Una noche en la UVI
Este lunes pasado, 22 de
abril, víspera del día del libro, a las 16,30, pasé por el quirófano de la
Policlínica guipuzcoana. El anestesista, con cara simpática y mirada burlona y
tranquilizadora, tras algún pinchazo para adormilarme, me colocó como una
mascarilla en la nariz pidiéndome que respirara tranquilamente mientras pensaba
en cosas agradables. Dirigí mi mente al último Fausto que escuché con mi mujer
en la MET y, sin
ser capaz de captar el instante preciso, pasé de la vigilia al sueño. Unas
palmaditas en la cara y, de nuevo, la sonrisa del anestesista diciéndome que ya
estoy operado, me devuelve a la realidad. Inmediatamente soy consciente de la
situación, el médico operador me dice todo ha ido muy bien aunque la operación
ha sido laboriosa y, como estaba previsto, me llevan a la UVI a pasar la noche. Me
visitan mi mujer y mi hija Marta. Charlamos un rato. Sus palabras, el tono de
sus palabras y sus rostros me tranquilizan aún más y me confirman que todo ha ido
bien. Ya me quedo solo en habitáculo n.º 9 de la UVI. Habitáculo que es como una
habitación abierta, con cristaleras que da a un pasillo y a dos habitaciones-
así las llamaré-, a mi derecha, la 8 y a
mi izquierda la 10.
Me siento francamente
bien. No me duele nada, la mente la tengo fresca, nada abotargada aunque ahora,
jueves 25 cuando redacto estas líneas, hay cosas que tengo ya olvidadas.
Constato que estoy entubado, que tengo respiración artificial, mediante dos
minitubitos en las fosas nasales que, rápidamente, hago la prueba de quitarlos
para comprobar que sin ellos también respiro sin problemas. O eso me parece.
Como no me van a dar nada de beber, menos aún de comer, y no tengo sueño (vengo
de una “siesta” inducida de más de dos horas) mi deformación profesional ocupa
mi mente y me digo que a mis setenta y un años es la primera vez que me veo en
una UVI (o UCI, pero constato que entre el personal sanitario utilizan el
término de UVI), con una noche en blanco, por delante y me dedico a observar.
Me mojan la boca con un
spray para aliviar mi garganta que se queda seca, me toman la temperatura, me
palpan el pulso y, sobretodo, miran una pantalla que está sobre mi cabeza donde
deben medir mis pulsaciones, mi rito cardiaco, mi tensión y no sé qué más. Me
preguntan con frecuencia si estoy bien, si me duele algo, si me falta algo…En
definitiva me siento perfectamente atendido. Estoy muy tranquilo. Como ya
escribí en la entrada anterior a este blog, estaba más intranquilo la víspera
de la intervención que el mismo día de la operación. Supongo que la sedación
sigue haciendo su efecto mientas estoy en la UVI y, despierto, me siento completamente
tranquilo…observando.
A eso de las 10 de la
noche, como en todos los sitios, se produce el cambio de turno aunque alguien
(o “alguienes”) enlazan dos turnos. Pronto constato que hay cinco personas
trajinando en la UVI
más un celador que viene de vez en cuanto a traer o llevar algo. Cuando comento
el número al día siguiente con una enfermera me dice que, en realidad, eran
cuatro pero que pidieron una persona más de apoyo pues la noche había sigo un
tanto movida, de lo que doy fe. No sé a qué hora ingresó una señora en la
habitación 11 (la ví pasar por delante en el pasillo) un señora que les dio
algún trabajo así como otra persona que, creo recordar, estaba en la habitación
3.
La enfermera me dijo al
día siguiente que a veces en la
UVI vivían momentos dramáticos. Por ejemplo cuando llegaba un
accidentado o alguien tras una operación a vida o muerte y que había que mantener
una calma emocional en todo momento (no es esta la expresión que utilizó que no
me viene a la cabeza) para ser eficaces en su trabajo.
Mi habitación ere la
número 9 como ya he dicho. Me hizo fantasear con Beethoven, Bruckner, Dvorak,
Schubert, Mahler, todos compositores de nueve sinfonías. Me decía que la que
mejor iba con el lugar era el final de la de Mahler. ¡Como olvidar el largo
minuto de silenció en el Auditorio Nacional, hace uno o dos años, cuando Abbado
la concluyó, antes de prorrumpir en aplausos!. Pero no dejé que el morbo
mahleriano me invadiera – música psicológica la define Harnoncourt que nunca la dirige, como
Celibididache, como Furtwängler, excepto unos lieder con Fiescher Dieskau- y
pensé en la vitalidad de Beethoven, la ternura de Schubert…y en la incompleta
de Bruckner. Mi vida no se concluiría en esa UVI.
Desde donde yo estaba
veía el tablero de habitaciones y comprobé que de las 14 que tiene la UVI (luego supe que solamente
utilizaban 13) había 8 ocupadas y seis libres. Luego cinco personas atendiendo
a 8 pacientes. (Fuera del Hospital me dijeron que la proporción es similar, si
no mayor, en el Hospital Gipuzkoa pero no he comprobado el dato). Obviamente me
tranquilizó aún más pero no pude no pensar que era todo un lujazo, y que era
imposible mantener esta atención en el futuro. Así lo comenté el día siguiente
con una amable enfermera y un auxiliar. Me parece imposible mantener en el
futuro este nivel y calidad de atención con una población cada día más
avejentada, con una tasa de natalidad que no reproduce, ni de lejos, la actual
población, con una pirámide de edades que es ya casi cilíndrica y, que si sigue
así, será pirámide invertida y, todo ello, en medio de una conciencia sanitaria
cada día más exigente en nuestra sociedad. No hay que olvidar que los tres
valores centrales y definitorios que conforman la sociedad actual occidental
(pienso en España y en Euskadi, por igual, en este punto) son el dinero, la
salud y la seguridad. Y por ese orden. La actual atención en la UVI que yo viví, solamente
será sostenible en el futuro para las personas adineradas.
