Más allá de monarquía o república
El día pasado, en una comida familiar, me
preguntaron si yo era monárquico o republicano. Respondí que ni lo uno ni lo
otro, sino todo lo contrario. Que yo era vasco. Y, punto. Con esta “boutade”,
me replicaron, lo que hacía era escurrir el bulto y, no faltó quien me dijo,
que yo, en el fondo, era un “juancarlista” desengañado y acomplejado por lo que
estábamos sabiendo de su comportamiento en lo que, eufemísticamente, denominó
el rey emérito, como su vida privada. Dejemos a Juan Carlos I a un lado, al
menos en este artículo, pues lo que quiero significar con mi “boutade” es que,
a mí, como vasco, y como nacionalista vasco, aun moderado, me preocupa, más que
saber si el Jefe del estado en Madrid es un monarca constitucional como ahora,
o un presidente de una república española elegido por los ciudadanos del Estado,
más que eso, repito, me importa saber si el Jefe de estado, sea monarca, sea
presidente de la república española, vaya a respetar, o no, los Derechos Históricos
de los vascos, y si va aceptar y propiciar su actualización a los tiempos
actuales.
De nuevo, tuve que oír que me iba por los
cerros de Úbeda, y que me definiera. Me espetaron esta pregunta: “si mañana, al
fin, hay un referéndum, monarquía o república, ¿tú que votarías? Y no vale que contestes
que votarías en blanco, te abstendrías o te quedarías en casa. ¡Mójate! ¿Qué
votarías?”. Les contesté que lo pensaría. Añadí que, en alguno de mis artículos
ya me pronuncié sobre la conveniencia de ese referéndum (he localizado dos
artículos de 2008 y 2011), posibilidad que no elimino entre mis preferencias y
que, llegado el caso, en efecto, pensaría muy seriamente qué votar. La razón
principal de mi decisión ya la he dado: lo que mejor defienda los derechos
históricos, actuales y futuros, de los vascos. Se puede ir más allá en la
reflexión, pero, de aquí en adelante, entramos en pura contingencia histórica.
Sin embargo, antes, quiero detenerme en una cuestión de principios.
La presidencia de una república recae en
una persona elegida democráticamente y, en la mayoría de los países avanzados,
por un periodo limitado en el tiempo. Un rey, o una reina, está en la jefatura
del Estado en razón de su cuna. Y, en principio, hasta su muerte. Es obvio,
evidente hasta decir basta, que la monarquía es una antigualla, cuando nos
referimos a sociedades democráticas, cuya soberanía reside, al menos en los
principios, en el pueblo. El pueblo es soberano, decimos.
Pero, he aquí, que la reina Isabel II del
Reino Unido, lleva más de 68 años y medio de reinado, con el apoyo y
beneplácito de dos terceras partes de sus “súbditos”, cosa rara vez vista en un
presidente de una república. Ciertamente el caso de la Reina Isabel II es
excepcional, por la duración de su mandato y por el (actual) apoyo de su
pueblo, aunque hay otros reyes y reinas en Europa Occidental que, aun sin
llevar tantos años en el trono, son apoyados y, me atrevo a decir que, en algún
caso, queridos por sus pueblos. No puedo olvidar a una compañera de estudios en
Lovaina que me decía, en tono emocionado: “yo amo a mi reina”. Eran los tiempos
de Balduino y Fabiola. Luego la (más que supuesta) legitimidad de la cuna, lo
es por la soberanía de sus pueblos. ¡Ay!, ¡que fácil es resbalar en el terreno
de los principios!
Quiero detenerme en un pequeño libro, claro, profundo y
esclarecedor del reputado filósofo canadiense, de marcada tendencia liberal,
como a él mismo le gusta proclamar, Will Kymlicka. En su libro, “Fronteras
territoriales” (Ed. Trotta, Madrid, 2006) plantea dos cuestiones: si debe haber
limitación a la movilidad de las personas, más allá de las actuales fronteras
jurídico-territoriales y, ya dadas y constatadas estas en la realidad, si un
grupo social, sea étnico, sea religioso, lingüístico etc., o una conjunción de
estos u otros elementos, tiene derecho a conformar nuevas fronteras, esto es,
si tiene derecho a la secesión. Desde su perspectiva liberal igualitaria, se
debería responder afirmativamente a ambas cuestiones: habría que abolir las
fronteras y aceptar el principio universal de que cada grupo social, “unidad
nacional” dirá él, pueda ejercer el derecho de secesión. Pero este
planteamiento que, él etiqueta de utópico, se da de bruces con la realidad.
Pues, constata Kymlicka, nada de eso sucede en el concierto de las naciones y
este planteamiento de nada sirve más que para “la filosofía académica” que así
deviene irrelevante o, añado yo, para la pretendida justificación de los
extremistas de todo signo si no se le coteja con el principio de la realidad de
los hechos y de los valores y priorizaciones de las personas concernidas. Y
esto vale, también, para la disyuntiva monarquía versus república.
Llegados a este punto, si reflexionamos
desde los principios, la monarquía es una antigualla y, sin duda alguna, debe
ser suplantada por la república. Pero, y el “pero” es de talla, en muchos
países democráticos occidentales, hay monarquía, y recibe el respaldo de la
ciudadanía. Esto, al menos a mí, me hace pensar. La pregunta del millón es
esta: en la España y Europa de nuestros días, visto desde una perspectiva
nacionalista vasca, ¿qué solución nos ofrece una mayor garantía de respeto y
acomodación de nuestra nacionalidad vasca, sin Estado propio y sin perspectivas
a corto y medio plazo de tenerlo, con el 90 % de vascos en el Estado español y
un 10 % en el francés, en el concierto de las naciones- estado, base de la
Europa en construcción: la monarquía actual o la hipotética república española
de futuro?
No quisiera tener que responder a esta
pregunta ahora mismo. Me tranquiliza saber que la eventualidad de un
referéndum, que defiendo en principio, en lo inmediato parece muy improbable.
Ciertamente, como nacionalista vasco, la figura de Felipe VI no me inspira
confianza. No ha venido a Gernika a reconocer nuestra singularidad, lo que
tendría gran valor simbólico, como hizo su padre (cuya valoración como rey, y
para los vascos, dejo, si es el caso, para otra ocasión). Y su discurso del 3
de octubre de 2017, tras los acontecimientos de Catalunya, me confirmaron en
mis convicciones. Pero, de nuevo, los “peros”, ¿con cuál de los presidentes
españoles de la democracia, me sentiría cómodo como presidente de la hipotética
república española, que avale, reconozca y propicie nuestra nacionalidad vasca?
Y no me hablen de una república vasca independiente. No la apoya, hoy, ni un
tercio de la población vasca.
A corto plazo, digamos los próximos diez
años, hagamos valer nuestros votos en Madrid para lograr, al fin, las
transferencias pendientes del Estatuto de Gernika; luchemos para una
acomodación del mismo a los tiempos actuales; establezcamos vínculos económicos
y culturales con Iparralde; también entre Navarra y la CAV, y aboguemos, con
otras nacionalidades sin Estado, por una presencia activa en la Unión Europea. Y
en casa, entre nosotros, construyamos una sociedad con historicidad, con voluntad
de hacerse a sí misma, con la mayor capacidad de decisión posible. Y ahorremos
los planteamientos destructivos como las increíbles huelgas en la enseñanza con
exigencias imposibles de cumplir. Y, más adelante, nuestros hijos y nietos, ya
decidirán si es mejor para Euskadi que en España haya una monarquía
parlamentaria o una república.
(Publicado el 20 de septiembre de 2020 en Noticias de Gipuzkoa)
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