Atravesando el Atlántico
4.-. El océano: finitud e infinitud
La inmensidad del océano es
sobrecogedora. Cuanto el tiempo es bueno divisamos a babor y estribor, desde
proa o desde popa, la línea continua del horizonte. Agua, solo agua. Agua en
calma, como una balsa de aceite. Apenas vimos barcos, en la lejanía, fijando la
vista. Cuando el tiempo es gris y la mar ligeramente agitada, no se divisa el
horizonte, que la niebla oculta. El buque se mueve, lo que se siente
particularmente en popa, donde tenemos el restaurante, así como en la cama,
aunque nuestro camarote está en el centro del buque.
La inmensidad del océano hace verdad
fáctica de que nuestro gran buque no deja ser una “gota de agua” en el océano.
Apenas un cascarón elegante. El capitán, que nos da noticias de la marcha de la
travesía a las doce del mediodía (hora en la que, varios días, debemos avanzar
el reloj para que sean las 13,00 y así acomodarnos a los husos horarios) nos
comunica en una ocasión que esa noche (la del 1 al 2 de abril) pasaremos
próximos al punto en el que se hundió el Titanic. Añade la “gracia” de que a
eso de las tres de la madrugada si descendemos 4.000 metros bajo el
mar, quizás demos con sus restos. En las hojas informativos que nos entregan
todos los días con las actividades en el
crucero, horarios de restaurantes y algunas noticias del mundo, han incluido,
con detalle, cómo se produjo el hundimiento del Titanic.
Sí, un cascaron en medio del océano que
un imprevisto humano, aliado a otro de la naturaleza (un iceberg, por ejemplo)
pueden hundir al mejor y más sofisticado buque del mundo. La naturaleza es más
fuerte que el hombre. Cierto, pero el hombre es capaz de aprender de sus
fracasos y, aún reconociendo la fuerza invencible de la naturaleza (todos
moriremos mientras las aguas del Atlántico sigan bañando y separando Europa de
América), el hombre, decía, podrá construir buques más seguros, más capaces de
resistir las embestidas de las aguas (aunque no la de los meteoritos) y acortar
las distancias entre los continentes. La finitud humana es capaz de
sobreponerse a la infinitud de la naturaleza y, en gran medida, domesticarla.
Entre mis
lecturas de esta semana en el Atlántico he terminado de Agustín de Foxa: “Madrid
de corte a checa”, libro (sugerido leyendo a Maurizio
Serra en “Malaparte, Vida y leyenda.
Tusquets 2012, libro que, a su término, me pareció un tanto premioso y
pretencioso, pese a las buenas criticas recibidas) al que quizás
consagre una entrada en este blog). También he leído parte de un trabajo
sociológico de Olivier Bobineau “L´empire des papes: une sociología du
pouvoir dans l´Eglise” (CNRS. Paris 2013), del que escribiré en otro
contexto. Pero si mi mente me lleva a este ultimo libro, mientras vivo y
reflexiono sobre la finitud humana y la inmensidad (que te lleva a la infinitud
de la naturaleza), es porque Bobinau, citando a Gauchet, en su clásico “Le
désenchantement du monde” refiere cómo una de las notas de la condición
cristiana radica en su intento desesperado de conciliar la finitud humana con
la trascendencia divina, precisamente de un Dios que se hace inmanente. Esta
polaridad de Jesús hombre y Dios, finito en su existencia terrenal, infinito
(en la fe cristiana) como Dios, como encarnación de Dios, me viene a la cabeza
mientras contemplo este océano sin fin, lejos de cualquier asomo de tierra (no
se ve ave alguna) con unas olas, todas iguales y todas distintas, que el avance
del buque arranca para venir a morir, en apenas diez metros, engullidos en la
tranquila, firme, repetida y rizada inmensidad oceánica al albur del viento.
Y el hombre que yo soy, con la inmensidad
(que me lleva a la infinitud de mi razón) piensa esta ola, y aquella y las ves
desaparecer como tales olas, olas que ha generado la mente humana construyendo
este hermoso y bello paquebote que reta al inmenso mar desde la capacidad y
voluntad humanas de buscar su espacio en el universo. Cada vez más autónomo.
Frente a la naturaleza, que dejada a su ley, es, sin embargo, superior al
género humano. Frente a Dios, al menos el Dios de los cristianos, que haciendo
al hombre libre de negarlo, le hizo autónomo. La libertad supone la negación y
la duda. Una fe que no duda es una fe dudosa.
La fe, como la contemplación de la
inmensidad oceánica desde la gota de agua que significa el buque que me
transporta, supone un nexo, al modo de un nudo indenudable (perdonen el
palabro) en su totalidad, un pacto increíble, desgarrador, inefable aunque
decisivo, entre la opción radical por el más allá, la trascendencia, la
aparente infinitud oceánica, por un lado y, por el otro, la inversión vital,
afectiva y racional, en las reglas, las limitaciones y las búsquedas de sentido
y pertenencia del más acá, de nuestro mundo siempre en construcción, un mundo
cuyo ser es hacerse, el mundo sensible, como el de esta gota de agua sobre el
mar que nos mantiene a flote y al que nos asimos para no perecer al mismo,
antes de tiempo.
La experiencia de atravesar un océano
aparentemente sin fin, al par que me anonada me enorgullece. Entiendo la
finitud humana. Basta salir del interior del buque y pasearse, no diré con mal
tiempo que no te lo permiten, sino con un tiempo desapacible, y situarse a popa
contemplando cómo la estela del barco se funde con el mar, para sentir que no
eres más que una gota de agua que si, por malaventura, fueras a caer al mar,
desaparecerías completamente de este mundo. Pero siento, al mismo tiempo, la
robustez del buque, los anclajes que me permiten asomarme al mar, las manos
sobre la barandilla, con seguridad no exenta de temor al vacío, mientras el
viento me obliga a cubrirme. Y dentro del buque contemplo, admiro, me extasió,
cómodamente sentado en mi butaca, mientras tecleo estas líneas, en medio de una
“librery” donde otros viajeros consultar y leen sus libros. En silencio.
Libros, cuya redacción, confección, impresión y lectura, solamente están al
alcance de la especie humana, la reina de la naturaleza. Al menos la
terrestre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario