Hay que redescubrir que las
religiones son también depósitos de compromiso y de esperanza
Un cristianismo para la era
secular y post- secular
La libertad individual, no está inicialmente
frenada más que por la libertad de los otros y algunas reglas indispensables al
vivir juntos. Pero es una libertad vacía, sin contenido, una libertad negativa,
una libertad que nos expone a toda suerte de alineaciones y a dependencias
En Europa occidental las Iglesias católica y
protestante han aprendido poco a poco a integrar su autocomprensión en el hecho
de que no representan ya en la actualidad, ellas solas, las normas de lo
religioso en la era secular y ya, aunque en germen en España, todavía, la era
post - secular
Una laicidad democrática y no autoritaria no debe
descalificar y deslegitimar los interlocutores religiosos bajo el pretexto que
estarían en contra de ciertas evoluciones, incluso en el caso de que hubieran
sido legalizadas
23.07.2021 | Javier Elzo
La
'ultra modernidad' (que otros denominan 'era postmoderna' y que, en el
contexto de lo religioso, nosotros preferimos el termino de 'era
post-secular'), es el resultado de todo un proceso que ha conducido al ser
humano occidental a buscar emanciparse de numerosas
coacciones colectivas, religiosas y otras, que limitaban su libertad
individual. Hoy, esta última, no está inicialmente frenada más que por la
libertad de los otros y algunas reglas indispensables al vivir juntos.
Pero esta
libertad está vacía, no tiene contenido, es una libertad negativa, una libertad
que nos expone a toda suerte de alineaciones y a dependencias,
una libertad qué siendo objeto de manipulaciones exteriores nos lleva al
fundamentalismo del mercado y al dictado de lo tenido por correcto. En una
sociedad liberal la cuestión del sentido de la vida es reenviada a la esfera
privada, a la intimidad de cada uno, pues la sociedad, en ella misma, no es
portadora de sentido. La sociedad, aunque divinizada, está radicalmente
secularizada.
En
la sociedad occidental ultramoderna, (EEUU, Francia, Gran Bretaña, Alemania y
centro Europa, los países nórdicos, y gran parte de España), la radicalización
incluso de la secularización está conduciendo a lo religioso al corazón de la
vida colectiva pública. Es un retorno
activo, no siempre visible, de la participación de los actores e instituciones
religiosas en la elaboración del bien común individual y colectivo,
mientras que se ha creído poder encerrar lo religioso en la conciencia
individual privada y en la práctica de ritos al interior de los edificios de
culto. Es la exculturación sociocultural y política de lo religioso. Algo a lo
que nunca el cristianismo ha querido reducirse. Un retorno que acepta
inscribirse en el marco del debate público democrático y que no demanda nada de
particular más que de participar, al lado y con los otros, en una discusión
colectiva sin que la calificación religiosa de los contribuyentes sea un motivo
de descalificación o de marginalización. Tampoco de supremacía.
¿Por qué hablamos de una radicalización de la secularización? Porque los ideales seculares que hemos tenido tendencia a presentarlos como alternativas a los ideales religiosos se encuentran ellos mismos desencantados. Ya no es la creencia en las promesas políticas la que viene a reemplazar la creencia en las promesas religiosas; tampoco la creencia en la autoridad de los “maîtres d'école” (grandes intelectuales) se sustituiría a la de los sacerdotes; el reconocimiento del profesionalismo de los asistentes sociales reemplazaría el compromiso existencial de las mujeres y hombres de caridad; la confianza acordada a los técnicos y sabios reemplazaría aquella acordada a los saberes y técnicas tradicionales. Pues todas estas autoridades seculares están ellas mismas quebrantadas, puestas en discusión.
Esta
secularización de los ideales seculares es particularmente neta en el dominio
de la política, con el aumento del desenganche e incredulidad de los ciudadanos
hacia la política, hacia los políticos, como muestran Informes Internaciones,
incluso con afán prospectivo. Pienso, por ejemplo, en el Informe de Tendencias
Globales” que publicó en marzo pasado el Consejo Nacional de Inteligencia de EE
UU. En tal coyuntura es llamativo constatar que, tanto en los filósofos y
sociólogos agnósticos o ateos como André
Comte-Sponville, Jürgen Habermas, Salvador
Giner, Edgar Morin,
como en los inscritos en una tradición religiosa como Paul
Ricoeur, Pierre Manent, Jesús
Martinez Gordo, Andrés Torres Queiruga,
encontramos diversas formas de reconsiderar el ámbito y el papel de lo
religioso, en el marco de las sociedades secularizadas y pluralistas de hoy, en
el sentido de un reconocimiento de la legitimidad de su participación en los
debates públicos a condición que no quieran imponer nada. Entiéndase bien.
