22 de diciembre de 1808: un concierto único en la historia.
Los vieneses pudieron leer en el cotidiano “Wiener Zeitung”
el 17 de diciembre de 1808 el anuncio de una “Akademia musical”, un concierto
organizado por Ludwig van Beethoven, para su beneficio económico personal. He
aquí, ligeramente resumido, el anuncio, obviamente publicado a instancias (y
pagado) por el propio Beethoven:
“El 22 de diciembre, Ludwig van Beethoven tendrá el honor de
ofrecer una Akademia musical en el
imperial Theater an der Wien. Todas las piezas son composiciones propias,
enteramente nuevas y todavía no oídas en público. (…) Primera parte. 1. Una
sinfonía, titulada, ´Una remembranza de la vida en el campo´, en fa mayor (n.º
5); 2, Aria; 3 Himno con texto en latín (…) con coros y solistas; 4. Concierto
para piano forte, interpretado por él mismo.
Segunda Parte: Gran Sinfonía en do menor (n º 6); 2. Himno
(…) con coros y solistas; 3. Fantasía para el pianoforte solo; 4. Fantasía para
piano - forte que termina con la entrada gradual de la orquesta completa y la
introducción de coros como finale”.
Digamos, de entrada, que Beethoven, mentiroso y tramposo
convulsivo, no dijo toda la verdad en su anuncio. En realidad, varias de las
obras ejecutadas en aquel concierto, no eran estrenos. Así el aria de la
primera parte era el “¡Ah! perfido” con una interprete de ultima hora que la
pifió completamente. Los dos Himnos eran: en la primera parte el Gloria y en la
segunda el Sanctus y el Benedictus de su Misa en Do, op.86, y la Fantasía para
piano forte de la segunda parte, dicen los entendidos que, probablemente, la Op
77. Pero las otras cuatro obras, las que
realmente se estrenaron aquel 22 de diciembre, son de lo mejor que nos ha
legado Beethoven.
El concierto comenzó, a las 18,30, con la Sinfonía Pastoral (numerada como
la 5ª aunque muy pronto quedó como la 6ª) y concluyo la primera parte, con el
más enigmático y yo diría que el más profundo de sus cinco conciertos para
pianos: el 4º con su brevísimo andante que siempre lo he fantaseado como el
triunfo de David, el piano, frente a un aplastante Goliat, la cuerda, y pongan
en David y Goliat lo que su vida les dicte.
Inicia la segunda parte con la Quinta, la Quinta por
antonomasia de toda la historia de la música de todos los tiempos, aunque
numerada en el anuncio como la Sexta. Muchos hemos nacido a la música con la
Quinta de Beethoven, entre otras. Debo tener en casa más de 20 versiones de la
Quinta, colocando en el pináculo al que acudo cuando quiero sumergirme en ella,
en una de los dos versiones que prefiero de las que tengo de Furtwängler: la
agónica de 1943 en la que Furtwängler, en una transición insoportable de
tensión entre el 3º y el 4º movimiento, rechaza los prometeica coda final con
una carrera desbocada al abismo, y la de 1947, ya desnazificado “Furt”, en su
primer concierto tras la guerra, vuelve a dirigir a “su” Berliner Philharmoniker
con una Quinta afirmativa, pero afirmativa en la humanidad, lejos de la
canónica y olímpica 5ª de 1954, grabada el año de su muerte. Quizá esta
fijación con el Beethoven furtwängliano me impide disfrutar en plenitud
cualquier versión en directo, en una sala de conciertos, de la Quinta Sinfonía.
¡De cuantas Quintas he salido con sentimiento de insatisfacción! Y ¡de cuantas
aborreciendo la interpretación! ¡A cuántos grandes directores no habré
escuchado masacrar la 5ª! ¡Mi Quinta!.
La Quinta, sí. Pero ahora, ya con la edad avanzada, escucho
más frecuentemente la Pastoral. ¡Cuánta belleza en esta Sinfonía! Cuando era
joven ardía con el 4º movimiento, la musicalización de la tormenta. Desde hace
años, mi devoción va a los dos primeros movimientos y al inefable, quinto. Hace
dos o tres años, escuché, en dos conciertos en dos días seguidos, cuatro
sinfonías de Beethoven a los Berliner con Rattle: las sinfonías 2, 5, 6 y 8.
Quedé clavado en la butaca con la Pastoral: precisamente su arranque del quinto
movimiento. Después leí en una entrevista que, para Rattle, la Pastoral era su
sinfonía preferida de las 9 de Beethoven. Yo, hoy, considero que es la más
bella de todas.
El concierto del jueves 22 de diciembre de 1808 concluyó
como el rosario de la aurora. Con la sala y el proscenio medio vacío. El
público por el frio, la intensidad, duración y novedad de las obras, a las que
no ayudó en nada la baja calidad de las interpretaciones. Los músicos
enrabietados pues apenas habían ensayado y eran conscientes de la calidad de
sus interpretaciones. Lo que llegó al punto álgido con la obra con la que
concluyó el concierto, la Fantasía Coral para piano, orquesta y coro. Beethoven
llegó al concierto con la tinta de la partitura aun fresca y hubo de parar la
ejecución pues algunos instrumentistas se habían equivocado en la lectura (a
primera vista) de la partitura. Beethoven tuvo que pedir perdón al público y a
los músicos, antes de reanudar la ejecución de la, a mi juicio, no
suficientemente valorada Fantasía Coral, prefiguración de lo que sería el
movimiento final de la inmensidad oceánica de la 9ª Sinfonía. Oceánica,
también, si no más, por su primer movimiento.
¡Qué concierto! Cuatro largas horas en la tarde - noche fría
de invierno, en una sala sin calefacción. Dirigió el concierto el propio
Beethoven tras vencer las reticencias de los músicos que no querían tocar bajo
su batuta, músicos a los que había abroncado un mes antes. Un fiasco de
concierto. Una profunda decepción para Beethoven. Jan Swafford en su
extraordinario libro, titulado simplemente “Beethoven” (Acantilado 2017), 1.454
páginas de lectura subyugante, libro bien escrito, traducido y editado, donde
se nos muestra a la persona y al músico, y no al mito, nos dice que le costó
remontar el vuelo a Beethoven después de ese magno, aunque frustrante,
concierto.
Hace diez años, luego el año 2008, tímidamente, sugerí que
en Euskadi se repitiera el concierto celebrado 200 años antes. No tuve eco.
Ahora, me permito invitar a quien haya leído estas líneas que el día 22, más
allá del sonsonete de la lotería y la transmisión del cava descorchado de los
afortunados, escuche algo de aquel concierto de Beethoven. Quizá en solidaridad
postrera de lo que fue un día aciago para él, y en agradecimiento infinito al
inmenso placer que aquellas obras nos siguen transmitiendo 210 años
después.
Donostia, 17 de diciembre de 2018
Javier Elzo
(Texto publicado el 18 de diciembre en Noticias de Gipuzkoa)
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