Un
cristianismo para la era secular y post- secular.
(Notas
tras la lectura del capítulo ”Desencantamiento del
mundo y radicalización de una secularización”, redactado por Philippe Portier
et Jean-Paul Willaime, del libro dirigido por Dominique Reynié : Autores varios, “Le XXIe siècle du
christianisme Ed du Cerf. Mayo de 2021, 377 pp.)
Sobre
la secular modernidad avanzada y su desencantamiento
La ´ultra modernidad´ (que otros denominan ´era postmoderna´ y que, en el
contexto de lo religioso, nosotros preferimos el termino de ´era post- secular´),
es el resultado de todo un proceso que ha conducido al ser humano occidental a buscar
emanciparse de numerosas coacciones colectivas, religiosas y otras, que
limitaban su libertad individual. Hoy, esta última, no está inicialmente
frenada más que por la libertad de los otros y algunas reglas indispensables al
vivir juntos. Pero está libertad está vacía, no tiene contenido, es una
libertad negativa, una libertad que nos expone a toda suerte de alineaciones y a
dependencias, una libertad qué siendo objeto de manipulaciones exteriores nos
lleva al fundamentalismo del mercado y al dictado de lo tenido por correcto. En
una sociedad liberal la cuestión del sentido de la vida es reenviada a la
esfera privada, a la intimidad de cada uno, pues la sociedad, en ella misma, no
es portadora de sentido. La sociedad, aunque divinizada, está radicalmente
secularizada.
En la sociedad occidental ultramoderna, (EE. UU, Francia, Gran Bretaña,
Alemania y centro Europa, los países nórdicos, y gran parte de España), la
radicalización incluso de la secularización está conduciendo a lo religioso al
corazón de la vida colectiva pública. Es un retorno activo, no siempre visible,
de la participación de los actores e instituciones religiosas en la elaboración
del bien común individual y colectivo, mientras que se ha creído poder encerrar
lo religioso en la conciencia individual privada y en la práctica de ritos al
interior de los edificios de culto. Es la exculturación sociocultural y
político de lo religioso. Algo a lo que nunca el cristianismo ha querido
reducirse. Un retorno que acepta inscribirse en el marco del debate público
democrático y que no demanda nada de particular más que de participar, al lado
y con los otros, en una discusión colectiva sin que la calificación religiosa
de los contribuyentes sea un motivo de descalificación o de marginalización.
Tampoco de supremacía.
¿Por qué hablamos de una radicalización de la secularización? Porque los
ideales seculares que hemos tenido tendencia a presentarlos como alternativas a
los ideales religiosos se encuentran ellos mismos desencantados. Ya no es la
creencia en las promesas políticas la que viene a reemplazar la creencia en las
promesas religiosas; tampoco la creencia en la autoridad de los “maîtres
d´école” (grandes intelectuales) se sustituiría a la de los sacerdotes; el
reconocimiento del profesionalismo de los asistentes sociales reemplazaría el
compromiso existencial de las mujeres y hombres de caridad; la confianza
acordada a los técnicos y sabios reemplazaría aquella acordada a los saberes y
técnicas tradicionales. Pues todas estas autoridades seculares están ellas
mismas quebrantadas, puestas en discusión.
Esta secularización de los ideales seculares es particularmente neta en el
dominio de la política, con el aumento del desenganche e incredulidad de los
ciudadanos hacia la política, hacia los políticos, como muestran Informes
Internaciones, incluso con afán prospectivo. Pienso, por ejemplo, en el Informe
de Tendencias Globales” que publicó en marzo pasado el Consejo Nacional de
Inteligencia de EE UU. En tal coyuntura es llamativo constatar que, tanto en
los filósofos y sociólogos agnósticos o ateos como André Comte-Sponville, Jürgen
Habermas, Salvador Giner, Edgar Morin, como en los inscritos en una tradición
religiosa como Paul Ricoeur, Pierre Manent, Jesús Martinez Gordo, Andrés Torres
Queiruga, encontramos diversas formas de reconsiderar el ámbito y el papel de
lo religioso, en el marco de las sociedades secularizadas y pluralistas de hoy,
en el sentido de un reconocimiento de la legitimidad de su participación en los
debates públicos a condición que no quieran imponer nada. Entiéndase bien. No
se trata de una vuelta de lo religioso en el sentido en el que se volvería a un
estado anterior a la “era secular” que diría Charles Taylor, en las relaciones
Iglesia-Estado, cómo si las religiones volvieran a recuperar el poder sobre la
sociedad y los individuos. Este último planteamiento solamente es sostenido por
los nostálgicos de la “era de cristiandad” que, afortunadamente, no ha de
volver. En la actualidad, se trata de reconfigurar el espacio y el papel de lo
religioso en las sociedades radicalmente secularizadas dónde las promesas
seculares están, ellas mismas, desencantadas.