No
se trata de una vuelta de lo religioso en el sentido en el que se volvería a un
estado anterior a la “era secular” que diría Charles Taylor, en las relaciones
Iglesia-Estado, cómo si las religiones volvieran a recuperar el poder sobre la
sociedad y los individuos. Este último planteamiento solamente es sostenido por
los nostálgicos de la “era de cristiandad” que, afortunadamente, no ha de
volver. En la actualidad, se trata de
reconfigurar el espacio y el papel de lo religioso en las sociedades
radicalmente secularizadas dónde las promesas
seculares están, ellas mismas, desencantadas.
El cristianismo en medio de la modernidad desencantada
En
tal coyuntura, tanto lo religioso como que lo secular evolucionan y reajustan
sus relaciones: un cristianismo cada vez más desmitologizado y valorando,
defendiendo y postulando su ética universal de la fraternidad, “el ethos del
amor” universal e incondicional, como sostiene Hans
Joas, este cristianismo
encuentra positivamente una política o un político desescatologizado y
desencantado en la búsqueda de fuerzas convincentes y
motivantes para construir la sociedad de mañana. De ahí las sinergias positivas
entre lo político y lo religioso, lo que no impide que haya conflictos y
desacuerdos profundos como se ha visto en el caso del “matrimonio para todos”
en Francia, y la ley de eutanasia, y de las uniones “trans”, en España. Pero,
en eso consiste la democracia moderna.
Siendo
el cristianismo una religión de la Encarnación de dimensión universalista, se
inscribe sin problema en una configuración favorable a la participación de las
religiones en la vida pública. En Europa occidental las
Iglesias católica y protestante han aprendido poco a poco a integrar su
autocomprensión en el hecho de que no representan ya en la actualidad, ellas
solas, las normas de lo religioso en la era secular y
ya, aunque en germen en España, todavía, la era post - secular. Estamos viviendo,
en nuestros días, el paso del cristianismo heredado al cristianismo por
elección, lo que no quiere decir que tengamos que hacer “tabla rasa” de la
herencia de 20 siglos de cristianismo, en la actualidad más universal,
geográficamente hablando, de los que nunca ha sido en la historia. Esta nueva
condición social del cristianismo le permite hacer valer sin complejos sus
posiciones y sus acciones en las sociedades pluralistas, en las que el Estado
pena a regular una pluralidad acentuada de concepciones del hombre y del mundo
y de las diferentes opciones éticas presentes en la sociedad.
La interpelación de lo religioso a lo político
La
interpelación religiosa que impide a lo político dormitar si se encierra en el
bienestar de sus votantes, es una evocación del papel de los cristianos
respecto de lo político (en otras latitudes hablaría de los budistas,
musulmanes, judíos etc., siempre que propugnen el universalismo ético) que no
está tan lejos de las posturas actuales de algunas iglesias cristianas respecto
del poder. Frente al riesgo de no tratar
humanamente a los refugiados, los extranjeros y los autóctonos en situación de
extrema precariedad (por ejemplo, las personas de edad avanzada con
pocos recursos, y las personas incapacitadas), y frente a los riesgos de la
estigmatización de ciertas poblaciones como los gitanos, los migrantes pobres,
etc., las autoridades religiosas y los que se dicen cristianos, deben movilizar
la ética de la fraternidad cristiana, el “ethos del amor”. Que sea Caritas
católica, la Acción Social Protestante, numerosos benévolos sacan recursos
movilizadores, de carácter ético, del cristianismo para comprometerse en las
acciones de solidaridad e interpelar a los poderes públicos sobre su deber de
humanidad.
Pero
también sobre otros temas las religiones quieren hacer patente su voz: sobre la
sexualidad, género, filiación, la gestación por otra persona o la procreación
médicamente asistida, la legalización de la eutanasia etcétera. En estos temas,
especialmente ciertas voces laicas, tienen tendencia a querer reenviar las
iglesias a su sacristía y les solicitan que se limiten a lo que, supuestamente
les concierne únicamente, esto es, a las cuestiones
espirituales y de culto. Como si las religiones se
limitarán al fuero interno y a las prácticas en los edificios del culto.
