Gracián entre los siglos XVII y XX”, Acantilado 2019. 178 paginas.

Los párrafos que he transcrito están en el primer capitulo del libro, en las paginas 43-44. Ni qué decir tiene que tengo el apetito muy abierto para hacerme con el libro de Gracián, pero, casi tanto como con él, con el de su traductor Amelot, pues el francés de este último (en los párrafos que nos ofrece Fumaroli), se me hace de lectura más sencilla y grata que la original de Gracián.  

“¿Cómo vivir en el siglo con honor y felicidad sin dejarse corromper y engañar por él? En el Oráculo manual (…) Gracián apela al puñado de generosos que (…) podrían dar testimonio a favor de la concordancia de la naturaleza y de la gracia, mientras que Pascal, en sus Pensamientos, apelará al puñado de “libertinos” y de “esprits forts” que han mamado de Montaigne y de Charron, pero eventualmente convertidos por sus argumentos al agustinismo de Port Royal, invitándoles a apostar por la gracia de Dios, la única capaz de hacer decidirse invenciblemente por el bien y la salvación a la errática voluntad humana. De la paradoja cristiana por excelencia, grandeza y bajeza del hombre, Pascal hace un principio de conversión y de ruptura interior con el mundo civil y político, con esa Civitas Diaboli de San Agustín (….) pues es obra de unos hombres pecadores, sea cual sea la forma institucional que ella adopte.

Gracián, por el contrario, hace de este mundo civil, cuyas bajezas, e incluso ruindades, sondea, cuya perfidia desvela, la arena propiamente humana, entre tierra y cielo, dónde es puesto a prueba el temple de alma de los escasos mejores, la cuerda floja en que la virtud de los hombres superiores, siempre en peligro de sucumbir, no avanza si no es con mucha prudencia, constancia, mérito y gracia hacia la gloria personal, e incluso la santidad".

(.....)

(En el Oráculo manual de 1647 y su traducción al francés por Amelot con el título de L´Homme de Cour, en 1684,) "se trata de uno de los más atrevidos esfuerzos que se han intentado para enseñar a los laicos católicos cómo su “tipo ideal” puede atravesar en la práctica, singular indemne, con estilo, el mundo civil, común y vil, de los modernos, y cómo, por medio del ejercicio ingenioso y victorioso de su libertad, puede hacerse digno burlando eventualmente al Demonio con sus propias armas, de la gracia suficiente de la que su naturaleza, cultivada por las artes liberales, ha sido dotada por Dios su Creador y Salvador”

Marc Fumaroli, “La extraordinaria difusión…”, pp. 43-44


viernes, 24 de mayo de 2019

La cultura europea. Magistral texto de Julia Kristeva (en francés)