Cinco para ocho y sin
parar de trabajar. Yo soy “gau txori” (noctámbulo) por naturaleza y,
habitualmente, me acuesto bien pasada la una de la madrugada, luego en la UVI, pasadas las dos tenía aún
los ojos bien abiertos lo que me obligó a tranquilizarles diciéndoles que me
encontraba muy bien, pero que no tenía sueño. Hasta las tres no comencé a
cerrar las pestañas, en parte por la prolongada “siesta” del día anterior, en
parte por mi privilegiada situación de observador de una UVI que seguro alteró
mi adrenalina.
Cinco para ocho y no
paraban, decía arriba. Muchas veces pensé que tenían un trabajo constante, a
veces presuroso, nunca apresurado (aunque les veía moverme, excepcionalmente,
con rapidez, como explicaré inmediatamente), menos aún con signos de alarma.
Daban tranquilidad al paciente. Es que en la UVI además de estar enchufados a varios cables
con sus correspondientes indicaciones numéricas en pantallas, se vive una
auténtica sinfonía de pitidos. Amortiguados, francamente no molestos (la UVI es mucho mejor en este
aspecto que un aeropuerto, y no digamos una estación de metro londinense donde
no paran de gritar por los altavoces) pero, pitidos, perfectamente audibles no
solamente para el personal sanitario sino también para quien, como yo, está
despierto y en observación. Sinfonía de pitidos también perfectamente
diferenciables. Por ejemplo si movía demasiado mi mano izquierda el indicador
de mi tensión arterial se desconectaba y emitía un doble pitido discontinuo y
regular. Para mi asombro, el doble pitido de pronto enmudecía para volver a las
andadas poco después. Intrigado, en un momento que pasaba alguien con paso
tranquilo por el pasillo le interpelé (en toda la noche no tuve necesidad de
llamar a nadie para nada) y me dijo que era un chivatillo que lo oían donde
estaban (y adiviné que lo veían en otra pantalla) y que ellos mismos lo
controlaban. Me dijeron que les ayudaba mucho en su labor pues estaban siempre
informados sin estar, constantemente, en la cabecera del paciente.
A veces el pitido era
nítidamente indicador (tres o cuatro pitidos rápidos) de algo más urgente y es,
en esos momentos, cuando constataba que el personal se movía con rapidez hacia
la habitación de donde provenían los pitidos. Si era a la izquierda de mi
habitación ya sabía que era la 11. Si a la derecha suponía que la 3. Pronto
volvía todo a la calma lo que quiere decir, volver al ritmo pausado (y pautado
diría) de la noche. Había otro pitido también distinguible (o al menos así me
lo parecía a mi), cuando alguien llamaba para una atención.
Ya he dicho que a eso de
las tres de la madrugada comencé a dormitar. Me desvelé hacia las seis (creo
que porque me pusieron el termómetro) y así seguí hasta las 8 de la mañana
donde comenzó el cambio de turno y tuve ocasión de conversar un poco con el
personal que se iba. Apareció un anestesista (que tiene la amabilidad de seguir
este blog y con quien intercambié unas palabras), también uno de los cirujanos
que me operaron el día pasado y tras varias pruebas más (y con más hambre que
Carpanta) a media mañana me subieron a planta donde seguí mi estancia con el
mismo trato exquisito hasta que el miércoles, me volví a casa.
No había pasado 48 horas
en la Policlínica. Una
estancia en una clínica nunca puede decirse que sea equiparable a un fin de
semana en un balneario de recreo o en una escapada musical, pero dejé el centro
sanitario con la sensación de una atención muy buena, particularmente en la UVI , pero con la certeza de
que, en la actual coyuntura demográfica, y con los actuales valores dominantes,
esta atención es imposible de mantener en el futuro. Y no he mentado a la
crisis, no por olvido, pues de la crisis saldremos antes, pienso yo, que de la
actual situación demográfica y de la actual deriva de valores, cuya trilogía
básica, he señalado más arriba. En fin, no debo, ni quiero, cerrar estas
líneas, sin agradecer la atención recibido por todo el personal, médicos,
anestesistas, enfermeros, auxiliares, técnicos (pues había que mantener en
marcha toda la sofisticada tecnología de la UVI ) que me atendieron.
Y como la incompleta de Bruckner, su 9ª sinfonía, la vida sigue. Pero, en mi vida, como en la 9ª bruckneriana, los tres primeros movimientos están ya conclusos y del 4ª movimiento, Bruckner dejó escritas más de dos terceras partes. Otros la han concluido varias veces. El 7 y 8 de febrero de 2012, escuche, dos veces, la última versión concluida, interpretada por Rattle y sus filarmónicos. El final no era Bruckner aunque se le parecía. Faltaba su coda, la propia de Anton Bruckner, la que no pudo terminar. ¿Podré yo escribir la coda de mi vida, o me la escribirán)?
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