Hanna Arendt, Eichmann, Hoss, ETA y +
(Respecto
de lo que digo de Euskadi agradecería alguna opinión, particularmente si es
crítica, en este blog o en mi correo javierelzo@telefonica.net.
Gracias)
Hanna Arendt al final del post- scriptum,
a modo de respuesta a las criticas recibidas por su célebre y polémico ensayo
“Eichmann en Jerusalén”, escribe que “en la actualidad, son muchos los que
están dispuestos a reconocer que la culpa colectiva, o, a la inversa, la
inocencia colectiva, no existe, y que si verdaderamente existieran no habría
individuos culpables o inocentes”. Con ello, quiere dejar claro que, más allá
de condicionantes colectivos, cada persona es responsable de sus actos, que hay
una responsabilidad individual que no cabe diluir en supuestas
responsabilidades colectivas. (Prefiero el término responsabilidad al de
culpa). Según dijo Eichmann en el juicio, el factor que más contribuyó a
tranquilizar su conciencia fue el simple hecho de no hallar a nadie, absolutamente
a nadie (salvo una excepción), que se mostrara contrario a la Solución Final (de
exterminio de los judíos). Pese a ello Hanna Arendt defendió la condena a
muerte de Eichmann.
Añado como un
inciso (y más que un inciso) una reflexión de Rudolf Hoess acerca de Eichmann,
en un libro cuyo título describe su contenido “El Comandante de Auschwitz
habla”. Tras indicar que tuvo ocasión de hablar muchas veces con Eichmann
sobre la solución final, y manifestar Hoess sus escrúpulos internos anta la barbaridad
cuya ejecución él mismo supervisaba, (escrúpulos de cuya veracidad y sinceridad
podemos argüir, como poco, la hipótesis de la duda pues nunca los manifestó en
público ni a su propia mujer), sostiene que Eichmann no tenía duda alguna ni
siquiera cuando lograba Hoess que bebiera mucho, ni cuando podía hablar con
seguridad sin oídos ajenos a los del propio Hoess. Este escribe que “con una
obstinación demente, Eichmann propugnaba la aniquilación total de todos los
judíos que se pudieran capturar. Había que proseguir la exterminación con toda
la rapidez posible, sin piedad, añadía Eichmann”. A continuación Hoess escribe
que “en tales circunstancias debía enterrar los escrúpulos de su corazón.
Incluso debo confesar que tras una conversación con Eichmann, esos escrúpulos,
aunque tan humanos, adoptaban en mi mente el aspecto de una traición hacia el
Führer”. Aspecto este de la lealtad a Hitler (las SS juraban lealtad al Führer)
fue capital en la determinación de las acciones mas horribles de los nazis. (El
libro de Hoess lo he leído en francés y las referencias que cito están en las
páginas 189-190. Ed. La
Découvert 2005. Hay una edición en castellano de este libro
con un prólogo, que parece ser muy bueno, de Primo Levi que no he leído.
(Rudolf Hoss. “Yo comandante de Auschwitz” Ediciones B, 2009). El libro
de Hoss (o Hoess) me parece tan escalofriante, al par que esclarecedor, que
espero consagrarle una entrada en este blog próximamente.
Pero volvamos a Hanna Arendt. A renglón
seguido del texto que arriba trascribo, añadió que, “desde luego, esto no
implica negar la existencia de la responsabilidad política, la cual existe con
total independencia de los actos de los individuos concretos que forman el
grupo, y, en consecuencia, no puede ser juzgada mediante criterios morales, ni
ser sometida a la acción de un tribunal de justicia. Todo gobierno asume la
responsabilidad política de los actos, buenos y malos, de su antecesor, y toda
nación la de los acontecimientos, buenos o malos, del pasado. Cuando Bonaparte,
tras la revolución, al acceder al poder en Francia, dijo: «Asumiré la
responsabilidad de todo lo que Francia ha hecho, desde los tiempos de San Luis
a los del Comité de Salud Pública», se limitó a manifestar, con cierto énfasis,
una de las características básicas de la vida política. Hablando en términos
generales, ello significa, ni más ni menos, que toda generación, debido a haber
nacido en un ámbito de continuidad histórica, asume la carga de los pecados de
sus padres, y se beneficia de las glorias de sus antepasados. Pero aquí, en
esta hora, no nos hemos referido a este tipo de responsabilidad que no es
personal, ya que únicamente en sentido metafórico puede uno decir que se siente
culpable, no por lo que uno ha hecho, sino por lo que ha hecho el padre o el
pueblo de uno. (Moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin
haber hecho nada concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es
realmente culpable de algo.) Cabe concebir que llegue el día en que ciertas
responsabilidades políticas de las naciones sean sometidas a la autoridad de un
tribunal internacional; pero es inconcebible que tal tribunal sea un tribunal
de lo penal que se pronuncie sobre la culpa o inocencia de individuos
determinados”. (“Eichmann en Jerusalén”. Ed. Debolsillo, 2009, pp.432-433).
