El silencio y lo sagrado, entre otros
silencios
Materiales para la intervención de Javier
Elzo en el Curso de Verano de UPV/EHU, dirigido por Javier Urra, “El silencio.
Sin aditivos” el día 19 de agosto de 2021, en el Palacio Miramar de Donostia-
San Sebastián.
Guion
. Introducción
. Los silencios en algunas de sus
muchas acepciones
. El silencio
introspectivo
. El
silencio en relación con la escucha
. El silencio
condición de la relación.
.
El mutismo y sus variantes
.
El silencio de la comunidad tácita
.
El
otro silencio de Arnoldo Liberman. Auschwitz
. La muerte como el silencio
absoluto. Jacques Sédat
. El silencio angustioso.
. Las
trampas de la imprescindible memoria. Paul Ricoeur
“El silencio y lo sagrado”
. Breve clarificación de unos conceptos
. La sociedad del ruido
. Cuando el silencio es necesario
. El silencio religioso de un creyente
. El
silencio “religioso” de un ateo
. Joas, Habermas y Fraijó ante el silencio de lo religioso en la sociedad de hoy
Calasso,
Durkheim y la sociedad divinizada. La sociedad y los individuos
. La
sociedad – dios
. La sociedad fuente de lo sagrado
. Experiencias colectivas y ruidosas de lo
sagrado y su interpretación personal y silenciosa
Cerrando estas páginas, que no concluyendo.
.
Sacralidades religiosas y laicas
.
¿Hacia una nueva guerra de dioses?
Introducción
Cuando el mes de septiembre del año
pasado, poco después de finalizado el curso sobre “Los miedos”, también en el
marco de estos Cursos de Verano de la EHU/UPV, y también dirigido por Javier
Urra, nuestro director nos envió un correo señalándonos que el título del curso
de este año 2021, sería “El silencio. Sin aditivos”. Aquel verano de 2020
estuve trabajando en los contenidos de un libro, para mi excepcional, de un
sociólogo alemán, no muy conocido en España, Hans Joas, del que no se habían
traducido al castellano sus últimas publicaciones. Particularmente, la última,
editada en alemán en 2019, traducida, entre otros idiomas al francés, idioma en
el que lo leí, releí y llegué a escribir 120 páginas con recortes del libro, y añadidos
de otros autores y reflexiones mías. El título del libre, en castellano, es “Los
poderes de lo sagrado. Una alternativa al relato del desencantamiento” en
referencia, principalmente, a los trabajos de Max Weber de hace un siglo y,
también al de Marcel Gauchet de 1985, “El desencantamiento del mundo”,
así como a la abundante literatura de los, - ya minoritarios, pero hace
cincuenta años, muy mayoritarios -, defensores de la tesis de secularización.
El libro de 330 páginas y otras cien de nutridas notas y bibliografías, libro de
gran densidad, que exige lectura atenta con papel y bolígrafo, me resultó de enorme
riqueza intelectual, que me obligaba a detenerme en su lectura pues no había
página que no me incitara a la reflexión. Pero no voy a comentar aquí el libro,
pero, si me detengo un poco en él, es para mostrar la razón inmediata, del
motivo o circunstancia, por el que propuse a nuestro director, Javier Urra, el
título de mi aportación a este curso, “El silencio y lo sagrado” y así redacté
las líneas en las que explicitaba algunas ideas que pensaba exponer en mi
conferencia, como aparecen en el Programa del Curso. Algunas de estas ideas
provenían del libro de Hans Joas, en cuya lectura estaba enfrascado.
Pero, meses después, a medida que se
acercaba la fecha de esta intervención, me iba informando de otras reflexiones sobre
“el silencio” de diferentes autores que iba anotando en mi Cuaderno de trabajo,
junto a las ideas que, sobre “el silencio”, bullían en mi cabeza. Constaté,
rápidamente, que el silencio, las ideas sobre el silencio, nos mostraban que el
término “silencio” era polisémico, que reflejaba realidades bien distintas y,
no solamente eso, sino que las valoraciones que cabía hacer de diferentes
manifestaciones de “silencios” eran muy diversas. Desde las heroicas hasta las
más abyectas e ignominiosas. De ahí que, como acabo de hacer, creo que es más
correcto hablar de “los silencios” que de “el silencio”. Además, con la
coletilla de “sin aditivos” al término Silencio, que nos enviaba nuestro
director, nos permitía pasar al plural.
En consecuencia, voy a entretenerme en
esta conferencia en dos partes muy diferenciadas. En primer lugar, en la
presentación de diferentes significados asociados al término silencio, para, en
segundo lugar, centrarme en el silencio en relación a lo sagrado.
Primera Parte. Los silencios en
algunas de sus muchas acepciones.
En efecto, hay silencios y silencios. Comencemos por el silencio introspectivo. Es ese silencio en nuestro alrededor, fuera de nosotros que buscamos y llegamos a exigir para poder introducirnos en nuestro yo más profundo mediante el ejercicio de la meditación. Es un silencio que exige recogimiento, un tiempo de descanso del ajetreo cotidiano con el propósito de reencontrarnos y renovarnos. Hay, además, lugares donde se requiere el silencio porque participa en el desarrollo de la vida interior, en el trabajo sobre uno mismo, en la meditación y, en los creyentes, en la oración. Un ejemplo manifiesto de este silencio es el de la vida monástica. La vida monástica nos invita a cultivar el silencio en toda circunstancia, en el quehacer diario, en el compartir las comidas, en la oración: "ya no se trata de interioridad, sino de intimidad entre Dios y cada hombre", dirán no pocos monjes. Quizá Ustedes han visto el extraordinario film- reportaje, “El Gran Silencio”, en el que un cineasta, tras 17 años de larga espera, obtuvo el permiso para filmar durante casi seis meses la vida cotidiana de los cartujos de la “Grand Chartreuse” al pie de los Alpes franceses. Un film absolutamente extraordinario, que capta y mantiene la atención del espectador, pese a su larga duración.
Pero este silencio introspectivo no es privativo de los monjes ni de los claustros de la vida monástica. Muchas personas buscan ese silencio en su vida cotidiana, cuando ponen en paréntesis el bullicio del día a día, para encontrarse consigo mismos. Unos practican el yoga, otros peregrinan a Guadalupe, a Lourdes, en búsqueda de ese silencio, otros hacen el Camino de Santiago, o un parte de mismo, en silencio, un Camino de Santiago, en el que la motivación religiosa se da en menos de la mitad de los que hacen el Camino. Luego la búsqueda del silencio exterior, lo repito, no es privativo de la experiencia religiosa. Cuantitativamente hablando, en la era secular, dominante en nuestros días, cabe afirmar que, en este modelo de silencio, hay una mayoría de personas que lo ejercen sin motivación religiosa alguna: simplemente se buscan a sí mismos.