Julia Kristeva : « La culture européenne peut être la voie cardinale pour conduire les nations à une Europe plus solide »
Julia Kristeva
Ecrivaine et psychanalyste
Dans une tribune au « Monde », l’écrivaine et psychanalyste estime que l’espace culturel européen, par son identité plurielle, son multilinguisme, sa culture du droit des femmes et de l’individu, pourrait être une réponse aux crispations identitaires, au déclinisme et à la crise environnementale.
Le Monde 24 /05/ 2019, daté 25/05/2019
Publié aujourd’hui à 01h08, mis à jour à 09h35   Temps de Lecture 9 min.
Article réservé aux abonnés
Tribune. Citoyenne européenne, de nationalité française, d’origine bulgare et d’adoption américaine, je ne suis pas insensible aux amères critiques, mais j’entends aussi le désir de l’Europe et de sa culture. Déçus du politique et abstentionnistes réfractaires, les Italiens, les Grecs, les Polonais, et même les Français n’ont pas remis en cause leur appartenance à la culture européenne, ils se « sentent » européens. Que veut dire ce sentiment, si évident que la culture n’est même pas évoquée dans le traité de Rome ? Or la culture européenne peut être la voie cardinale pour conduire les nations à une Europe plus solide.
  • Quelle identité ?
A l’encontre d’un certain culte de l’identité, la culture européenne ne cesse de dévoiler ce paradoxe : il existe une identité, la mienne, la nôtre, mais elle est infiniment constructible et déconstructible. A la question « Qui suis-je ? », la meilleure réponse, européenne, n’est évidemment pas la certitude, mais l’amour du point d’interrogation. Après avoir succombé aux dogmes identitaires jusqu’aux crimes, un « nous » européen est en train d’émerger. Il est possible d’assumer le patrimoine européen, en le repensant comme un antidote aux crispations identitaires : les nôtres et celles de tous bords.
Cette attitude se trouve exprimée par la parole du Dieu juif : « Eyeh asher eyeh »(« Je suis celui qui est » Exode 3, 14), reprise par Jésus (Jean 18 : 5) : une identité sans définition, qui renvoie le « je » à un irreprésentable, éternel retour sur son être même. Je la perçois autrement, dans le dialogue silencieux du Moi pensant avec lui-même, selon Platon, toujours « deux en un » et dont la pensée ne fournit pas de réponse mais désagrège. Dans la philia politikè selon Aristote, qui annonce l’espace social et un projet politique, en en appelant à la mémoire singulière et à la biographie de chacun.
Dans le voyage, au sens de saint Augustin, pour lequel il n’y a qu’une seule patrie, celle précisément du voyage : In via, in patria. Dans les Essais de Montaigne, qui consacrent la polyphonie identitaire du Moi : « Nous sommes tous des lopins et d’une contexture si informe et diverse, que chaque pièce, chaque moment fait son jeu. » Dans le Cogito de Descartes, où je comprends que je suis seulement parce que je pense. Mais qu’est-ce que penser ? Elle me parle encore, cette attitude, dans la révolte de Faust d’après Goethe : « Je suis l’esprit qui toujours nie. » Dans « l’analyse sans fin » de Freud : « Là où c’était, je dois advenir. » Dans les extravagantes et délicates innovations des arts et de la littérature de la modernité…
Sans vouloir énumérer toutes les sources de cette identité questionnante, rappelons toutefois que l’interrogation permanente peut dériver en doute corrosif et en haine de soi : une autodestruction contre laquelle l’Europe est loin de s’être toujours prémunie. On réduit souvent cet héritage de l’identité à la question d’une permissive « tolérance » des autres. Mais la tolérance n’est que le degré zéro du questionnement, lequel ne se réduit pas au généreux accueil des autres, mais les invite à se mettre en question eux-mêmes : à porter la culture de l’interrogation et du dialogue dans des rencontres, qui problématisent tous les participants. Il n’y a pas de phobie dans le questionnement réciproque, mais une lucidité sans fin, seule condition du vivre-ensemble. L’identité ainsi comprise peut déboucher sur une identité plurielle : c’est le multilinguisme du nouveau citoyen européen.
  • La diversité des langues
« Diversité, c’est ma devise », disait déjà Jean de La Fontaine dans son Pâté d’anguille. L’Europe est désormais une entité politique qui parle autant de langues, sinon plus, qu’elle ne comporte de pays. Ce multilinguisme est le fond de la diversité culturelle. Il s’agit de le sauvegarder, de le respecter – et avec lui les caractères nationaux –, mais aussi d’approfondir les différences et les complémentarités, d’incarner enfin cette nouvelle polyphonie.
Après l’horreur de la Shoah, le bourgeois du XIXe siècle aussi bien que le révolté du XXe siècle affrontent aujourd’hui une autre ère. La diversité linguistique européenne est en train de créer des individus kaléidoscopiques capables de défier le bilinguisme du « globish ». L’espace plurilinguistique de l’Europe appelle plus que jamais les Français à devenir polyglottes, pour connaître la diversité du monde et pour porter à la connaissance de l’Europe et du monde ce qu’ils ont de spécifique. C’est en passant par la langue des autres qu’il sera possible d’éveiller une nouvelle passion pour chaque langue et nation.
  • Sortir de la dépression nationale
Face à un patient déprimé, le psychanalyste commence par rétablir la confiance en soi, à partir de laquelle il est possible d’établir une relation entre les deux protagonistes de la cure, afin que la parole redevienne féconde et qu’une véritable analyse critique du mal-être puisse avoir lieu.
De même, la nation déprimée requiert une image optimale d’elle-même, avant d’être capable d’efforts pour entreprendre, par exemple une intégration européenne, ou une expansion industrielle et commerciale, ou un meilleur accueil des immigrés. « Les nations, comme les hommes, meurent d’imperceptibles impolitesses », écrivait Giraudoux. Un universalisme mal compris et la culpabilité coloniale ont entraîné de nombreux acteurs politiques et idéologiques à commettre, sous couvert de cosmopolitisme, bien pis que d’« imperceptibles impolitesses » à l’égard de la nation. Ils contribuent à aggraver la dépression nationale, avant de la jeter dans l’exaltation maniaque, nationaliste et xénophobe.
Les nations européennes attendent l’Europe, et l’Europe a besoin de cultures nationales fières d’elles-mêmes et valorisées, pour réaliser dans le monde cette diversité culturelle dont nous avons donné le mandat à l’Unesco. Une diversité culturelle nationale est le seul antidote au mal de la banalité, cette nouvelle version de la banalité du mal. L’Europe consolidée, ainsi comprise, pourrait jouer alors un rôle important dans la recherche de nouveaux équilibres.
  • Deux conceptions de la liberté