Este ensayo de Hanna Arendt es de 1963.
Tiene cincuenta años y desde entonces ya empezamos a tener, aunque con
limitaciones, instancias internacionales de justicia. Por ejemplo, y no es el
único, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Creo que en Euskadi tenemos que saber
deslindar, y asumir, las responsabilidades personales y las que algunos
colectivos (de más de un signo) han cometido, tanto en la post-guerra civil
como en los cincuenta años de ETA. Hay responsabilidad colectiva por parte de
Herri Batasuna como organización cuando durante tantos años legitimó a veces
afirmativamente (la violencia de ETA era consecuencia de una violencia
primigenia, cuando se gritaba en sus manifestaciones “ETA mátalos”, lo que
algunos hemos soportado a escasos metros, con una Ertzaina que se limitaba a
ejercer de notario); veces,
encubriéndola (son las consecuencias no deseadas de un conflicto que los
“otros” no quieren resolver); sea mirando a otro lado sin más. Hace años
escribí que HB es quien debe pedir perdón a las víctimas de ETA, al pueblo
vasco y, por la parte que les ha tocado padecer, al pueblo catalán y al pueblo
español. Herri Batasuna, bajo todas las denominaciones que ha adoptado es
colectivamente responsable de la violencia que durante tantos años ha ejercido
ETA. Evidentemente también lo es ETA. Como organización, es colectivamente
responsable, así como cada uno de sus militantes individualmente considerados,
que salvo casos excepcionales (que los hay, véase la vía Nanclares, que hay que
reconocer con agrado, proteger y ayudar) no sienten arrepentimiento alguno por
el mal causado. Pero de ETA, como organización, espero tan poco como cabía, o
cabe, esperar de las SS, o de la policía secreta soviética, china, cubana o de
Corea del Norte).
Pero, sin simetrías ni ocultaciones, los
responsables de las fuerzas de seguridad del Estado español y algunas
asociaciones de jueces pues hubo juicios que condenaron a miembros de ETA con
la sola base de las declaraciones de la policía, muchas veces arrancadas bajo
la tortura, son también colectivamente responsables de la forma como se trató a
miembros de ETA, una vez detenidos. Junto al agradecimiento a los cuerpos y
fuerzas de seguridad del Estado, así como a muchos jueces y fiscales que se
jugaron la vida para liberarnos de ETA, hay que añadir que tanto
individualmente (por practicar la tortura y por emitir juicios con la sola base
de confesiones arrancada bajo la tortura) como colectivos, en muchas ocasiones,
no estuvieron a la altura requerible ante los evidentísimos casos de tortura
que, en muchos momentos, fueron sistemáticos y no aclarados, ni perseguidos
pese a las denuncias, nada sospechosas de imparcialidad como, entre otros
organismos, Amnistía Internacional. La prensa que, justamente, condenó el
terrorismo de ETA, fue en general laxa ante las torturas. La historia será
implacable con ETA. Pero también contra quienes, luchando contra ella,
utilizaron la tortura y emitieron duras condenas sin pruebas suficientes. Sin
hablar del constante aumento de las penas en el Código Penal y su diferente
administración penitenciaria según fueran los victimarios miembros de los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado o miembros de ETA. Y como escribe
bien Hanna Arendt en Jerusalén se juzgaban personas. Como en España. Pero con
pesos diferentes.
No es tarea fácil. No es fácil, en
efecto, reconocer que “los nuestros” también han cometido atrocidades. Hanna
Arendt, judía, y que vivió la represión nazi, sin falsas simetrías pero sin
ocultamientos ideológicos, no dudó en señalar el infame comportamiento de
determinados judíos. He aquí unos ejemplos de su texto: “Para los judíos, el
papel que desempeñaron los dirigentes judíos en la destrucción de su propio
pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los más tenebrosos capítulos de la
tenebrosa historia de los padecimientos de los judíos en Europa.(…) En Amsterdam
al igual que en Varsovia, en Berlín al igual que en Budapest, los
representantes del pueblo judío formaban listas de individuos de su pueblo, con
expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de
pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las
viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que
colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que
debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de
colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto
orden, para facilitar a los nazis su confiscación”. (Eichmann en Jerusalén pp.
173-174).
Obviamente, Hanna Arendt perdió muchos
amigos. Amigos judíos. Dijeron que exageró el comportamiento de algunos
dirigentes judíos. Hoy la tacharían de equidistante. La película que lleva su
nombre lo muestra bien.