El silencio en relación con la escucha Hay que detenerse también en el silencio que está
fundamentalmente del lado de la escucha del otro, o de los otros. Exige estar en
silencio, tiene que haber un silencio interior para poder escuchar al otro,
aprehendiendo lo que realmente quiere decir. Es un silencio difícil y,
desgraciadamente, poco frecuentado en demasiadas ocasiones. Pero, si no se
aplica el silencio interior cuando el otro está expresándose, normalmente
quiere decir que estamos pensado en replicarle más que en escucharle. Es una
situación que podemos encontrar en los pugilatos dialecticos en muchos
“debates” en los parlamentos, donde no se escucha al otro, sino que, en el
mejor de los casos, se subraya algo de lo que el otro esgrime para oponerse o,
también, se le contesta sin atender en nada a lo que ha dicho. “¿Qué tiempo
hace? Manzanas traigo”.
El silencio de escucha es tanto la condición del habla del otro como la
condición del propio habla como sujeto, en la medida en que uno responde en su propio
nombre y no en lugar del otro, que actuaría como interlocutor impositivo, y
que, al final anularía nuestro propio razonamiento. En efecto, cuando interrumpimos
el silencio interior para interrumpir al otro, podemos decir que, al romper el
discurso del otro, corremos el riesgo de poner nuestras palabras en las suyas.
Como corolario de lo anterior, cabe decir
que el silencio es también, la condición de la relación. Para que haya
una relación, tenemos que poder hacer el silencio interior. Pero, este silencio
interior significa que estamos en lo relativo, es decir, escuchamos al otro
como el discurso de un sujeto que nos habla, nos interpela, en un nivel de horizontalidad,
donde todos estamos al mismo nivel. Algunos, como Jacques Sedat [1],
a quien sigo en esta parte de mi reflexión, afirman que “no puede haber
relación con el otro excepto en su propia relatividad con él. Solamente hay
relación en lo relativo “. Pero no siempre es así. Pues no todas las relaciones
con otra u otras personas se dan en un nivel de horizontalidad. Por ejemplo,
cuando estamos en una relación de autoridad y, no digamos, de poder. El alumno
ante su profesor, el marinero ante su capitán, el soldado ante su superior, el
hijo menor ante sus padres, etc., etc. Aquí vivimos en una relación de
diferenciación jerárquica en la que el silencio puede tener diferentes formas y
modo de expresarse. Tanto, por decirlo simple y brevemente, en el lado del
superior como en el del inferior.
Así llegamos al mutismo como otra
variante del silencio. O estamos atrincherados
en una fortaleza interior que nos impide o desaconseja comunicarnos con el
otro, o nos encerramos en un silencio que significa: "no quiero decirle
nada al otro". Si continuamos reflexionando
sobre el silencio como condición para la relación, hemos de reconocer que, a
menudo, el mutismo es una forma de silencio, que puede ser libremente adoptado
(aun con motivaciones bien diversas) o forzado, por ejemplo, en al caso de una
relación jerárquica.
Hay diferentes manifestaciones de
mutismo. Mutismo, tras consumos de drogas, por enfurruñamiento. Los jóvenes
cuando sus padres les indican o abroncan, (así en la película “Historias del
Kronen”), al descubrir su estado por haber abusado del alcohol o consumido
drogas; en una entrevista, Marisol Touraine, siendo ministra con Hollande,
confesaba que cuando su padre, el gran Alain Touraine se enfadaba, guardaba
mutismo total durante dos días o, como me decía mi peluquera que cuando su
pareja la enfadaba estaba dos o tres días sin dirigirle palabra alguna.
En una relación asimétrica puede haber un
mutismo parcial por parte del superior. Por ejemplo, cuando un profesor se
limita a decir con tacto a un alumno que debe estudiar más sin humillarle por
un examen catastrófico.
También en una relación horizontal,
paralela, por ejemplo, en una matrimonio o pareja bien avenida, cuando uno de
los dos enmudece ante alguna inconveniencia del otro, manifestándole con el
silencio, su respeto y cariño. Es un mutismo de oro que mantiene la armonía de
la pareja.
En este orden de cosas, cabe una breve
referencia al silencio que los antropólogos llaman comunidad tácita. Es
el hecho de que las parejas no hablan mucho, sobre todo cuando llevan muchos
años juntos. A menudo las únicas palabras que se intercambian se limitan a
"pásame la sal", porque no saben hablar y todo se desarrolla al nivel
de los actos de la vida cotidiana, de su repetición, como si todo hubiera ya
sido dicho. Se habla más con los amigos y amigas, en el trabajo, en los lugares
de ocio y se calla, o habla menos, en el hogar. Encontramos en la vida social,
incluso en nuestra vida cotidiana, silencios organizados de esta manera.
Quiero
traer aquí el inicio de un texto de un buen amigo mío, judío ashkenazi, que
nació hace 88 años en Argentina en donde sus padres recalaron huyendo del
horror nazi. Me refiero a Arnoldo Liberman, musicólogo y psicoanalista. A
menudo me envía sus textos antes de publicarlos. Este que hoy traigo aquí, y
que no creo haya publicado todavía, lo titula “El otro silencio”. Lo inicia con
estas palabras: “El silencio. Era el mismo silencio, el día de la partida, en
el patio de la gran sinagoga que servía de lugar de agrupamiento. Locos de
rabia, los nazis corrían en todas direcciones dando alaridos y golpeaban a los
hombres, mujeres y niños, no tanto para hacerles daño como para quebrar su
silencio. Pero la multitud guardaba silencio. Ni un grito. Ni un gemido. Herido
en la cabeza, un anciano se ponía de pie con aspecto despistado. El rostro
ensangrentado, una mujer caminaba sin aminorar el paso. Nunca se había conocido
un silencio semejante. Ni un suspiro. Ni una queja. Ni siquiera los niños
lloraban. El silencio perfecto del último acto. Los judíos hacían mutis. Para
siempre”. Y cierra así su texto Liberman con unos versos que Pardo Zapatero
cita, de autor aparentemente anónimo: "La botella ya vacía /el mensaje por
descifrar /Ludwig se ha quedado dormido / Sólo quedan los pajarillos / que en
el olvido están / junto al chapoteo de carcajadas / la manía y tu callar".