La chute du mur de Berlin en 1989 a rendu plus nette la différence entre deux modèles : la culture européenne et la culture nord-américaine. Il s’agit de deux conceptions de la liberté. En identifiant la « liberté » avec « l’autocommencement », Kant ouvre la voie à une apologie de la subjectivité entreprenante – subordonnée à la liberté de la Raison (pure ou pratique) et à une Cause (divine ou morale). Dans cet ordre de pensée, que favorise le protestantisme, la liberté apparaît comme une liberté de s’adapter à la logique de la production, de la science, de l’économie. Etre libre serait être libre de tirer les meilleurs effets de l’enchaînement des causes et des effets pour s’adapter au marché de la production et du profit.
Il existe un autre modèle qui apparaît dans le monde grec, et se développe avec les présocratiques, et par l’intermédiaire du dialogue socratique. Sans être subordonnée à une cause, cette liberté fondamentale se déploie dans l’Etre de la parole qui se livre, se donne, se présente à soi-même, à l’autre, et, en ce sens, se libère. Cette libération de l’Etre de la parole par et dans la rencontre entre l’Un et l’Autre s’inscrit en questionnement infini, avant que la liberté ne se fixe dans l’enchaînement des causes et des effets, et dans leur maîtrise scientifique. La poésie, le désir, la révolte en sont les expériences privilégiées, révélant la singularité incommensurable et pourtant partageable de chaque femme, de chaque homme.
On décèle les risques de ce second modèle fondé sur l’attitude questionnante : ignorer la réalité économique ; s’enfermer dans des revendications corporatistes ; se borner à la tolérance et avoir peur des nouveaux acteurs politiques et sociaux ; abandonner la compétition mondiale et se retirer dans la paresse et l’archaïsme. Mais on voit aussi les avantages dont sont porteuses les cultures européennes, qui ne culminent pas en un schéma, mais dans le goût de la vie humaine, dans sa singularité fragile et partageable.
Dans ce contexte, l’Europe est loin d’être homogène et unie. D’abord il est impératif que la « Vieille Europe », et la France en particulier, considèrent l’ampleur des difficultés économiques et existentielles de l’Europe post-totalitaire, qui peine à dépasser le ressentiment et le nationalisme. Mais il est nécessaire aussi de reconnaître les différences culturelles, et tout particulièrement religieuses, qui déchirent les pays européens à l’intérieur d’eux-mêmes et les séparent.
  • Besoin de croire, désir de savoir
Parmi les multiples causes qui conduisent aux malaises actuels, il en est une que les politiques passent souvent sous silence : il s’agit du déni qui pèse sur ce que j’appellerai un « besoin de croire » préreligieux et prépolitique universel, inhérent aux êtres parlant que nous sommes et qui s’exprime comme une « maladie d’idéalité » spécifique à l’adolescent.
Contrairement à l’enfant curieux et joueur, en quête de plaisir et qui cherche d’« où il vient », l’adolescent est moins un chercheur qu’un croyant : il a besoin de croire à des idéaux pour dépasser ses parents, s’en séparer et se dépasser lui-même. Mais la déception conduit ce malade d’idéalité à la destruction et à l’autodestruction, par-dessous ou à travers l’exaltation : toxicomanie, anorexie, vandalisme, d’un côté, et ruée vers les dogmes extrémistes de l’islam politique, de l’autre. Idéalisme et nihilisme : l’ivresse de n’avoir aucune valeur et le martyre de l’absolu paradisiaque se côtoient dans cette maladie d’« idéalité » qui secoue la jeunesse, et avec elle, le monde.
L’Europe se trouve devant un défi historique. Est-elle capable d’affronter cette crise de la croyance que le couvercle de la religion ne retient plus ? Le terrible chaos lié à la destruction de la capacité de penser et de s’associer, que le tandem nihilisme-fanatisme installe dans diverses parties du monde, touche au fondement même du lien entre les humains. C’est la conception de l’humain forgée au carrefour grec-juif-chrétien avec sa greffe musulmane, cette inquiétude d’universalité singulière et partageable, qui semble menacée. L’angoisse qui fige l’Europe en ces temps décisifs exprime l’incertitude devant cet enjeu.
Au carrefour du christianisme, du judaïsme et de l’islam, l’Europe est appelée à établir des passerelles entre les trois monothéismes. Plus encore, constituée depuis deux siècles comme la pointe avancée de la sécularisation, l’Europe est le lieu par excellence qui pourrait et devrait élucider le besoin de croire. Mais les Lumières, dans leur précipitation à combattre l’obscurantisme, en ont négligé et sous-estimé la puissance.
  • Une culture des droits des femmes
Depuis les suffragettes, en passant par Marie Curie, Rosa LuxemburgSimone Weil et Simone de Beauvoir, l’émancipation des femmes par la créativité et par la lutte pour les droits politiques, économiques et sociaux, qui se poursuit aujourd’hui, offre un terrain fédérateur aux diversités nationales, religieuses et politiques des citoyennes européennes défiant l’obscurantisme des traditions et des religions fondamentalistes.
Ce trait distinctif de la culture européenne est aussi une inspiration et un soutien aux femmes du monde entier, dans leur aspiration à la culture et à l’émancipation, non seulement comme choix, mais comme dépassement de soi (« Nous sommes libres de transcender toutes transcendances », annonce Simone de Beauvoir) qui anime les combats féministes sur notre continent.
Face au verrouillage du politique par la finance et l’hyperconnexion, et contre la déclinologie ambiante et l’autodestruction écologique, l’espace culturel européen pourrait être une réponse audacieuse. Peut-être la seule qui prend au sérieux la complexité de la condition humaine dans son ensemble, les leçons de sa mémoire et les risques de ses libertés.
Julia Kristeva est écrivaine. Née en Bulgarie, elle arrive en France en 1966, où elle se lie au groupe Tel Quel et suit les cours de Roland Barthes. Théoricienne de la littérature, linguiste, sémiologue, psychanalyste et romancière, au fil du temps, elle s’est imposée comme une figure intellectuelle de premier plan, tant en France qu’à l’étranger, où elle enseigne régulièrement. Première lauréate en 2004 du prix Holberg – l’équivalent du Nobel pour les sciences humaines –, elle a également reçu le prix Hannah Arendt (2006) et le prix Vaclav Havel (2008). Son œuvre compte près d’une trentaine d’ouvrages parmi lesquels des essais tels : La Révolution du langage poétique (Seuil, 1985), Soleil noir (Gallimard, 1987), Le Temps sensible - Proust et l’expérience littéraire (Gallimard, 1994) ; Le Génie féminin : Hannah Arendt, Mélanie Klein et Colette (Fayard, 1999, 2000 et 2002), Je me voyage, mémoires (Fayard, 2016) ; ainsi que des romans dont Les Samouraïs (Fayard, 1990), Meurtre à Byzance (Fayard, 2004) ou encore L’Horloge enchantée (Fayard, 2015).
Julia Kristeva (Ecrivaine et psychanalyste)