El cristianismo en el contexto de la modernidad desencantada
En tal coyuntura, tanto lo religioso como que lo secular evolucionan y
reajustan sus relaciones: un cristianismo cada vez más desmitologizado y
valorando, defendiendo y postulando su ética universal de la fraternidad, “el
ethos del amor” universal e incondicional, como sostiene Hans Joas, este
cristianismo, decía, encuentra positivamente una política o un político desescatologizado
y desencantado en la búsqueda de fuerzas convincentes y motivantes para
construir la sociedad de mañana. De ahí las sinergias positivas entre lo
político y lo religioso, lo que no impide que haya conflictos y desacuerdos
profundos como se ha visto en el caso del “matrimonio para todos” en Francia, y
la ley de eutanasia, y de las uniones “trans”, en España. Pero, en eso consiste
la democracia moderna.
Siendo el cristianismo una religión de la Encarnación de dimensión
universalista, se inscribe sin problema en una configuración favorable a la
participación de las religiones en la vida pública. En Europa occidental las Iglesias
católica y protestante han aprendido poco a poco a integrar su autocomprensión
en el hecho de que no representan ya en la actualidad, ellas solas, las normas de
lo religioso en la era secular y ya, aunque en germen en España, todavía, la
era post - secular. Estamos viviendo, en nuestros días, el paso del
cristianismo heredado al cristianismo por elección, lo que no quiere decir que
tengamos que hacer “tabla rasa” de la herencia de 20 siglos de cristianismo, en
la actualidad más universal, geográficamente hablando, de los que nunca ha sido
en la historia. Esta nueva condición social del cristianismo le permite hacer
valer sin complejos sus posiciones y sus acciones en las sociedades pluralistas,
en las que el Estado pena a regular una pluralidad acentuada de concepciones
del hombre y del mundo y de las diferentes opciones éticas presentes en la
sociedad.
La
interpelación de lo religioso a lo político
La interpelación religiosa qué impide a lo político dormitar si se encierra
en el bienestar de sus votantes, es una evocación del papel de los cristianos respecto
de lo político (en otras latitudes hablaría de los budistas, musulmanes, judíos
etc., siempre que propugnen el universalismo ético) que no está tan lejos de
las posturas actuales de algunas iglesias cristianas respecto del poder. Frente
al riesgo de no tratar humanamente a los refugiados, los extranjeros y los autóctonos
en situación de extrema precariedad (por ejemplo, las personas de edad avanzada
con pocos recursos, y las personas incapacitadas), y frente a los riesgos de la
estigmatización de ciertas poblaciones como los gitanos, los migrantes pobres,
etc., las autoridades religiosas y los que se dicen cristianos, deben movilizar
la ética de la fraternidad cristiana, el “ethos del amor”. Que sea Caritas
católica, la Acción Social Protestante, numerosos benévolos sacan recursos movilizadores,
de carácter ético, del cristianismo para comprometerse en las acciones de
solidaridad e interpelar a los poderes públicos sobre su deber de humanidad.
Pero también sobre otros temas las religiones quieren hacer patente su voz:
sobre la sexualidad, género, filiación, la gestación por otra persona o la procreación
médicamente asistida, la legalización de la eutanasia etcétera. En estos temas,
especialmente ciertas voces laicas, tienen tendencia a querer reenviar las
iglesias a su sacristía y les solicitan que se limiten a lo que, supuestamente
les concierne únicamente, esto es, a las cuestiones espirituales y de culto. Como
si las religiones se limitarán al fuero interno y a las prácticas en los
edificios del culto. Cabe preguntarse si, finalmente, no habría tendencia a seleccionar
el papel de la religión en el espacio público, en forma positiva en ciertos
ámbitos, especialmente en el de la ética social y de forma negativa en otros, particularmente
en los de la ética sexual y familiar. Pero la participación de grupos
religiosos al debate público no es de geometría variable según los temas, y su
legitimidad no depende de su grado de conformidad con las tendencias seculares
del momento. Lo esencial es respetar las leyes del país, inscribir su acción en
el marco democrático de una sociedad laica donde, incluso, si las voces
cristianas son rigurosamente opuestas a una evolución, esta evolución debe ser
aceptada y desembocar en una ley que pueda devenir una ley de todos y para
todos. Entre tanto, aquí también, habrá conflictos, como los ha tenido el
cristianismo, en su interior (como en la actualidad, valorando la acción del
papa Francisco), como en sus relaciones con la sociedad y el poder de cada
momento, a lo largo de su historia.