"Tu callar": ¿es necesario insistir que el otro silencio es Auschwitz?
De una forma no tan trágica como la del
exterminio de los judíos en el nazismo alemán, cabe hablar también la muerte
como el silencio absoluto, en expresión de Jacques Sédat. “El silencio
absoluto es muerte. Rendir el alma es perder la posibilidad tanto del habla
como del silencio, ya que el silencio es correlativo del habla. El silencio
definitivo ya no es silencio en el sentido de que el silencio es una
experiencia subjetiva del sujeto. El muerto no guarda silencio desde este punto
de vista. Está en el vacío, como sea que lo llamemos. Pero, el silencio es
siempre, como el habla, una categoría del sujeto. El silencio de las estrellas
no es silencio”.
Pues, un sujeto se construye con palabras y con silencios, que se concluye con la muerte. Pero, entre tanto, también está el silencio agonizante, el silencio angustioso: cuando uno se entrega al otro, al decirle al otro "te quiero". Es un riesgo, una aventura. Es abrirse y comprometerse frente a alguien sin tener ningún poder sobre él, sin tener la seguridad de un eventual retorno positivo. Los que hemos vivido la experiencia del enamoramiento y hemos dado el paso de declararlo a la persona amada, sabemos de la angustia en la espera de la respuesta. En este caso, la ansiedad es, amén de legítima, evidente. Es abrirse en canal al otro lo que preocupa. Que puede ser fuente de sufrimiento si la respuesta es negativa. Es “el mal de amores” tantas veces evocado en la literatura de todos los tiempos y de todos los idiomas.
Las trampas de
la imprescindible memoria. Paul Ricoeur
Hay
un silencio ante lo que es difícilmente verbalizable. Es, ciertamente el silencio
del espacio que se produce en el análisis psicoanalítico. Un silencio muy
difícilmente interpretable. Nunca se sabe lo que sucede en el silencio hasta
que se llegue al habla. Entretanto no se puede interpretar, es decir, poner
palabras en algo que no conoces. Es un silencio de espera por lo que pueden
surgir como pensamientos, ya que la regla del análisis es dejarlos surgir, libremente.
Y es, precisamente, esta libertad de expresión la que causa problema. Pues, a
menudo, es un silencio de vergüenza para decir cosas difíciles que la psique
humana, en un principio de autodefensa, lo envía al ámbito del subconsciente
inconsciente. En el idioma francés hay una distinción entre el subconsciente
consciente, con el término “reprimé” que lo diferencia del subconsciente
inconsciente para el que utiliza el término “refoulé”. Para el que no encuentro
término en castellano.
Pero
esta situación se da también fuera del espacio psicoanalítico del que, si se trata
del “refoulé” no tenemos consciencia, pero está ahí. Tiene que ver con lo que
Paul Ricoeur denomina “las trampas de la memoria”, cuando se refiere a la
memoria reprimida, memoria que hace que distorsionemos la memoria de lo
sucedido para quedarnos con lo que nos satisface y ocultemos y tratemos de
olvidar lo que nos denigra o nos avergüence de nuestro comportamiento, actitud
o valores del ayer. Es, exactamente, lo que sucede, con la memoria de la
guerra, del terrorismo, situaciones en la que, solamente a través del tiempo y
la búsqueda de la verdad, es posible llegar a un relato compartido. Y no
siempre. Así, más de un siglo después, no se ha llegado a un relato compartido
del origen de la primera guerra mundial.
Estamos
ante un silencio de vergüenza para decir cosas difíciles que la psique
humana, en un principio de autodefensa, lo envía al ámbito del subconsciente, a
menudo, inconsciente. Según el
concepto judío de memoria, nos recuerda Arnoldo Liberman, la memoria es antes
que nada un asunto hermenéutico, pues consiste en ver lo que algunos intentan
considerar olvidable o menos relevante. Pero, sin memoria, las injusticias pasadas dejan
de ser injusticias pues dejan de existir. Sin memoria nos quedamos sin
identidad. El sujeto se vuelve amnésico. Sin memoria la racionalidad sucumbe.
Por eso la memoria es la única jurisprudencia posible, la que impide olvidar lo
que no debe ser olvidado. La que es capaz de oír el silencio de los muertos y
recordarlos para que no mueran por segunda vez.
En
las personas, existe el temor de que ciertas cosas del pasado estremezcan y nos
flaqueen. Hay ciertas verdades que tenemos la impresión de que si las contamos
nos amenazarán, ya que el trauma fue muy duro y decirlo será revivirlo. Lo que
nos lleva al silencio. Se necesita tiempo para domesticar pensamientos
terribles relacionados con hechos que pueden habernos trastornado, antes de
poder transformarlos en palabras y salir de ese silencio cercano al terror, ese
terror que, al superar el bloqueo y las digamos, vuelvan a la memoria del
presente y las revivamos de nuevo, mientras que, sin embargo, es diciéndolas,
como podemos conjurar el efecto que pueden haber tenido en nosotros, que puede
llegar a ser un terror interior. Es el efecto benéfico de una confesión, una
declaración a otro, de algo que nos pesaba en la conciencia y que nos impedía
la serenidad de espíritu. Es, por eso, el efecto benéfico de una confesión, una
declaración a otro de algo que nos pesaba en la conciencia y que nos impedía la
serenidad de espíritu y descerrajar la verdad.
He
aquí un ejemplo de un silencio difícil a negociar. De aquí, damos el paso a la
segunda parte de este texto sobre el silencio y lo sagrado.
Segunda Parte: “El silencio y lo sagrado”
Breve clarificación de unos conceptos
Hay que clarificar, de entrada, algunos conceptos de uso común. Hay que
distinguir entre sagrado /profano, trascendente/ inmanente (o mundano) y
religioso/secular. Los conceptos sagrado, trascendente y religioso no son
sinónimos. El concepto de sagrado apunta a un fenómeno antropológico universal
que resulta de la experiencia humana de fenómenos extra - cotidianos. El
concepto de trascendente designa las representaciones de una separación entre
la esfera de lo divino y la de la realidad terrestre: estas representaciones no
constituyen en absoluto un fenómeno antropológico universal. En cuanto al concepto
de religioso tiene sentido plenamente desde la aparición de la opción secular.