jueves, 14 de marzo de 2019

"Lo de Alsasua". Gran artículo de Sánchez Ostiz








Leo en DEIA del día de hoy este artículo del escritor Miguel Sánchez Ostiz que suscribo plenamente.

Vergüenza de país, vergüenza de Justicia, vergüenza de políticos, vergüenza de tanta prensa y de tantos defensores de DDHH que miran a otro lado.

JE

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“Lo de Alsasua”

POR MIGUEL SÁNCHEZ OSTIZ * 
DEIA - jueves, 14 de marzo de 2019

ME falta una elemental serenidad para comentar “lo de Alsasua”, es decir, la reciente sentencia contra los muchachos de la localidad, por parte de la Audiencia Nacional, y el bochornoso episodio de Casado-Inda-Beltrán en el bar Koxka, la víspera de hacerse pública la sentencia, cuando ya se había filtrado el fallo.
Nunca me ha quedado tan claro lo que es una sentencia ideológica, por parte de quien la dicta, como en este caso. Basta asomarse a los argumentos en los que se basa el fallo para comprobarlo y sentir vértigo. Habla la sentencia de la “notabilísima gravedad” de los hechos. Lo que a no pocos nos parece de “notabilísima gravedad”, es la forma en que se llevó la instrucción, el juicio en primera instancia, la construcción del relato encaminado a la condena, el linchamiento mediático, el aprovechamiento político, las patrañas, la inadmisión de evidentes pruebas de descargo... Lo que causa alarma es ver cómo, después de mucho pelear, se han admitido pruebas contundentes de descargo -como el vídeo del guardia de la camisa impoluta-, que no se han tenido en cuenta; cómo se tienen en cuenta testimonios cuyo valor se pone en duda por quien los emplea; cómo se buscó una condena ejemplar y plenamente ideológica con abrumador apoyo mediático y social desde el primer momento, convirtiendo una pelea de bar en una trinchera política que divide y enfrenta a la ciudadanía; cómo se emplean agravantes delirantes, como es el de la discriminación ideológica; cómo se dan hechos probados sin pruebas, por meras elucubraciones propias de una sobremesa...
Resultado: 13 años de cárcel descartando el terrorismo. Barrionuevo y Vera, que sí fueron condenados por terrorismo, apenas estuvieron 4 meses en la cárcel. Los muchachos de Alsasua llevan casi dos años y medio en prisión. Los ejemplos para afirmar esa desproporción sobran y no habría espacio para reseñarlos. Alsasua convertida en una trinchera y en un símbolo de enfrentamiento ideológico por parte de un tribunal de excepción, de unos políticos que sacan réditos de la sentencia y de los medios de comunicación que la celebran y azuzan a sus seguidores. Y como no participes del linchamiento o aplaudas la sentencia, eres un seguidor de ETA.
Me parece por completo malicioso el buscar como escenario de un montaje publicitario, electoralista y sectario, el bar Koxka de Alsasua porque eso es de buscarruidos y buscapleitos. De eso se trataba sin duda, de que hubiera algún incidente al que sacarle partido, con colaboración policial encima y un nutrido grupo de hombres de mano. No hubo incidente alguno por mucha mentira que los interesados hagan rodar de manera indecente.
Un bar no es un espacio público, como puede serlo una plaza, sino un negocio particular dirigido al público, que no es lo mismo. No puedes hacer en él lo que te dé la gana. Y menos utilizarlo, como en este caso, para tus negocios particulares, porque del pingüe negocio de la política y la desinformación maliciosa se trataba.
Lo que ha venido después es la indecencia y la mentira que no cesa, la intoxicación del público, sobre todo de los adeptos, ya muy intoxicados y encendidos, que aceptan lo que les conviene. Malos tiempos estos para la duda.
¿Se pidió al dueño del bar que se identificara para poder acceder a su negocio como se ha dicho? ¿Quién, con qué autoridad? Me gustaría saberlo con certeza y que no se trate de una noticia falsa de respuesta a la del bando de los provocadores que poco bien hace a quien ha sido abusado. ¿Qué autoridad va a aclarar ese incidente? Como viene sucediendo desde octubre de 2016, la realidad de lo sucedido queda dañada por su relato mediático. ¿A quién creer? Pues está claro que cada cuál a los suyos, aunque sería deseable una visión no sesgada de lo sucedido. ¿Es eso posible? Me temo que no, Hay demasiado dolor y daño de por medio y el disentir tiene precio. Se hace difícil convivir de manera apaciguada y cortés con quien celebra alborozado el fallo de la Audiencia Nacional como si de un puntillazo al enemigo se tratase.

* Escritor

viernes, 29 de junio de 2018

Crueldad, crueldad: Contra la prisión permanente revisable



Quienes no quieran ser cómplices de crueldad deben, al menos, leer este artículo.
Rara vez en mi vida me he sentido tan identificado con un texto como este que aquí transcribo.
Desde mis años de estudiante he pensado y sostenido por escrito que las cárceles actuales, también las de occidente, son equiparables a las galeras del mundo antiguo. ¿Por que tanta crueldad inútil?. ¡Vergüenza de nuestra justicia pero, sobre todo, vergüenza de nuestra sociedad, que la alimenta! Crueldad, crueldad, crueldad, crueldad, crueldad.......


