Notas por la reconciliación de los vascos
(Publicado en la Revista Internacional de
Estudios Vascos- RIEV-, numero 55-2, en Diciembre de 2010, paginas 395-416)
Con un añadido de diciembre de 2011. En parte recoge mi intervención en la entrega del premio de Eusko Ikaskuntza- Caja Laboral de 2009
La
novela de Bernardo Atxaga, “El hijo del acordeonista”[1] tiene
la desagradable virtud de hacernos revivir, a los que tenemos la edad del
autor, historias que la memoria, aunque quiera, no puede olvidar. Los años de
plomo de la dictadura franquista, en el corazón de la Guipúzcoa rural o
semiurbana, con escapadas a la capital, afloran en los personajes de Atxaga.
La lectura de su novela llega un momento
en que se hace insoportable pues resulta difícil mantenerse en la posición del
lector espectador y no sucumbir en la del lector que se identifica, si no con
el personaje, ¿con qué personaje además?, sí con el paisanaje.
Uno
recuerda, siendo niño, debía ser en los finales de los cuarenta o comienzos de
los cincuenta, que en Urbasa además de jugar a pelota, hacer caminatas y comer
tortilla de chorizo, nos tumbábamos al suelo para, sujetándonos por atrás los
pies, asomarse al Balcón de Pilatos. Todavía hoy el vértigo me puede no sea mas
que viendo un documental de esos que nos muestran a gentes escalando montañas
verticales. Debió ser en alguna de aquellas visitas al Balcón de Pilatos cuando
mi padre me dijo que en la guerra arrojaron no sé quienes a quienes a punta de
bayoneta por el Balcón. Alguien, antes del despeñamiento, debió decir que, como
cristiano que era, debía reconciliarse con sus ejecutores antes de morir, de
tal suerte que dándole un último abrazo…mortal consiguió que ambos cayeran al
precipicio. Nunca he sabido si esto es cierto o no. Tampoco lo he investigado
pero, ha sido cierto para mi, tanto que tantos años después se me aparece como
uno de los recuerdos que más han marcada mi infancia, mi juventud y mi vida
entera.
Fueron años de plomo. Pocos después, durante varios años viví una experiencia que todavía sigue viva en mi memoria. Fue en Segura, pequeña localidad guipuzcoana, perdida a la sombra del Aitzgorri, donde dicen que una cacicada de un jauntxo del siglo XIX impidió que el tren de Madrid pasara por allí, lo que apartó a Segura de las rutas comerciales. El 2 de abril de 1956, un cura fuera de serie, Cesareo Elgarresta creó Radio Segura, todavía emitiendo. Allí íbamos a rezar el rosario, allí escuché por primera vez las rapsodias húngaras de Listz, hice pinitos en la radio. Al bajar la pendiente escalera de la emisora, nos dábamos de bruces, en la calle del medio, Erdiko kalea, con el cuartelillo de la Guardia Civil. Entre mis amigos había uno que vivía en la casa del cura, en realidad recogido en la casa del cura pues sus padres, adineraros nacionalistas fueron expoliados tras la guerra civil. Solía ir a San Juan de Luz a estar con sus padres. En forma velada me fui enterando, como nos enterábamos entonces de las cosas, por briznas de frases escuchadas en las comidas familiares, en los silencios de mi amigo, en sus furtivas mirabas al bajar de la emisora y toparnos con el Guardia Civil….Hoy mi amigo no guarda rencor. Hace poco, también me decía, que no veía inconveniente alguno, bien al contrario, en que se erigiera un monolito en recuerdo de las víctimas de ETA.
En
la escuela nos obligaban a cantar el “cara al sol” al terminar el día y aunque
yo no guardo mal recuerdo de mi maestro no puedo olvidar las lágrimas
silenciosas de algunos de mis compañeros. Tampoco guardo mal recuerdo del Jefe
local de Falange, creo que se decía así, que nos organizaba encuentros
juveniles en un local que, después supe, había sido requisado al PNV y, hoy, es
el batzoki de Beasain. Hace unos cuatro o cinco años aquel Jefe local,
excelente persona, me abordó en San Sebastián para decirme que tenía unos
documentos “de juventudes”, de “entonces” que quizás me pudieran servir.
“Hicimos lo que pudimos, no todo lo hicimos mal” me medio susurro. Creo que no
le presté la atención debida y nada más he vuelto a saber de él.