La sociedad del ruido
Arnoldo Liberman en su reflexión, ya mentada, “El
otro silencio”, nos recuerda cómo George Steiner en El Castillo de Barba Azul hace una crítica demoledora de lo que él
llama "la sociedad del ruido". En nuestra sociedad la música
estrepitosa, el estrépito en sí mismo, el aturdimiento feroz, han pasado a ser
primordiales en nuestra vida cotidiana. Lo que antes era recogimiento, pausa
reflexiva, comunicación serena y valiosa y que se realizaba en entornos
silenciosos y en espacios íntimos, ahora estamos dominados por alborotadas y rotundas vocinglerías que no tienen límite y
que invaden cualquier campo habitable. Vivimos en un mundo (y en una cultura)
donde el silencio es un lujo prohibido, una antigualla recordada pero estéril,
un deseo o un anhelo oculto pero difícil de hallar. El ruido ha creado cultura
(si así puede decirse) pero esta cultura es intolerante, totalitaria,
inexpresiva, ensordecedora, "anda en ruidosa motocicleta" (como dice un amigo).
Cuando
el silencio es necesario
En la compañía de Arnoldo Liberman, parafraseándole,
quiero recordar la necesaria presencia del silencio en actos sustanciales del
ser humano: leer, hacer el amor, asistir a un concierto, caminar por un parque,
etc. Pero esos actos, aparentemente sólidos, así como la instrumentalización de
los clásicos ritos iniciáticos del sentido de la vida, resultan un actual
sinsentido en la sociedad del ruido, y que exigen un esfuerzo y un valor. El
silencio es un enemigo del ciudadano y del habitante de la metrópolis, es un
enemigo al que parece temerse porque nos llevaría a nuestros propios
interrogantes y a nuestras verdades más íntimas. Lluís Duch, el monje
intelectual heterodoxo del Monasterio de Montserrat, doctor en Teología y
profesor de filosofía moral, pensador profundamente cristiano y humanista,
autor de un pensamiento que ha calado escribe que "lo mejor de la religión
es que crea herejes". Es autor de una búsqueda que llamó "Dios
después de Auschwitz" y ha insistido en que "sin ética no hay
mística" y que "nadie debe sentirse extranjero" en el mundo.
Señala que: "el hombre no puede prescindir de construir absolutos", o
si se quiere decir de otra manera, la idolatría es una presencia casi constante
en la vida de los seres humanos. Es decir, el intento de dominar lo indomable,
de expresar colectivamente lo inexpresable, de reducir lo indefinido a
definido, son todas, formas que tenemos en el fondo para ejercer o controlar el poder o el miedo. Los seres humanos
siempre queremos una referencia a algo que consideramos intangible, la
necesitamos: es decir, siempre construimos lo sagrado, lo intocable, lo
impalpable y esto es a causa de nuestra finitud. Las apetencias de infinito eran
evidentes en la antigua URSS, en el nacionalsocialismo o, actualmente, en el
American way of life, en todas
partes, países de ruidos. Para muchos seres humanos la noche se ha tornado tan
ruidosa como el día y una habitación silenciosa un infierno y una tortura”.
El
silencio religioso de un creyente
Hay que aprender a callar, no temer el
silencio, regresar a la palabra válida y al diálogo constructivo, redefinir el
concepto mismo de la cultura: se trata de un mandato imperativo. Cabe decirlo enfáticamente:
la palabra debe dejar que el silencio hable. Aprender que el silencio no es mudo,
que – como lo decía nuestro querido e idolatrado Anton Bruckner- Dios estaba más cerca cuando
callaba. Así en su impresionante Motete, “Locus iste”.
Locus iste a Deo factus est, inaestimabile sacramentum,
irreprehensibilis est. (Este lugar fue hecho por Dios, un sacramento de valor
incalculable, libre de todo defecto).
El texto se centra en el concepto del lugar
sagrado, basado en la historia bíblica de la Escalera de Jacob, el dicho de
Jacob “Ciertamente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía” (Génesis
28:16), y la historia de la zarza ardiente donde a Moisés se le dice “quita tus
zapatos de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra santa” (Éxodo 3:
5). (Traducción de Enrique Yuste)
En el Oratorio Elías de Felix Mendelssohn,
podemos escuchar levitando un fragmento que dice así:
ELÍAS
Señor, la noche cae a mi alrededor, ¡no estés lejos de mí! ¡No me escondas tu rostro! Mi alma está sedienta de ti, como la tierra árida.
UN ÁNGEL
Sal ahí fuera, y ponte en el monte ante Yavé y su gloria resplandecerá
sobre ti. Cubre tu rostro, pues Yavé está cerca.
34. CORO
(Elías) Vio pasar a Yavé, y un viento poderoso que rompía los montes
y quebraba las piedras pasó delante de él, pero Yavé no estaba en el
viento. Vio pasar a Yavé, y la tierra tembló y el mar rugió, pero Yavé
no estaba en el terremoto. Tras el terremoto vino un fuego, pero Yavé
no estaba en el fuego. Y tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Y en
el susurro vino Yavé.[2]
¿Y si Dios se manifestara, no con truenos y relámpagos, terremotos y fuegos, esto es, no al modo de grandes tratados ni en fórmulas perentorias e impositivas, sino en la insinuación (“a Dios nadie le ha visto, jamás” dirá el teólogo y filósofo Bellet, recordando los textos de Juan el Evangelista), al modo de susurro, “brisa tenue”, como traduce Schökel el texto de arriba? Lo que exige un silencio.
Como dice Roberto Calasso, “lo divino es aquello que Homo saecularis ha borrado con cuidado e insistencia. Lo ha suprimido del léxico de lo que existe. Pero lo divino no es como una roca que todos ven inevitablemente. Lo divino debe ser reconocido”[3].
Aquí
nos topamos con lo que no pocos cristianos del mundo de hoy entienden y viven
su fe en el Dios, como la que se manifiesta en Jesús de Nazaret, quien llama a
su Padre con el término, cercano y respetuoso al mismo tiempo, de Abbà (termino
arameo, el lenguaje de Jesús, que significa “mi padre”, “papa”, “aitatxo” en
euskera). Es una oración en la que no se privilegia la oración de alabanza, ni
la oración de agradecimiento, menos aún la oración de petición, sino la oración
de escucha, de confianza y abandono. Es una oración de silencio.