Contra la prisión permanente revisable
·         
o   ENRIQUE GIMBERNAT
·         
o   l
·        El MUNDO 29 JUN. 2018 02:08

Para acudir únicamente a los países de nuestro entorno: ni Noruega, ni Portugal, ni Croacia, ni Serbia contemplan en sus leyes la pena de prisión perpetua.
Ciertamente que en otras naciones europeas la prisión perpetua figura en su catálogo de penas. Pero el plazo que tiene que transcurrir para que se revise esa pena y el recluso pueda alcanzar la libertad condicional es: de siete años en Irlanda; de 10 años en Suecia y Suiza; de 12 en Chipre, Dinamarca y Finlandia; de 15 en Austria, Alemania, Bélgica, Liechtenstein, Luxemburgo y Macedonia; de 18 en Francia; y de 20 en Bulgaria, Grecia, Hungría, República Checa y Rumanía. En España la revisión de la prisión permanente se ha fijado, según la gravedad del delito cometido, en 25 o, en su caso, en 35 años. Hasta 2015 la pena máxima, introducida en nuestro Código Penal (CP) en 2003, era la de 40 años de cumplimiento efectivo, pena que ahora se ha visto superada en su severidad, en una escalada imparable, por la pena de prisión permanente revisable creada en virtud de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo.
El número de personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes es: de 53 en los Países Bajos y en Suecia; de 55 en Finlandia; de 58 en Dinamarca; de 74 en Noruega; de 78 en Alemania; de 80 en Irlanda; de 83 en Suiza; de 89 en Grecia; de 90 en Italia; de 93 en Austria; de 98 en Bélgica; y de 103 en Francia. En España el número se dispara hasta las 130 personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes.
Mientras que en otros países ha disminuido en los últimos años el número de personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes (en Finlandia de 190 a 57, en los Países Bajos de 128 a 53, en Alemania de 104 a 78, en Suecia de 81 a 53, en Austria de 108 a 93), corresponde a España el dudoso honor de haber aumentado su población penitenciaria casi cuadruplicándola: de 38 personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes en 1984 se ha pasado a 130.
La extremada dureza de nuestro CP en relación con los Estados europeos que acabo de mencionar, podría obedecer al alto número de delitos contra la vida que se realizan en España. Pero, afortunadamente, sucede todo lo contrario: España es uno de los países donde menos delitos de esa naturaleza se cometen y, en consecuencia, una de las naciones más seguras del mundo.
Así, y por ponerlo en relación con algunos de los Estados europeos que he mencionado anteriormente, donde, o no existe prisión permanente, o la revisión de ésta se lleva a cabo antes -o mucho antes- de la que establece nuestro CP, el número de delitos contra la vida (asesinatos y homicidios dolosos) que se registran por cada 100.000 habitantes es: de 1,7 en Grecia; de 1,6 en Finlandia y Bélgica; de 1,4 en Macedonia; de 1,3 en Hungría; de 1,2 en Croacia y Portugal; de 1,0 en la República Checa y en Francia; de 0,9 en Austria y en los Países Bajos. España, con 0,8 de delitos dolosos contra la vida cometidos por cada 100.000 habitantes ocupa prácticamente -junto con Dinamarca, Luxemburgo y Alemania- el último lugar del mundo por lo que se refiere a las posibilidades de que una persona pierda la vida a consecuencia de un ataque intencional contra su persona.
Cuando se alega en España, a favor de la prisión permanente revisable o de la brutal pena de 40 años de prisión efectiva, que ello es necesario para satisfacer los fines de prevención general (con la amenaza de penas prácticamente ilimitadas se cometerían menos delitos), se están formulando afirmaciones que, simplemente, no son ciertas.
Mediante la prevención general se confía en que, por el miedo al castigo, los ciudadanos se abstengan de cometer delitos; ciertamente que esta función nunca se satisface plenamente, porque en todas las sociedades, a pesar de estas amenazas, se cometen delitos. Pero que ese miedo al castigo consigue disminuir, en gran medida, la comisión de hechos delictivos es algo empíricamente comprobable, en cuanto que, siempre que, de alguna manera, se produce un vacío del poder punitivo estatal, por ejemplo, con ocasión de grandes catástrofes como terremotos o graves inundaciones, o a consecuencia de huelgas generales de la policía, aumenta espectacularmente -mediante actos de pillaje contra la propiedad y de ataques contra las personas- la comisión de actos delictivos por parte de muchas personas que, hasta entonces, nunca habían actuado al margen de la ley penal, lo que encuentra su explicación en que la función de prevención general ha quedado transitoriamente suspendida, porque también ha quedado suspendida, total o parcialmente, la actividad policial encargada de la persecución de delitos, y, con ello, también el miedo a tener que responder por los comportamientos delictivos que se cometen en esas situaciones de emergencia.
Pero los efectos de prevención general del Derecho penal no dependen de la mayor o menor gravedad de las penas, sino de que éstas vayan a aplicarse efectivamente. Y así, y por lo que se refiere a la mayor pena imaginable: la de muerte, las estadísticas demuestran que esta sanción para nada influye en la prevención general. Unos pocos ejemplos entre los numerosísimos: los delitos de violación disminuyeron en Canadá a raíz de la supresión de la pena de muerte prevista para tales hechos; en Inglaterra no aumentó la comisión de aquellos delitos que, en 1957, dejaron de ser castigados con la pena capital; y lo mismo se observó en Yugoslavia a partir de 1950. Los resultados estadísticos de Alemania, Austria, EEUU (en los Estados federados donde se ha abolido la pena de muerte), Finlandia, Noruega y Suecia señalan, asimismo, el nulo influjo preventivo-general de esa máxima pena. Y en relación específica con la prisión perpetua, en Noruega, cuando se suprimió la prisión perpetua, los delitos que hasta entonces estaban castigados con esa pena, no solamente no aumentaron, sino que disminuyeron. Y es que, como sabemos ya desde el gran Cesare Beccaria, el fundador del Derecho penal moderno, con su libro De los delitos y las penas (1764), "el mayor freno de los delitos no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad... La certeza de un castigo, aunque éste sea moderado, surte más efecto que el temor de otro más terrible unido a la esperanza de su impunidad o de su incumplimiento".
Como ya he señalado, la existencia del CP hace que, por miedo a la pena, ello suponga una inhibición para que la generalidad de las personas no incurra en conductas delictivas que podrían cometer si esa amenaza no existiera. Pero en toda sociedad existen personas que delinquen, a pesar de esa amenaza de sufrir una pena, lo que obedece a que el infractor confía en que no va a ser descubierto ni, con ello, condenado. Esto rige también, y muy especialmente, en los delitos contra la vida, que, por lo general, se ejecutan bajo situaciones emocionales extremas o como consecuencia de acciones en cortocircuito. Pero incluso cuando el asesinato se lleva a cabo fríamente, tampoco el autor piensa que va a pagar por su delito, como lo pone de manifiesto, para acudir a un ejemplo reciente, el del niño Gabriel Cruz: la asesina confesa, Ana Julia Quezada, mató a su víctima porque ésta suponía un "estorbo" en la relación sentimental que mantenía con el padre del niño, relación sentimental que la autora sólo podía pensar -como pensó- que iba a poder continuar porque confiaba en que no se iba a descubrir su delito y porque, en consecuencia, proseguiría su vida en libertad junto a su novio, por lo que era indiferente para impedir su asesinato que la pena señalada a éste fuera de muchos años de prisión o -tal como sucede con la legislación penal al tiempo de los hechos- la de prisión permanente revisable.
A pesar de todos estos argumentos racionales y razonables, ¿cómo es posible que España, con su despiadada pena de prisión de 40 años de cumplimiento efectivo y con su plazos de revisión de la cadena perpetua de una extensión que no tiene equivalente en los países de la Europa occidental, haya superado, con mucho, la extensión de las penas privativas de libertad que podían aplicarse durante el franquismo, donde éstas, con la pena máxima de reclusión de 30 años y la institución de la redención de penas por el trabajo, nunca excedían -en los casos más extremos- de 20 años de privación real de libertad? Ciertamente que también existía la pena de muerte, pero, con la excepción de las impuestas por los tribunales militares, esa pena, de facto, se había dejado de aplicar a los delitos comunes, ya que la última ejecución por garrote vil se remonta al año 1959 en el que fue ajusticiado José María Jarabo, condenado por un cuádruple asesinato.
Son varios los factores a los que obedece esa transformación de nuestro Código en el más despiadado de la Europa occidental; por citar un último ejemplo, en Alemania la duración media de la prisión perpetua es de 18 años, algo de lo que ahora se separa sideralmente nuestro país con sus, por una parte, 40 años de cumplimiento efectivo de prisión y, por otra, sus plazos de revisión de 25 a 35 años para la perpetua.
El primer factor es la existencia de dos grupos de presión que han conseguido que el legislador incorporara al CP, íntegramente, sus pretensiones punitivas.
Por lo que se refiere a las asociaciones de víctimas del terrorismo, sus demandas fueron acogidas por la Ley Orgánica 7/2003 de reforma del Código Penal, introduciéndose la pena de 40 años de cumplimiento efectivo. El segundo grupo de presión está encabezado por padres de víctimas de 18 o menos años de edad (casos Marta del CastilloDiana Quer, entre otros) que han conseguido hacerse oír hasta lograr que se introdujera en el CP, en 2015, la pena de prisión permanente revisable para, entre otros, los mismos terribles delitos de los que habían sido objeto sus hijas.
Pero todas esas movilizaciones de esos grupos de presión no habrían sido suficientes para introducir esas extremas reformas penológicas en el CP, si no se hubieran visto espectacularmente reflejadas -y apoyadas- en los medios de comunicación. Para referirme a un solo ejemplo: el caso del niño Gabriel Cruz acaparó todas las noticias, comentarios y tertulias, desde su desaparición, el 27 de febrero del presente año; y, al día siguiente de que se encontrase su cadáver y de que fuera detenida su asesina confesa, en sus ediciones de 12 de marzo, los cuatro periódicos españoles de difusión nacional dieron la noticia a cinco columnas, dos de ellos ocupando todas sus portadas, algo que, como señaló mi amigo Manuel Hidalgo, en otros tiempos sólo habría suscitado semejante atención por parte del semanario El Caso. Para comparar este despliegue con el que habría tenido lugar en un país que conozco muy bien, Alemania, porque he vivido en él varios años, la noticia de un asesinato de esas características sólo habría tenido un alarde tipográfico parecido en el amarillista Bild Zeitung, habiendo quedado relegado en los periódicos no sensacionalistas -Frankfurter AllgemeineSüddeutsche ZeitungDie Welt- a páginas interiores o, como mucho, a una columna en sus portadas.
Pero, con todos mis respetos para esos grupos de presión, de los que yo, tal vez, formaría parte si el destino me hubiera golpeado con una tragedia semejante a la que ellos han padecido, hay que decir que no son los más indicados para dictar las reformas penológicas que deben introducirse en el CP. Porque, como ha señalado, con razón, el antiguo presidente de una de las Salas de lo Penal del Tribunal Supremo alemán, Thomas Fischer, esas personas no son neutrales y si fueran jueces de los asesinos de sus hijas tendrían que abstenerse de formar parte del tribunal por tener un interés directo en la causa.
Cuando por parte de miembros de esas asociaciones se escapa el eslogan: "que se pudran en la cárcel", esa formulación es tan comprensible como incompatible con nuestra Constitución (CE), ya que, por muy horrible que sea el delito que ha cometido, el autor tiene intactos sus derechos a la integridad física y moral y a no ser sometido a penas o tratos inhumanos y degradantes (art. 15 CE), a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de su personalidad (art. 10.1 CE), así como, específicamente para los condenados, a que las penas privativas de libertad estén orientadas hacia la reeducación y reinserción social (art. 25.2 CE).
Además de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán (TCA) de 21 de junio de 1977, que obligó al legislador germano a fijar, en los casos de prisión perpetua, un plazo transcurrido el cual el recluso podía alcanzar la libertad condicional, plazo que, finalmente, se fijó en 15 años, dicha sentencia, así como alguna otra, como la de 8 de noviembre de 2006, han fundamentado, con argumentos constitucionales, la razón del establecimiento de ese plazo, así como el modo en que paliar, en lo posible, los efectos negativos de, en general, las penas largas de privación de libertad. El TCA opera en su motivación, primordialmente, con el derecho inviolable de toda persona -también de los condenados- a su dignidad, así como con las obligaciones que derivan de una nación constituida en un Estado social de Derecho. De acuerdo con ello la revisión preceptiva de la prisión perpetua, así como las condiciones de la ejecución de la pena, las deriva el TCA de la obligación del Estado de "contrarrestar" los efectos dañinos de las penas de larga duración, que pueden llevar a modificaciones deformadoras de la personalidad, tanto en el aspecto somático como en el espiritual y psiquiátrico, lo que estaría en contradicción con la inviolabilidad de la dignidad de la persona.
En el mismo sentido se han pronunciado las Recomendaciones (2003) 23 y (2006) 2 del Consejo de Ministros de la Unión Europea en relación a la prisión perpetua y a otras penas de larga duración en el sentido de que el tratamiento penitenciario de esos reclusos debe estar orientado a contrarrestar los efectos negativos y orientado a reinsertarlos con éxito en la sociedad, debiendo "[ajustarse] la vida en prisión lo máximo posible a los aspectos positivos de la vida en el exterior".
Dentro de esta conexión, el TCA pone como ejemplos de cómo "contrarrestar" tales efectos perjudiciales, que a los penados con reclusión perpetua les puedan ser concedidos permisos de salida así como el régimen abierto.
Además de que, de acuerdo con los estudios empíricos sobre la materia, penas inamovibles de 25, 35 o 40 años producen daños irreversibles en el soma y en la psique de los reclusos, para acabar de arreglarlo la práctica penitenciaria española con los responsables de los delitos más graves es la de mantenerlos durante todo el tiempo de su condena en primer grado de clasificación penitenciaria, es decir: en un régimen que durante todos los años de su interminable condena les mantiene en una celda aislada en la que permanecen encerrados, sin salidas al patio, al menos 21 horas diarias, sometidos a cacheos diarios, sin permiso alguno de salida, sin contacto con otros presos y desayunando, comiendo y cenando entre barrotes. En esta situación de régimen cerrado se encuentran, según informa El País de 21 de marzo de 2018, el 88% de los 243 presos de ETA y, de acuerdo con una noticia del mismo periódico de 18 de marzo de este año, desde hace casi 15 años, Tony Alexander King, el asesino de Sonia Carabantes y de Rocío Wanninkhof, clasificación de régimen cerrado que es el que, lógicamente y en el futuro, también se les aplicará a los condenados a 40 años de prisión efectiva y de prisión permanente revisable. Un encarcelamiento en estas condiciones, que sólo puede tener como consecuencia el aniquilamiento físico y moral del recluso, es impropio de un Estado social de Derecho, atenta contra la dignidad humana, el fin resocializador de las penas y la prohibición de tratos inhumanos, y hace todo lo contrario de lo que prescriben las recomendaciones del Consejo de Ministros europeo.
Asumiendo íntegramente las reclamaciones de las asociaciones de víctimas del terrorismo, el CP exige ahora, para que los etarras condenados a prisión permanente revisable puedan acceder a la libertad condicional, que cumplan con unas condiciones que no puedo por menos que calificar de inasumibles. En primer lugar, que el condenado «haya colaborado activamente con las autoridades... para la identificación, captura y procesamiento de responsables de delitos terroristas», una exigencia que, incluso éticamente, me parece discutible. Un escritor tan preocupado por problemas morales como Graham Greene, autor del guión de la película El tercer hombre, plantea el dilema que se le presenta a Holly Martins (Joseph Cotten) entre prestarse a la captura de su íntimo amigo, y traficante de penicilina adulterada, Harry Lime (Orson Welles) o, renunciado a ello, regresar a América, decidiéndose por la primera alternativa, traición que no le perdona su novia actual, encarnada por Alida Valli, que antes lo había sido de Harry Lime, sin que Graham Greene tome posición sobre cuál de las dos conductas sería la éticamente correcta. De otras exigencias, como las del arrepentimiento del penado o la de pedir sincero perdón a las víctimas, me he ocupado ya, críticamente, en un artículo publicado en EL MUNDO de 24 de abril de 2015, para rechazarlas, porque para un Derecho penal no moralizante lo único decisivo no debe ser que el condenado se convierta en un policía y experimente sentimientos que no está en su mano poder controlar, sino únicamente que tenga un pronóstico favorable de que no va a volver a delinquir, criterio de no-peligrosidad que es, según el TCA, el único que debe decidir si el delincuente debe quedar o no en libertad.
Rechazando -como rechazo- la pena de prisión permanente revisable, y que se ejecuta en España de una manera tan distinta a como se hace en los países de nuestro entorno, no obstante, y naturalmente, yo también comparto la preocupación de que hay que proteger a la sociedad de delincuentes peligrosos condenados ante la eventualidad de que, una vez en libertad, vuelvan a cometer los mismos delitos; pero esa peligrosidad no se debe combatir con penas, sino con medidas de seguridad. Como la pena tiene un carácter aflictivo -por eso se cumple en un establecimiento penitenciario-, y se impone para retribuir el mal hecho en el pasado, no se entiende por qué, entre dos violadores, puede liberarse al no-peligroso, mientras que debe seguir en prisión otro que ha cometido el mismo delito, pero en el que concurre un riesgo de reiteración; porque si el primer delincuente no peligroso ha saldado ya su deuda con la sociedad, al cabo de unos determinados años de privación de libertad, por los mismos motivos, y porque el delito ha sido el mismo, debería considerarse que el segundo delincuente ha saldado también esa cuenta. Ciertamente que este último sigue siendo peligroso y que, potencialmente, puede incurrir en futuros delitos; pero ni es responsable de su peligrosidad -porque no la puede evitar: ¡qué más querría él!- ni debe pagar con la permanencia en prisión por delitos que sólo hipotéticamente pudiera cometer, pero que, de hecho, no ha cometido. Esa peligrosidad no debe combatirse prolongando la pena de prisión, que sólo debe imponerse por los hechos pasados: esa peligrosidad se combate, no con la prisión, sino con medidas de seguridad de carácter no aflictivo como las de internamiento en un centro no penitenciario o, en los casos en que ello sea suficiente, con otras de carácter ambulatorio.
Mi rechazo de la prisión permanente revisable se basa en que es inútil desde un punto de vista de prevención general, en que, desde el de la prevención especial, ciertamente que hay que -una vez cumplida su condena- proteger a la sociedad de delincuentes peligrosos, pero no con la prolongación de la pena de prisión, sino con medidas de seguridad, y, finalmente, en que las penas largas privativas de libertad causan daños irreparables a aquellos a los que se les aplican, vulnerándose, así, derechos fundamentales de los que también son titulares los delincuentes condenados.
Muchas gracias por su atención, especialmente a los que me la han prestado, a pesar de no estar de acuerdo con mis opiniones.
Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho penal de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Su último libro El Derecho penal en el mundo(Aranzadi 2018) contiene, entre otros trabajos, la mayoría de los artículos que ha publicado en este periódico durante los últimos años.
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Elmundo.es ENRIQUE GIMBERNAT (copiado el 29/06/2018)

