Estoy en
la Abadía de Scourmont, en el sur de Bélgica, a un kilómetro de Francia. Vine aquí, en Junio del año 1966 por primera vez, para poder pagarme los estudios trabajando, básicamente, en la cervecería, cargando y descargando camiones aunque en alguna ocasión acompañé a P.Theodore en la elaboración de la cerveza. Con él, y con el responsable de la primera fermentación, Fr. Louis, aprendí a degustar su cerveza, la cerveza de Chimay. La roja (la de capsula roja) con los amigos, la azul, para acompañar un día desapacible o remontar un bajón anímico (mejor dos que una) y la blanca para disfrutarla con fruición. Solo o con amigos. La blanca se toma fresca, entre 8 y 10 grados, la roja y la azul no más de 16, nunca fría. Muchos vascos pasaron por allí, aquellos años. La mayoría
a sacarse unos francos belgas sin que faltara el que aprovechó para pasar la frontera franco-belga- Quizás algún día hable de esto último.
Desde que dejé Lovaina vuelvo con cierta regularidad a Scourmont. A conversar con monjes amigos y participar en sus oficios. De los 50 o 60 monjes que había en 1966 ahora son 18 en comunidad pero solamente tres de los que conocí entonces.
Uno de ellos es un sabio. Antiguo jesuita entró en
la Trapa con más de 60 años de edad y ahora tiene 99. Se llama Bernard de Give.. Es un experto en budismo tibetano. Ha escrito, entre otros, un libro titulado “Un trappiste à la rencontre des moines de Tibet”, que me entregó. En su edición inglesa tiene un prefacio muy laudatorio del Dalai Lama, redactado tras leer el libro en francés.
Esta tarde hemos hablado un buen rato de Dios, y de cómo los budistas entienden a Dios. Me ha contestado. “¡Ecoute, Francois!,( por aquí me llaman así) los budistas no se plantean el tema de Dios. Para ellos, la persona, la felicidad de la persona, es lo más importante. No veo que nosotros los cristianos no podemos estar de acuerdo con esto”. Le pregunto, “¿y qué hacemos los cristianos con el Dios personal”. Me contesta, “Jesús es también una persona” y añade, en voz baja pero mirándome fijamente, “a fin de cuentas la persona, todas las personas, son más importantes que Dios”.
Al despedirme, le prometí volver. Me contesta, “ Sabes, Francois, cuando vuelvas ya estaré en mi primer centenario”
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