El silencio “religioso” de un ateo
No hace mucho tiempo mantuve una larga
conversación con un amigo, al que conozco bien, y con quien disfruto y aprendo
conversando. MI amigo, Dr. en Física y que trabaja en un centro de
investigación de rango internacional, hace años que me confesó que era ateo.
Ateo de convicción. Desde muy joven. Hablando de estas cosas, tras manifestarme
su fascinación por la montaña, me confesó esto: “a menudo cuando estoy solo en
la montaña, solo en el bosque nevado, tengo la certeza de que no estoy solo. En
realidad, percibo, siento, que hay un espíritu, “el espíritu del bosque” que
está ahí, que me protege, que me acompaña en la soledad y en el silencio de
bosque”. Me recordó el libro de otro amigo que tituló “Sobre el Dios que está
ahí” y no pude no decirle que no otra cosa era la experiencia religiosa. La
experiencia religiosa no es otra cosa que lo que experimentamos en ciertas
experiencias humanas, que no nacen en nosotros, que son externas a nosotros, con
lo que, de entrada, derrumbamos las tesis de Feuerbach, a lo que denominamos,
unos, experiencia religiosa, otros, experiencia secular o laica. Estamos ante
lo sagrado en la terminología de Emile Durkheim.
Hans Joas, Habermas y
Fraijó, ante el silencio de lo religioso en la
sociedad de hoy
En la actualidad el individualismo es
omnipresente. Incluso un individualismo, no necesariamente utilitarista ni
egocéntrico, pues mira a la universalidad ética del comportamiento, por
ejemplo, en la defensa y promoción de los Derechos Humanos, en la custodia de la
Tierra etc. Al mismo tiempo, en la cosmovisión judeo-cristiana, se habla
expresamente de tradición bíblica, que incluye la tradición judía, así como la
tradición cristiana. En la tradición bíblica el descentramiento moral es
esencial. En esta concepción los seres humanos están obligados a tomar en
consideración no solamente los otros seres humanos que pertenezcan a la misma familia,
a la misma nación, a la misma religión, o la misma clase social sino a todos
los seres humanos, comprendidas también las generaciones futuras. Es el “ethos
del amor” bíblico.
Por otra parte, filósofos como Kant, Rawls y
Habermas, han elaborado una orientación universalista de este tipo
desarrollando en detalle la lógica de la reflexión y la discusión moral
universal, bajo el prisma de una ética racionalista. Pero una cuestión queda
sin respuesta, nos apunta Hans Joas: ¿qué es lo que tiene que motivar a los
seres humanos a reflexionar a las cuestiones morales y a la significación que
pueden tener para la forma como ellos conciben y llevan su vida, máxime cuando
tal reflexión corre el riesgo de ir en contra de sus propios intereses? Otro
punto todavía queda muy oscuro: ¿cómo llegar a los individuos sensibles a los
sufrimientos de los otros, teniendo en cuenta qué es cierto que esta
sensibilidad no es el resultado de una argumentación racional?
En esto reside, señala Joas, la superioridad de
estos cristianos del amor – expresión a la que yo prefiero, la singularidad de
estos cristianos del ethos del amor - incluso frente a formas de filosofía
moral universalista y, evidentemente, frente a todas las formas de
individualismo. La asunción de fe en un Dios que ama al hombre sin condiciones,
conlleva una fe cristiana que puede, ciertamente, liberar el campo a la
capacidad de amar, en los cristianos, y en todas las religiones del amor
universal, sin condiciones y sin excepciones.
Pero, a la reflexión que
acabamos que acabamos de formular, parafraseando el texto de Joas, cuyo original
es de 2014, hay que añadir la que realizó, años después Habermas, que
presentamos a continuación. En efecto, Jürgen Habermas, a la demanda de “Le
Monde des Livres” (“Le Monde“, 28/02/2018) redactó unas líneas sobre algunos de
los temas centrales de su obra. Entre ellos su
preocupación por encontrar un espacio a la creencia religiosa y a los
creyentes, cuestión que le ocupa desde el final de los años 1990. Traigo aquí,
traducido por mí, lo esencial de su aportación al cotidiano francés.
"Debemos reservarnos la posibilidad
de traducir contenidos semánticos enterrados, provenientes de tradiciones
religiosas, ya que pueden ensanchar el horizonte conceptual de nuestro discurso
público y nuestras sensibilidades trastornadas (“sensibilités tourneboulées”).
Conceptos filosóficos, por muy cargados que sean, como "poder de la
voluntad ", "ley”, autonomía ", “individualidad”, “conciencia”,
“crisis”, “historicidad” y “emancipación” se han abierto paso en nuestro
vocabulario actual. Pero, a la luz de la historia de los conceptos, varios
siglos de constante trabajo filosófico han demostrado indispensable la
importación de intuiciones con connotaciones religiosas al espacio
universalmente accesible de los fundamentos racionales. (….)
Esta elaboración discursiva de
intuiciones enterradas no cuestiona en modo alguno el ateísmo metodológico
practicado por los filósofos occidentales desde Hobbes y Spinoza. La moralidad
basada en la razón tiene sus propios cimientos y no necesita apoyo religioso.
El problema es más bien la desaparición de la solidaridad. Es legítimo que la
moralidad racional atienda sus prescripciones, teniendo en cuenta al individuo.
De repente, el surgimiento de una acción unida, que lleva por ejemplo a un
movimiento social, pasa a depender de la improbable coincidencia y focalización
de decisiones que emanan de conciencias individuales dispersas. En otras
palabras, ¡es tan probable que suceda como que un camello atraviese el ojo de
una aguja! Observo la tendencia actual a la disolución de la solidaridad, que
acompaña directamente a la colonización de nuestro mundo vivida por los
imperativos de una conducta cuya racionalidad es la del mercado. La
mercantilización invasiva de las relaciones sociales, favoreciendo un tipo de comportamiento
conforme a una racionalidad instrumental y egoísta, socava el poder abstracto
de las normas universales y embota nuestra capacidad de reaccionar ante
situaciones normativamente intolerables. Por el contrario, las comunidades
religiosas se nutren (“puisent”), a través del culto, en las mismas fuentes de
solidaridad. (en el “ethos del amor”, añado yo).