Para acudir únicamente a los países de nuestro entorno: ni Noruega, ni Portugal, ni Croacia, ni Serbia contemplan en sus leyes la pena de prisión perpetua.
Ciertamente que en otras naciones europeas la prisión perpetua figura en su catálogo de penas. Pero el plazo que tiene que transcurrir para que se revise esa pena y el recluso pueda alcanzar la libertad condicional es: de siete años en Irlanda; de 10 años en Suecia y Suiza; de 12 en Chipre, Dinamarca y Finlandia; de 15 en Austria, Alemania, Bélgica, Liechtenstein, Luxemburgo y Macedonia; de 18 en Francia; y de 20 en Bulgaria, Grecia, Hungría, República Checa y Rumanía. En España la revisión de la prisión permanente se ha fijado, según la gravedad del delito cometido, en 25 o, en su caso, en 35 años. Hasta 2015 la pena máxima, introducida en nuestro Código Penal (CP) en 2003, era la de 40 años de cumplimiento efectivo, pena que ahora se ha visto superada en su severidad, en una escalada imparable, por la pena de prisión permanente revisable creada en virtud de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo.
El número de personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes es: de 53 en los Países Bajos y en Suecia; de 55 en Finlandia; de 58 en Dinamarca; de 74 en Noruega; de 78 en Alemania; de 80 en Irlanda; de 83 en Suiza; de 89 en Grecia; de 90 en Italia; de 93 en Austria; de 98 en Bélgica; y de 103 en Francia. En España el número se dispara hasta las 130 personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes.
Mientras que en otros países ha disminuido en los últimos años el número de personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes (en Finlandia de 190 a 57, en los Países Bajos de 128 a 53, en Alemania de 104 a 78, en Suecia de 81 a 53, en Austria de 108 a 93), corresponde a España el dudoso honor de haber aumentado su población penitenciaria casi cuadruplicándola: de 38 personas privadas de libertad por cada 100.000 habitantes en 1984 se ha pasado a 130.
La extremada dureza de nuestro CP en relación con los Estados europeos que acabo de mencionar, podría obedecer al alto número de delitos contra la vida que se realizan en España. Pero, afortunadamente, sucede todo lo contrario: España es uno de los países donde menos delitos de esa naturaleza se cometen y, en consecuencia, una de las naciones más seguras del mundo.
Así, y por ponerlo en relación con algunos de los Estados europeos que he mencionado anteriormente, donde, o no existe prisión permanente, o la revisión de ésta se lleva a cabo antes -o mucho antes- de la que establece nuestro CP, el número de delitos contra la vida (asesinatos y homicidios dolosos) que se registran por cada 100.000 habitantes es: de 1,7 en Grecia; de 1,6 en Finlandia y Bélgica; de 1,4 en Macedonia; de 1,3 en Hungría; de 1,2 en Croacia y Portugal; de 1,0 en la República Checa y en Francia; de 0,9 en Austria y en los Países Bajos. España, con 0,8 de delitos dolosos contra la vida cometidos por cada 100.000 habitantes ocupa prácticamente -junto con Dinamarca, Luxemburgo y Alemania- el último lugar del mundo por lo que se refiere a las posibilidades de que una persona pierda la vida a consecuencia de un ataque intencional contra su persona.
Cuando se alega en España, a favor de la prisión permanente revisable o de la brutal pena de 40 años de prisión efectiva, que ello es necesario para satisfacer los fines de prevención general (con la amenaza de penas prácticamente ilimitadas se cometerían menos delitos), se están formulando afirmaciones que, simplemente, no son ciertas.
Mediante la prevención general se confía en que, por el miedo al castigo, los ciudadanos se abstengan de cometer delitos; ciertamente que esta función nunca se satisface plenamente, porque en todas las sociedades, a pesar de estas amenazas, se cometen delitos. Pero que ese miedo al castigo consigue disminuir, en gran medida, la comisión de hechos delictivos es algo empíricamente comprobable, en cuanto que, siempre que, de alguna manera, se produce un vacío del poder punitivo estatal, por ejemplo, con ocasión de grandes catástrofes como terremotos o graves inundaciones, o a consecuencia de huelgas generales de la policía, aumenta espectacularmente -mediante actos de pillaje contra la propiedad y de ataques contra las personas- la comisión de actos delictivos por parte de muchas personas que, hasta entonces, nunca habían actuado al margen de la ley penal, lo que encuentra su explicación en que la función de prevención general ha quedado transitoriamente suspendida, porque también ha quedado suspendida, total o parcialmente, la actividad policial encargada de la persecución de delitos, y, con ello, también el miedo a tener que responder por los comportamientos delictivos que se cometen en esas situaciones de emergencia.
Pero los efectos de prevención general del Derecho penal no dependen de la mayor o menor gravedad de las penas, sino de que éstas vayan a aplicarse efectivamente. Y así, y por lo que se refiere a la mayor pena imaginable: la de muerte, las estadísticas demuestran que esta sanción para nada influye en la prevención general. Unos pocos ejemplos entre los numerosísimos: los delitos de violación disminuyeron en Canadá a raíz de la supresión de la pena de muerte prevista para tales hechos; en Inglaterra no aumentó la comisión de aquellos delitos que, en 1957, dejaron de ser castigados con la pena capital; y lo mismo se observó en Yugoslavia a partir de 1950. Los resultados estadísticos de Alemania, Austria, EEUU (en los Estados federados donde se ha abolido la pena de muerte), Finlandia, Noruega y Suecia señalan, asimismo, el nulo influjo preventivo-general de esa máxima pena. Y en relación específica con la prisión perpetua, en Noruega, cuando se suprimió la prisión perpetua, los delitos que hasta entonces estaban castigados con esa pena, no solamente no aumentaron, sino que disminuyeron. Y es que, como sabemos ya desde el gran Cesare Beccaria, el fundador del Derecho penal moderno, con su libro De los delitos y las penas (1764), "el mayor freno de los delitos no es la crueldad de las penas, sino su infalibilidad... La certeza de un castigo, aunque éste sea moderado, surte más efecto que el temor de otro más terrible unido a la esperanza de su impunidad o de su incumplimiento".
Como ya he señalado, la existencia del CP hace que, por miedo a la pena, ello suponga una inhibición para que la generalidad de las personas no incurra en conductas delictivas que podrían cometer si esa amenaza no existiera. Pero en toda sociedad existen personas que delinquen, a pesar de esa amenaza de sufrir una pena, lo que obedece a que el infractor confía en que no va a ser descubierto ni, con ello, condenado. Esto rige también, y muy especialmente, en los delitos contra la vida, que, por lo general, se ejecutan bajo situaciones emocionales extremas o como consecuencia de acciones en cortocircuito. Pero incluso cuando el asesinato se lleva a cabo fríamente, tampoco el autor piensa que va a pagar por su delito, como lo pone de manifiesto, para acudir a un ejemplo reciente, el del niño Gabriel Cruz: la asesina confesa, Ana Julia Quezada, mató a su víctima porque ésta suponía un "estorbo" en la relación sentimental que mantenía con el padre del niño, relación sentimental que la autora sólo podía pensar -como pensó- que iba a poder continuar porque confiaba en que no se iba a descubrir su delito y porque, en consecuencia, proseguiría su vida en libertad junto a su novio, por lo que era indiferente para impedir su asesinato que la pena señalada a éste fuera de muchos años de prisión o -tal como sucede con la legislación penal al tiempo de los hechos- la de prisión permanente revisable.
A pesar de todos estos argumentos racionales y razonables, ¿cómo es posible que España, con su despiadada pena de prisión de 40 años de cumplimiento efectivo y con su plazos de revisión de la cadena perpetua de una extensión que no tiene equivalente en los países de la Europa occidental, haya superado, con mucho, la extensión de las penas privativas de libertad que podían aplicarse durante el franquismo, donde éstas, con la pena máxima de reclusión de 30 años y la institución de la redención de penas por el trabajo, nunca excedían -en los casos más extremos- de 20 años de privación real de libertad? Ciertamente que también existía la pena de muerte, pero, con la excepción de las impuestas por los tribunales militares, esa pena, de facto, se había dejado de aplicar a los delitos comunes, ya que la última ejecución por garrote vil se remonta al año 1959 en el que fue ajusticiado José María Jarabo, condenado por un cuádruple asesinato.
Son varios los factores a los que obedece esa transformación de nuestro Código en el más despiadado de la Europa occidental; por citar un último ejemplo, en Alemania la duración media de la prisión perpetua es de 18 años, algo de lo que ahora se separa sideralmente nuestro país con sus, por una parte, 40 años de cumplimiento efectivo de prisión y, por otra, sus plazos de revisión de 25 a 35 años para la perpetua.
El primer factor es la existencia de dos grupos de presión que han conseguido que el legislador incorporara al CP, íntegramente, sus pretensiones punitivas.
Por lo que se refiere a las asociaciones de víctimas del terrorismo, sus demandas fueron acogidas por la Ley Orgánica 7/2003 de reforma del Código Penal, introduciéndose la pena de 40 años de cumplimiento efectivo. El segundo grupo de presión está encabezado por padres de víctimas de 18 o menos años de edad (casos Marta del CastilloDiana Quer, entre otros) que han conseguido hacerse oír hasta lograr que se introdujera en el CP, en 2015, la pena de prisión permanente revisable para, entre otros, los mismos terribles delitos de los que habían sido objeto sus hijas.