Cabe preguntarse si, finalmente, no habría tendencia a seleccionar el papel de la religión en el espacio público, en forma positiva en ciertos ámbitos, especialmente en el de la ética social y de forma negativa en otros, particularmente en los de la ética sexual y familiar. Pero la participación de grupos religiosos al debate público no es de geometría variable según los temas, y su legitimidad no depende de su grado de conformidad con las tendencias seculares del momento. Lo esencial es respetar las leyes del país, inscribir su acción en el marco democrático de una sociedad laica donde, incluso, si las voces cristianas son rigurosamente opuestas a una evolución, esta evolución debe ser aceptada y desembocar en una ley que pueda devenir una ley de todos y para todos. Entre tanto, aquí también, habrá conflictos, como los ha tenido el cristianismo, en su interior (como en la actualidad, valorando la acción del papa Francisco), como en sus relaciones con la sociedad y el poder de cada momento, a lo largo de su historia.
Una
laicidad democrática y no autoritaria no debe descalificar
y deslegitimar los interlocutores religiosos bajo el pretexto que estarían en
contra de ciertas evoluciones, incluso en el
caso de que hubieran sido legalizadas. Así, por ejemplo, en cuanto a la
condición de género del ser humano, la igualdad de los hombres y de las
mujeres, hay diferentes formas de concebirlas y no hay ninguna razón para que
un Estado secular excomulgue, esto es, impide y castigue, la expresión pública,
pacifica, de ciertas concepciones en provecho de otras. Lo que no quiere decir
que no legisle de acuerdo a la mayoría, aunque, si es responsable, procurará
hacerlo con el mayor acuerdo posible.
En
ciertos temas no vale la mayoría del 51 %. Las
tensiones son inevitables entre las religiones y las evoluciones dominantes en
la sociedad. Estás tensiones no son solamente inevitables, sino
que son estructurales y testimonian una buena salud de la laicidad. En efecto
el deber de la democracia es el de permitir lealmente la expresión de estas
tensiones más que de querer aniquilarlas con el único provecho de uno de los
polos del debate. Es lo que Paul Ricard llamaba una “laicidad positiva de
confrontaciones” que hace justicia a la diversidad de la sociedad civil.
Hay
que redescubrir que las religiones alimentan también
compromisos solidarios y profundamente altruistas,
que son depósitos de compromiso y de esperanza que pueden socializar a las
personas, en particular los jóvenes, en una normatividad estructurada y
estructurante, prevenirlos contra el pesimismo e incitarlos a actuar, sean las
que sean las dificultades del presente.
Los riesgos de las lecturas políticas del cristianismo
Reconocer
este depósito de convicciones y de acciones que representa el cristianismo,
como otras religiones, no significa por otra parte que, como toda realidad
militante y de convicción, el cristianismo pueda generar, y de hecho ha
generado en ciertas circunstancias, actividades intolerantes e incluso
fanatismos y violencias. Así, por ejemplo, las
religiones pueden conducir a encerrar a sus miembros en su red,
cortándoles lo más posible de la sociedad en la que se desarrollan, incluso
hacerles percibir la sociedad global como una realidad diabólica de la que es
preciso huir y combatir.
Es
el caso de Rod Dreher con lo que denomina “la opción benedictina”. En
efecto, el cristianismo no está indemne de estas tendencias,
así en el catolicismo tradicionalista conservador que manifiesta simpatías por
la extrema derecha y en las franjas fundamentalistas del protestantismo que
quisieran reconquistar la sociedad. Aunque la utilización partidista de lo
religioso no se limita a la extrema derecha y al mundo tradicional. También en
la extrema izquierda, como vemos ahora, por ejemplo, en Nicaragua, con la
lectura que se hace en España, atribuyendo la responsabilidad de su mala
situación, casi en exclusiva, al maligno poder estadounidense.
Superar el individualismo reinante
Por
otra parte, si el humanismo democrático se ha construido a veces en oposición a
las religiones, estas últimas pueden, en un mundo secular desencantado, devenir
preciosos garantes de una superación de un individualismo
que se cruza con una mundialización, rasgos de la
sociedad de nuestros días. El cristianismo, en la diversidad de sus expresiones
confesionales, se encuentra cada vez más tranquilo para esta defensa del
humanismo democrático pues no son extranjeras a su propia emergencia.
En
las incertidumbres y en las inseguridades identitarias del régimen
ultramoderno, el cristianismo reencuentra no el poder, sino la influencia. Es,
incluso, esta pérdida de poder sobre la sociedad y en su aceptación del marco
laico de la sociedad del cristianismo posmoderno y post-secular (aunque no
todos los cristianos comulgan, todavía con esta idea), lo que le permite ser
apreciado, también como proveedor de sentido
y de esperanza en una sociedad bastante desbrujulada.
Un cristianismo incubador y propulsor de acciones solidarias en un entorno en
el que “el cada uno para si” tiende a desarrollarse con fuerza.
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