Ciertamente, dada la naturaleza
particularista de los dogmas y las creencias, estas energías pueden descarrilar
y volverse hacia afuera con una violencia explosiva dirigida contra otras
confesiones religiosas. Pero, ¿no es ésta una razón más para recordar la larga
relación que la filosofía ha mantenido con estas fuentes religiosas que ha
buscado racionalizar? Mientras la religión siga siendo una forma actual de la
mente, representará un acicate plantado en la carne de la modernidad. No debe
perder su tono, su vigor para trascender lo existente; lo que es capaz de
generar lo realmente nuevo es esta facultad de una “trascendencia” que,
viniendo desde dentro de nuestro mundo, y ya no desde el cielo, se esfuerza por
ir más allá de él. La novedad de las mutaciones tecnológicas queda rápidamente
obsoleta".
Es pues claro, el anhelo no satisfecho de
un agnóstico de la profundidad y sinceridad como Habermas, quien, sosteniendo “el
ateísmo metodológico” en la filosofía, y la moralidad racional sin necesidad de
la religión, manifiesta sin ambages la aporía con la que se encuentra, al
hablar de la solidaridad universal, sin acepción de personas.
Este planteamiento lo resume
magníficamente Manuel Fraijó en un artículo publicado en el diario “El País”,
el año 2016, del que extraigo los últimos párrafos.
“El afán por “durar” (Spinoza), la esperanza de algún
género de futuro tras la muerte parece haber acompañado desde muy tempranamente
a los seres humanos. Platón aseguró que no todo lo nuestro perece: perdura el
alma inmortal. Una gran obsesión pareció acompañar siempre a este filósofo: el
mundo sensible no puede, no debe, erigirse en explicación del mundo espiritual.
Platón ha sido generosamente heredado. Solo una muestra: imposible no
recordar el postulado de la inmortalidad kantiano. Un mundo que niega la
felicidad a seres dignos de ella y se la otorga a los que no la merecen no
puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe esperar. Es lícito, obligado
incluso, soñar con escenarios más justos. Kant, afirma Adorno, postuló la
inmortalidad para huir de la “desesperación”, para abrirse “al ansia de
salvar”. Y es que los defensores de la esperanza comprendieron siempre que no
hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos; las
mejoras nunca las disfrutarán los que ya se fueron. Incontables seres humanos
llegaron al final de sus días sin que hubiese sido tenida en cuenta su humilde
solicitud de una vida digna; siempre fueron meros aspirantes a lo elemental,
candidatos injustamente rechazados. De ahí que algunos grandes espíritus,
ansiosos de reparar injusticias, hayan soñado con que nadie muera del todo para
siempre. “La esperanza perdida de la resurrección —escribe Habermas— se
siente a menudo como un gran vacío”. Es un anhelo profundamente humano. Eso
sí: un anhelo de incierto cumplimiento. Laín Entralgo lo formuló así: “lo
cierto es siempre lo penúltimo y lo último es siempre incierto”.
Y, obviamente, son las religiones —especialmente las monoteístas— las más
reacias al relato de la hamaca vacía (el mero recuerdo de alguien fallecido).
Desde siempre ofrecieron su palabra de honor de que, tras la muerte, habrá
nuevas acogidas, nuevos inicios, libres ya del signo de la actual precariedad.
Eso sí: las religiones no informan de lo que saben, sino de lo que creen. De
ahí que grandes creyentes como el cardenal Newman suplicasen: “Que mis
creencias soporten mis dudas”. En este sentido, el “más allá” no es
científicamente verificable ni, por tanto, refutable. Las religiones consideran
que algo puede ser significativo sin ser científico. Entre paréntesis: parece
que, al principio, la nueva vida, la resurrección, solo se esperaba para los mártires,
es decir, para los más afectados por el mal y el sufrimiento; pero lentamente
se fue abriendo paso el convencimiento de que en mayor o menor medida todos
terminamos compartiendo la condición de mártires: la muerte, que no es solo el
final de la vida, sino su permanente amenaza, se encarga sobradamente de ello.
Para concluir, escribe Fraijó: de especial trascendencia continúa siendo el
anuncio cristiano de la resurrección de Jesús de Nazaret como anticipo de la
resurrección universal. El teólogo Moltmann asegura que la resurrección de
Jesús “ha hecho historia”. Es cierto: al menos iluminó muchos últimos instantes
y suavizó innumerables despedidas”[4].
Joas, Habermas y Fraijó
nos manifiestan los dilemas de una racionalidad que se satisface a sí misma cuando
se la pone en relación con una religión, la cristiana, aunque no solamente la
cristiana, si defiende el ethos universal del amor. Y universal, quiere decir
universal, sin excepciones espacio-temporales. Pero haremos bien los creyentes
en no olvidar la reflexión de Newman de que “mis creencias soporten mis dudas”,
pues, como decía Maurice Bellet, “una fe que no duda es una fe dudosa”.
Claro que otra cosa es la
práctica en los comportamientos de los creyentes que, en mil y una ocasiones de
la historia, han mostrado que estaban bien lejos de la universalidad del amor. Ya Gandhi dijo que “cuando leo el
Evangelio me siento cristiano; pero cuando veo a los cristianos me doy cuenta
de que ellos no viven según el Evangelio”, el mismo Gandhi que sostenía que “nunca
es bueno el amor a los otros, cuando es exclusivo y con excepciones. Yo no
puedo amar a los hindúes o a los musulmanes y odiar a los ingleses”, añadía.
Sí, la radicalidad no es solamente cosa de los violentos.
Nada de todo esto, la universalidad del “ethos
del amor” cristiano, en base a bucear en la figura y mensaje de Jesús de
Nazaret, que denomina Abbà a Dios Padre, es posible sin el silencio interior,
el silencio introspectivo, el silencio de escucha, el silencio de oración. Lo
mismo cabe decir de la universalidad ética basada en la racionalidad humana
como refieren los grandes filósofos arriba mentados. En efecto, es preciso el
silencio interior para dar cabida a un atisbo de solidaridad con pretensiones
de universalidad. Y esto, no viene de por sí. Es consecuencia de una reflexión,
en silencio, (una oración en los religiosos) sobre el necesario impulso para la
solidaridad.
Y es también, en el silencio del temor,
de la angustia por los hechos y actitudes de la vida pasada, que hemos mostrado
más arriba. que el creyente puede reconocer que no ha sido fiel al mensaje
heredado, haciendo buena la reflexión de Gandhi, de que estaba de acuerdo con
el mensaje los evangelios, pero no con los creyentes que lo incumplían.