Pero todas esas movilizaciones de esos grupos de presión no habrían sido suficientes para introducir esas extremas reformas penológicas en el CP, si no se hubieran visto espectacularmente reflejadas -y apoyadas- en los medios de comunicación. Para referirme a un solo ejemplo: el caso del niño Gabriel Cruz acaparó todas las noticias, comentarios y tertulias, desde su desaparición, el 27 de febrero del presente año; y, al día siguiente de que se encontrase su cadáver y de que fuera detenida su asesina confesa, en sus ediciones de 12 de marzo, los cuatro periódicos españoles de difusión nacional dieron la noticia a cinco columnas, dos de ellos ocupando todas sus portadas, algo que, como señaló mi amigo Manuel Hidalgo, en otros tiempos sólo habría suscitado semejante atención por parte del semanario El Caso. Para comparar este despliegue con el que habría tenido lugar en un país que conozco muy bien, Alemania, porque he vivido en él varios años, la noticia de un asesinato de esas características sólo habría tenido un alarde tipográfico parecido en el amarillista Bild Zeitung, habiendo quedado relegado en los periódicos no sensacionalistas -Frankfurter Allgemeine, Süddeutsche Zeitung, Die Welt- a páginas interiores o, como mucho, a una columna en sus portadas.
Pero, con todos mis respetos para esos grupos de presión, de los que yo, tal vez, formaría parte si el destino me hubiera golpeado con una tragedia semejante a la que ellos han padecido, hay que decir que no son los más indicados para dictar las reformas penológicas que deben introducirse en el CP. Porque, como ha señalado, con razón, el antiguo presidente de una de las Salas de lo Penal del Tribunal Supremo alemán, Thomas Fischer, esas personas no son neutrales y si fueran jueces de los asesinos de sus hijas tendrían que abstenerse de formar parte del tribunal por tener un interés directo en la causa.
Cuando por parte de miembros de esas asociaciones se escapa el eslogan: "que se pudran en la cárcel", esa formulación es tan comprensible como incompatible con nuestra Constitución (CE), ya que, por muy horrible que sea el delito que ha cometido, el autor tiene intactos sus derechos a la integridad física y moral y a no ser sometido a penas o tratos inhumanos y degradantes (art. 15 CE), a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de su personalidad (art. 10.1 CE), así como, específicamente para los condenados, a que las penas privativas de libertad estén orientadas hacia la reeducación y reinserción social (art. 25.2 CE).
Además de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán (TCA) de 21 de junio de 1977, que obligó al legislador germano a fijar, en los casos de prisión perpetua, un plazo transcurrido el cual el recluso podía alcanzar la libertad condicional, plazo que, finalmente, se fijó en 15 años, dicha sentencia, así como alguna otra, como la de 8 de noviembre de 2006, han fundamentado, con argumentos constitucionales, la razón del establecimiento de ese plazo, así como el modo en que paliar, en lo posible, los efectos negativos de, en general, las penas largas de privación de libertad. El TCA opera en su motivación, primordialmente, con el derecho inviolable de toda persona -también de los condenados- a su dignidad, así como con las obligaciones que derivan de una nación constituida en un Estado social de Derecho. De acuerdo con ello la revisión preceptiva de la prisión perpetua, así como las condiciones de la ejecución de la pena, las deriva el TCA de la obligación del Estado de "contrarrestar" los efectos dañinos de las penas de larga duración, que pueden llevar a modificaciones deformadoras de la personalidad, tanto en el aspecto somático como en el espiritual y psiquiátrico, lo que estaría en contradicción con la inviolabilidad de la dignidad de la persona.
En el mismo sentido se han pronunciado las Recomendaciones (2003) 23 y (2006) 2 del Consejo de Ministros de la Unión Europea en relación a la prisión perpetua y a otras penas de larga duración en el sentido de que el tratamiento penitenciario de esos reclusos debe estar orientado a contrarrestar los efectos negativos y orientado a reinsertarlos con éxito en la sociedad, debiendo "[ajustarse] la vida en prisión lo máximo posible a los aspectos positivos de la vida en el exterior".
Dentro de esta conexión, el TCA pone como ejemplos de cómo "contrarrestar" tales efectos perjudiciales, que a los penados con reclusión perpetua les puedan ser concedidos permisos de salida así como el régimen abierto.
Además de que, de acuerdo con los estudios empíricos sobre la materia, penas inamovibles de 25, 35 o 40 años producen daños irreversibles en el soma y en la psique de los reclusos, para acabar de arreglarlo la práctica penitenciaria española con los responsables de los delitos más graves es la de mantenerlos durante todo el tiempo de su condena en primer grado de clasificación penitenciaria, es decir: en un régimen que durante todos los años de su interminable condena les mantiene en una celda aislada en la que permanecen encerrados, sin salidas al patio, al menos 21 horas diarias, sometidos a cacheos diarios, sin permiso alguno de salida, sin contacto con otros presos y desayunando, comiendo y cenando entre barrotes. En esta situación de régimen cerrado se encuentran, según informa El País de 21 de marzo de 2018, el 88% de los 243 presos de ETA y, de acuerdo con una noticia del mismo periódico de 18 de marzo de este año, desde hace casi 15 años, Tony Alexander King, el asesino de Sonia Carabantes y de Rocío Wanninkhof, clasificación de régimen cerrado que es el que, lógicamente y en el futuro, también se les aplicará a los condenados a 40 años de prisión efectiva y de prisión permanente revisable. Un encarcelamiento en estas condiciones, que sólo puede tener como consecuencia el aniquilamiento físico y moral del recluso, es impropio de un Estado social de Derecho, atenta contra la dignidad humana, el fin resocializador de las penas y la prohibición de tratos inhumanos, y hace todo lo contrario de lo que prescriben las recomendaciones del Consejo de Ministros europeo.
Asumiendo íntegramente las reclamaciones de las asociaciones de víctimas del terrorismo, el CP exige ahora, para que los etarras condenados a prisión permanente revisable puedan acceder a la libertad condicional, que cumplan con unas condiciones que no puedo por menos que calificar de inasumibles. En primer lugar, que el condenado «haya colaborado activamente con las autoridades... para la identificación, captura y procesamiento de responsables de delitos terroristas», una exigencia que, incluso éticamente, me parece discutible. Un escritor tan preocupado por problemas morales como Graham Greene, autor del guión de la película El tercer hombre, plantea el dilema que se le presenta a Holly Martins (Joseph Cotten) entre prestarse a la captura de su íntimo amigo, y traficante de penicilina adulterada, Harry Lime (Orson Welles) o, renunciado a ello, regresar a América, decidiéndose por la primera alternativa, traición que no le perdona su novia actual, encarnada por Alida Valli, que antes lo había sido de Harry Lime, sin que Graham Greene tome posición sobre cuál de las dos conductas sería la éticamente correcta. De otras exigencias, como las del arrepentimiento del penado o la de pedir sincero perdón a las víctimas, me he ocupado ya, críticamente, en un artículo publicado en EL MUNDO de 24 de abril de 2015, para rechazarlas, porque para un Derecho penal no moralizante lo único decisivo no debe ser que el condenado se convierta en un policía y experimente sentimientos que no está en su mano poder controlar, sino únicamente que tenga un pronóstico favorable de que no va a volver a delinquir, criterio de no-peligrosidad que es, según el TCA, el único que debe decidir si el delincuente debe quedar o no en libertad.
Rechazando -como rechazo- la pena de prisión permanente revisable, y que se ejecuta en España de una manera tan distinta a como se hace en los países de nuestro entorno, no obstante, y naturalmente, yo también comparto la preocupación de que hay que proteger a la sociedad de delincuentes peligrosos condenados ante la eventualidad de que, una vez en libertad, vuelvan a cometer los mismos delitos; pero esa peligrosidad no se debe combatir con penas, sino con medidas de seguridad. Como la pena tiene un carácter aflictivo -por eso se cumple en un establecimiento penitenciario-, y se impone para retribuir el mal hecho en el pasado, no se entiende por qué, entre dos violadores, puede liberarse al no-peligroso, mientras que debe seguir en prisión otro que ha cometido el mismo delito, pero en el que concurre un riesgo de reiteración; porque si el primer delincuente no peligroso ha saldado ya su deuda con la sociedad, al cabo de unos determinados años de privación de libertad, por los mismos motivos, y porque el delito ha sido el mismo, debería considerarse que el segundo delincuente ha saldado también esa cuenta. Ciertamente que este último sigue siendo peligroso y que, potencialmente, puede incurrir en futuros delitos; pero ni es responsable de su peligrosidad -porque no la puede evitar: ¡qué más querría él!- ni debe pagar con la permanencia en prisión por delitos que sólo hipotéticamente pudiera cometer, pero que, de hecho, no ha cometido. Esa peligrosidad no debe combatirse prolongando la pena de prisión, que sólo debe imponerse por los hechos pasados: esa peligrosidad se combate, no con la prisión, sino con medidas de seguridad de carácter no aflictivo como las de internamiento en un centro no penitenciario o, en los casos en que ello sea suficiente, con otras de carácter ambulatorio.
Mi rechazo de la prisión permanente revisable se basa en que es inútil desde un punto de vista de prevención general, en que, desde el de la prevención especial, ciertamente que hay que -una vez cumplida su condena- proteger a la sociedad de delincuentes peligrosos, pero no con la prolongación de la pena de prisión, sino con medidas de seguridad, y, finalmente, en que las penas largas privativas de libertad causan daños irreparables a aquellos a los que se les aplican, vulnerándose, así, derechos fundamentales de los que también son titulares los delincuentes condenados.
Muchas gracias por su atención, especialmente a los que me la han prestado, a pesar de no estar de acuerdo con mis opiniones.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho penal de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Su último libro El Derecho penal en el mundo(Aranzadi 2018) contiene, entre otros trabajos, la mayoría de los artículos que ha publicado en este periódico durante los últimos años.