Ongi etorri, Mani
¿Por qué traer hijos a un
mundo que se presenta, con frecuencia, hostil, inhóspito e incierto donde el
futuro no está, en lo más mínimo, asegurado?. ¿Por qué traer hijos cuando se
dice que será la primera generación que vivirá peor que sus padres?. ¿Por qué
cuando ya no vale aquello de que vienen de penalty, por un descuido de sus
padres, con la profusión de medios anticonceptivos que tenemos y, si a pesar de
todo, descuido hay, la interrupción del embarazo está asegurada en las diez o
doce primeras semanas del embrión?.
Ciertamente los estudios
sociológicos, más aun los demográficos, muestran que las tasas de natalidad en
casi toda Europa occidental no permiten la reproducción de la especie. Medio en
broma, medio en serio, he solido decir y escribir que, si las actuales tasas de
fertilidad entre los autóctonos en Euskadi siguen como están, en unas cuantas
generaciones la cuestión vasca se difuminara pues ya no habrá vascos: nos
diluiremos en el magma de Europa occidental. Puestas así las cosas Otegi no
llegará a tiempo ni a plantear, menos aún pretender, “su” independencia para
Euskadi. (Lo de la “ética revolucionaria” me ha impactado. ¿Todavía sueñan con
los viejos tiempos del Iraultza ala hil?). Ciertamente no sería el
primer pueblo que desapareciera en la historia. Pero, a mí al menos, eso me
escuece.
Pues, en estas, aparece
Mani. A mil kilómetros de Euskadi, pero su madre, nuestra hija, es vasca y
orgullosa de serlo. Tanto que no solamente nos pide que nos dirijamos a Mani en
euskera sino que su marido, un puro francés nacido en un lugar emblemático de
la resistencia francesa al invasor nazi, ha decidido aprender euskera con un
argumento tumbativo: quiere entender lo que su madre le cuente a Mani cuando se
dirija a su hijo, obviamente en euskera. Tanto que, él solo, el padre de Mani,
estudió el Bakarka 2 y durante quince días se encerró en un barnetegi. Y ya se
expresa en euskera.
Y Mani vino al mundo un
16 de octubre en un hospital de Grenoble, en medio de cuidados mil, normas dos
mil y atenciones infinitas. ¡Pobre criatura!: cuando le despertaban para
ponerle el termómetro me permitió constatar que, ya con dos días de vida, tenía
el nervio de su madre y el de su abuela, dos vascas de las de siempre. Mani es
un crío determinado. ¡Cómo grita cuando tiene hambre buscando el pecho de su
madre!. Su acusado mentón, la frente despierta, el moflete un tanto pronunciado
me hizo pensar en el joven Whiston Churchill, quizás porque visioné un programa
recientemente en la TV
dedicado a la figura del premier británico. Cosas de abuelo. A mi no se me
parece en absoluto, para tranquilidad de su madre: no tiene mi nariz.
Me preguntaba al comienzo
de estas líneas por qué traer hijos a este mundo, tan incierto, en el que, digámoslo
claramente, en Euskadi, en España y en gran parte de los países europeos la
ayuda a la familia es sencillamente ridícula, siendo la excepción,
precisamente, Francia. De ahí en gran parte que tengan casi asegurada la
reproducción: 2,0 hijos por madre en edad fértil. En Euskadi debemos andar por
1,3 o 1,4.
Hace varios años, en diferentes foros,
reflexioné sobre el papel crucial de la educación en la primera infancia y, más
en concreto, en el primer año de vida de un niño o niña. Lo hice, en parte, de
la mano de Gösta Esping-Andersen, sociólogo danés mundialmente reconocido como
uno de los grandes expertos en el modelo social europeo. Acababa de publicar un
libro, corto y excelente, “Los tres grandes retos del estado de bienestar”
(Ariel, Barcelona 2010). Señalaba estos: el cambio del papel de la mujer en la
sociedad, promover la real igualdad de oportunidades de los niños y garantizar
las prestaciones a los jubilados del futuro.
En la pagina 94 del libro podemos leer:
“he tratado de sintetizar lo que sabemos a propósito del aprendizaje en la
primera infancia. En primer lugar que hacer cuidar al niño fuera del domicilio
durante el primer año de vida puede perjudicar su desarrollo futuro (aunque
añadía inmediatamente que) si el cuidado exterior es de buena calidad (el autor
piensa en las guarderías), sus efectos sobre los resultados escolares de los
niños son manifiestamente positivos, sobretodo para los niños menos
privilegiados. Positivos también, después de la escuela, ya en la edad adulta”.
El niño es un
bien social de primer orden. No es fácil cuantificarlo con exactitud. Los pocos
estudios realizados vienen de EEUU y es complicado trasladarlos a Europa. Así y
todo es muy llamativo constatar que “el precio de un año de encarcelamiento en
EEUU se mueve alrededor de los 50.000 dólares, precio que resulta ser
equivalente al de un año de estudios en Harvard” o que “la pobreza infantil
engendra en EEUU costes sociales equivalentes al 4% del PIB, resultado del
vínculo entre pobreza, fracaso escolar y delincuencia social”. (P.60).
En otras
palabras, invertir en la educación de los niños, particularmente en el primer
año de su vida, no es solamente un asunto de solidaridad. Es también inversión
social de futuro. Hay que ayudar a los padres más desfavorecidos, especialmente
a las unidades familiares monoparentales que, en su gran mayoría, son mujeres
con niños a cargo. Ayudar quiere decir un salario, al menos durante los doce
primeros meses de vida de su hijo (si lo consagra a su educación), salario que
se contabilice a la hora de su jubilación y pensión correspondiente, como año
trabajado. Ayudar supone fomentar sistemas de guarderías con amplio horario,
también los fines de semana pues, también los padres tienen que descansar para
bien educar a sus hijos.
Si ustedes
piensan que esto solamente lo pueden hacer los países ricos les diría que allí
donde están en ello (no necesariamente los de mayor poder adquisitivo “per
capita”) disminuyen las diferencias entre las clases sociales y se reduce la
pobreza, la marginalidad y la delincuencia. Invertir en la educación de un niño
de un núcleo familiar sin recursos, ayudando a sus padres, es invertir en el
futuro de la sociedad.
Mani ha tenido
la fortuna de nacer en una familia moderna, internacional, abierta a la globalización,
con dos padres que se quieren, mucho, y que le adoran. Es un privilegiado. Está
en buenas manos hasta que, ya adulto, con los valores que sus padres le hayan
transmitido, decida su vida por sí mismo. Mani es un franco-euskaldun que lleva
el nombre de una figura emblemática del siglo III d. c. al que el inmenso Amin
Maalouf consagra el segundo de sus libros, “Los Jardines de la luz”,
Alianza 2003). Mani buscó siempre la verdad sin querer imponerla a nadie. Era
creyente por libre, respetuoso de las demás creencias. Mani es un nombre
sanscrito, una lengua ya muerta, que se traduce por bijou en francés, joya en
castellano, gem en inglés, bitxia en euskera. Eta, benetan, Mani, izugarrizko
bitxi bat da. Ongi etorri gure mundua, Mani.
Grenoble 16 de octubre de 2014 - Donostia
30 de octubre de 2014
Publicado en DEIA y en Noticias de
Gipuzkoa el 2 de noviembre de 2014
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