Pero, hay que añadir, que
las reflexiones y los comportamientos se complican, aún más, cuando las
divinidades devienen seculares. Más todavía cuando es la propia sociedad la
nueva divinidad de los tiempos actuales.
Calasso,
Durkheim y la sociedad divinizada
Voy a completar esta conferencia, reflexionando
con la ayuda de un libro excepcional de Roberto Calasso. “La actualidad
innombrable”, que ya he citado más arriba[5].
La sociedad – dios
Calasso,
en las primeras páginas de su trabajo, tras recordar tiempos no tan lejanos en
los que “bastaba con divinizar al emperador para asegurar la cohesión social”
añade que “ya no. Ahora es necesario divinizar a la sociedad misma”, pues, como
dice Durkheim, “ella, (la sociedad) es para sus miembros, lo que un dios es
para sus fieles”. (p.27) Así nace, en la era post – moderna, o post – secular, silenciado
Dios, la “sociedad divinizada”.
La
referencia a Durkheim, junto a Max Weber, uno de los dos padres de la
sociología de la religión, si no de la sociología sin más, me ha retrotraído a
mis tiempos de estudiante y a la lectura compulsiva de las 638 páginas (la
devoré en una semana, aunque, obviamente, sin asimilarla completamente) de una
sus obras magnas, “Les formes élémentaires de la vie religieuse”[6], publicación donde se
encuentra la citación de Calasso. He localizado en mi ejemplar del libro de
Durkheim esta referencia que traslado a continuación, más extensa que en la
citación de Calasso, para contextualizarla.
“De manera general, no hay duda de que
una sociedad tiene todo lo que se necesita para despertar en las mentes, por la
única acción que ejerce sobre ellas, la sensación de lo divino; porque la
sociedad es para sus miembros lo que un dios es para sus fieles. Un dios, de
hecho, es antes que nada un ser que el hombre representa, en cierto modo, como
superior a sí mismo y del que él cree que depende. Ya sea una personalidad
consciente, como Zeus o Yahvé, o fuerzas abstractas como las que
están en juego en el totemismo, el creyente, en ambos casos, se siente ligado a
ciertos modos de acción impuestos por la naturaleza del principio sagrado con
el que se siente en relación comercial. Pero la sociedad también mantiene en
nosotros la sensación de una dependencia perpetua. Debido a que tiene una naturaleza
propia, diferente de nuestra naturaleza individual, persigue fines que también
son especiales para ella, pero como solo puede alcanzarlos a través de
nosotros, busca imperiosamente nuestra ayuda. La sociedad exige que, olvidando
nuestros intereses, nos hagamos sus servidores, y nos obliga a toda suerte de
incomodidades, privaciones y sacrificios sin los cuales la vida social sería
imposible. Por lo tanto, en todo momento, estamos obligados a someternos a
reglas de conducta y pensamiento que no hemos construido ni deseado, y que a
veces son contrarias a nuestras inclinaciones e instintos más fundamentales”[7].
El texto, soberbio, me sugiere los
siguientes subrayados (alimentados por otros textos del propio Durkheim).
-
La sociedad es más que la suma de individuos.
Así como la conciencia colectiva es más que la suma de conciencias
individuales.
-
La sociedad tiene entidad propia, aunque no es
independiente de las personas que la componen, bien al contrario, necesita de
las personas para alcanzar sus fines. Hay un “comercio”, dirá Durkheim, entre
la sociedad y las personas que la componen.
-
Esa
sociedad crea un dios, que “de hecho, es antes que nada un ser que el hombre
representa, en cierto modo, como superior a sí mismo y del que él cree que
depende”.
-
La sociedad tiene capacidad de coerción sobre
los individuos, a partir del momento en que la divinizamos.
-
Esto es independiente de que el dios sea una
figura concreta (Zeus o el Dios bíblico, Yahvé), sean fuerzas más o menos
abstractas (tótem o las fuerzas de la naturaleza) sea la sociedad, como entidad
propia.
-
La religión para Durkheim tiene como objeto
crear o mantener cierta cohesión social. Que se haga por el tótem, el temor a
la naturaleza, los dioses de la antigüedad o la sociedad de nuestros días, lo
esencial no es la verdad de los dioses sino la función que cumplen.
-
Llegados a este punto, la pregunta, brutalmente
planteada, es la de saber si salimos ganando, con los dioses totémicos, los
dioses personalizados (uno o varios, de los judíos, persas, griegos, romanos,
musulmanes, cristianos, etc.) o con el dios de la sociedad, con la sociedad -
dios.
. La
sociedad fuente de lo sagrado
Pero avancemos en la lectura de Durkheim
y en lo que supone la divinización de la sociedad.
Ya en las conclusiones de su estudio
Durkheim escribe que “el ideal colectivo que la religión expresa no es
consecuencia de no se sabe bien qué poder innato del individuo, pues es en la
escuela de la vida colectiva donde el individuo ha aprendido a idealizar. Es
asimilando los ideales elaborados por la sociedad que el individuo es capaz de
concebir el ideal. Pues es la sociedad (….) la que le ha contraído la necesidad
de alzarse por encima del mundo de la experiencia…”. (p.604). Es, pues, claro
para Durkheim, el papel de la sociedad como agente primordial de creación de
cosmovisiones, como agente de socialización, como instancia de lo políticamente
correcto, de lo obvio, de lo indiscutible, de las certezas indiscutibles.
Pero que estas cosmovisiones e imperativos,
encarnando en cada individuo los ideales colectivos, estos tienden a
individualizarse. Pero, insiste fuertemente en ello Durkheim, el ideal
personal, aun individualizado, proviene del ideal social, de la conciencia
colectiva que en cada momento conforma una sociedad determinada. Esto es
particularmente cierto para Durkheim en el caso de la fe religiosa. En la
página 607, luego ya avanzado en las conclusiones de su ensayo, podemos leer
algo que ya me llamó la atención en mi primera lectura en Lovaina el año 1970,
pues lo subrayé. Escribe Durkheim que “una filosofía puede elaborarse en el
silencio de la meditación interior, pero no una fe”. Para Durkheim pensar en un
individualismo radical que hiciera de la religión algo puramente individual
supone desconocer las condiciones fundamentales de la vida religiosa y estas
provienen de la sociedad de nuestros semejantes: “las fuerzas morales en las
que podamos sustentar y crecer las nuestras son las que nos prestan otros” de
la misma forma que “las creencias solamente son activas cuando son
participadas”. Todo esto nos muestra la importancia capital que Durkheim
concede a la sociedad como tal, más precisamente, a la conciencia colectiva que
la sociedad tenga de sí misma.