Una laicidad democrática y no autoritaria no debe descalificar y deslegitimar
los interlocutores religiosos bajo el pretexto que estarían en contra de
ciertas evoluciones, incluso en el caso de que hubieran sido legalizadas. Así,
por ejemplo, en cuanto a la condición de género del ser humano, la igualdad de
los hombres y de las mujeres, hay diferentes formas de concebirlas y no hay
ninguna razón para que un Estado secular excomulgue, esto es, impide y
castigue, la expresión pública, pacifica, de ciertas concepciones en provecho
de otras. Lo que no quiere decir que no legisle de acuerdo a la mayoría,
aunque, si es responsable, procurará hacerlo con el mayor acuerdo posible. En
ciertos temas no vale la mayoría del 51 %. Las tensiones son inevitables entre
las religiones y las evoluciones dominantes en la sociedad. Estás tensiones no
son solamente inevitables, sino que son estructurales y testimonian una buena
salud de la laicidad. En efecto el deber de la democracia es el de permitir
lealmente la expresión de estas tensiones más que de querer aniquilarlas con el
único provecho de uno de los polos del debate. Es lo que Paul Ricard llamaba
una “laicidad positiva de confrontaciones” que hace justicia a la diversidad de
la sociedad civil.
Hay que redescubrir que las religiones alimentan también compromisos
solidarios y profundamente altruistas, que son depósitos de compromiso y de
esperanza que pueden socializar a las personas, en particular los jóvenes, en
una normatividad estructurada y estructurante, prevenirlos contra el pesimismo
e incitarlos a actuar, sean las que sean las dificultades del presente.
Los
riesgos de las lecturas políticas del cristianismo
Reconocer este depósito de convicciones y de acciones que representa el
cristianismo, como otras religiones, no significa por otra parte que, como toda
realidad militante y de convicción, el cristianismo pueda generar, y de hecho
ha generado en ciertas circunstancias, actividades intolerantes e incluso
fanatismos y violencias. Así, por ejemplo, las religiones pueden conducir a
encerrar a sus miembros en su red, cortándoles lo más posible de la sociedad en
la que se desarrollan, incluso hacerles percibir la sociedad global como una
realidad diabólica de la que es preciso huir y combatir. Es el caso de Rod
Dreher con lo que denomina “la opción benedictina”. En efecto, el cristianismo
no está indemne de estas tendencias, así en el catolicismo tradicionalista
conservador que manifiesta simpatías por la extrema derecha y en las franjas
fundamentalistas del protestantismo que quisieran reconquistar la sociedad. Aunque
la utilización partidista de lo religioso no se limita a la extrema derecha y
al mundo tradicional. También en la extrema izquierda, como vemos ahora, por
ejemplo, en Nicaragua, con la lectura que se hace en España, atribuyendo la
responsabilidad de su mala situación, casi en exclusiva, al maligno poder
estadounidense.
Para superar el individualismo reinante.
Por otra parte, si el humanismo democrático se ha construido a veces en
oposición a las religiones, estas últimas pueden, en un mundo secular
desencantado, devenir preciosos garantes de una superación de un individualismo
que se cruza con una mundialización, rasgos de la sociedad de nuestros días. El
cristianismo, en la diversidad de sus expresiones confesionales, se encuentra
cada vez más tranquilo para esta defensa del humanismo democrático pues no son
extranjeras a su propia emergencia.
En las incertidumbres y en las inseguridades identitarias del régimen
ultramoderno, el cristianismo reencuentra no el poder, sino la influencia. Es,
incluso, esta pérdida de poder sobre la sociedad y en su aceptación del marco
laico de la sociedad del cristianismo posmoderno y post – secular (aunque no
todos los cristianos comulgan, todavía con esta idea), lo que le permite ser
apreciado, también. como proveedor de sentido y de esperanza en una sociedad
bastante desbrujulada. Un cristianismo incubador y propulsor de acciones
solidarias en un entorno en el que “el cada uno para si” tiende a desarrollarse
con fuerza.
Donostia San Sebastián, 21 de julio de 2021
Javier Elzo
(Para Religión Digital)
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