Pero, de nuevo aquí también, hay que ir más
allá del dato, del hecho (el dominio y la prioridad de la conciencia colectiva
sobre la individual en la sociedad) para reflexionar sobre su
interpretación. Lo que exige, de forma
capital, el silencio personal. Una cosa es que el “acto de fe”, la “experiencia
extracotidiana”, en la terminología de Durkheim que, en la mayoría de los casos
se produce en un ámbito colectivo, y otra es la asunción personal de tal
experiencia como acto de fe, que exige el silencio, la reflexión, el dialogo y,
habitualmente el recuerdo de lo recibido en herencia de la familia, educación y
ámbito social en el que se ha crecido.
Ahora bien, ¿cuál puede ser el tenor de
esa conciencia colectiva? ¿Dependerá de las condiciones materiales que
presidan, en cada momento, la sociedad en cuestión? Sin negar la importancia de
estas condiciones materiales, sin embargo, Durkheim, con energía, se separa de
una interpretación meramente materialista de la historia. Aquí la citación se
impone: “hay que rechazar que mi teoría de la religión sea como un
rejuvenecimiento del materialismo histórico: pensar así supondría equivocarse
singularmente sobre nuestro pensamiento. Mostrando que la religión es una cosa
esencialmente social, no entendemos de ninguna de las maneras que la religión
se limite a traducir, en otro lenguaje, las formas materiales de la sociedad y
sus necesidades vitales inmediatas. (….) Pues la conciencia colectiva es otra
cosa que un simple epifenómeno de su base morfológica, así como la conciencia
individual es otra que una simple eflorescencia del sistema nervioso. Para que
la primera aparezca se precisa una síntesis sui
generis [8]
de las conciencias particulares”. Y a renglón seguido Durkheim nos muestra, en
términos rotundos, la independencia de la conciencia colectiva respecto de las
condiciones materiales de origen y de las conciencias individuales, así como su
gran poder de coerción. En efecto, escribirá que “esa síntesis (que da lugar a
la conciencia colectiva) tiene el efecto de liberar todo un mundo de
sentimientos, de ideas, de imágenes que, una vez hayan nacido, obedecen a leyes
que le son propias. Se llaman, se repelen, fusionan, se segmentan, proliferan
sin que todas esas combinaciones sean directamente comandadas y necesitadas por
el estado de la realidad subyacente. La vida así suscitada goza, incluso, de
una independencia bastante grande, originando a veces manifestaciones sin
objetivo concreto, sin utilidad alguna, simplemente por el solo placer de
afirmarse”. (P.603). En otras palabras, la sociedad se presenta, según
Durkheim, como el agente fundante de cosmovisiones, como agente básico de
socialización, como instancia de lo políticamente correcto, de lo obvio, de lo
indiscutible, de las certezas indiscutibles que condicionan en gran medida la
conciencia individual. Lo mismo cabe decir, añado, de la fe religiosa. De ahí
que Durkheim en su definición de la religión, introduzca la iglesia.
En conclusión, frente a la sociedad
estamos ante un dios absoluto, aunque necesitado en su origen, y después en su
actuar, de los humanos. Es un dios todopoderoso, arbitrario, omnisciente, juez
de los hombres (y mujeres, claro) pero que necesita de esos hombres y mujeres
para ejercer su divinidad. Pues de ellos proviene. Durkheim no entra a discutir
si hay una realidad divina, más allá de la humana, que esa realidad sea un
tótem o un dios personal, o una realidad abstracta, pero sí reconoce, y de qué
manera, su autoridad para sus “creyentes”, sus “fieles” (los humanos) una vez
originados por la conciencia colectiva de la sociedad considerada, que así
adviene, origen de la divinidad que, a su vez, deviene controlador de esa misma
sociedad. Insisto, poco importa la forma que adopte esa divinidad, pero,
eliminados, o consideradas rémoras de tiempos pasados los dioses de las
religiones de antaño, sean animistas, naturalistas, o personales (unipersonales
como los monoteísmos – Yahvé, Jesús el Cristo, Ala-, o colectivos- los
politeísmos), ya solamente queda la propia sociedad que se eleva así a la
condición de divinidad todopoderosa.
Cerrando estas páginas, que no concluyendo.
Manifestaciones de lo sagrado, como fenómenos extra- cotidianos pueden
darse en un conjunto de personas (ante un emotivo o fuerte encuentro religioso;
ante un gol casi al final de un partido de futbol, ante un concierto
multitudinario) o individuales (en una relación amorosa potente; un abandono
religioso ante una situación complicada)
Nos inclinamos a pensar que la
divinización de la sociedad, que acabamos de mostrar, tras la exculturación
social de lo religioso en general y de los dioses religiosos más en particular,
en realidad nos lleva, en el actual mundo secular, a una nueva “guerra de
dioses”. Pero, de entrada, debemos formularnos la cuestión de saber qué
consecuencias tiene para nosotros, ciudadanos en la tercera década del siglo
XXI, el hecho de que hayamos delegado en la sociedad, divinizándola, el sistema
de legitimación de las relaciones sociales, de los valores dominantes que nos
dicen lo que es bueno y lo que es malo, y cuáles son las prioridades por las
que debemos esforzarnos para mantener, al menos, un simulacro de cohesión
social.
Es posible que el futuro nos depare otra
guerra de dioses, cuyas primicias ya están a la vista. Los dioses del mundo
secular nos muestran un politeísmo que nada tiene que envidiar al de las
civilizaciones griegas y latinas, por limitarme al mundo occidental. Pero, a
diferencia de las greco-romanas, los dioses de nuestros días son puramente
seculares, no permiten atisbo del “más allá” como Zeus, Júpiter etc. A lo sumo,
pero en tono menor, un humano casi dios, como el emperador nipón, pero hemos
quedado que nos limitamos al mundo occidental. Y, si me aprietan las tuercas,
al del sur este europeo: España, Francia, Portugal e Italia con sus diversas
regiones (naciones, pueblos, autonomías, …) de personalidades bien distintas,
en unas regiones más marcadas que en otras.
Lo hemos visto en Durkheim, aunque también en
nuestra sociedad actual: la manifestación colectiva de lo religioso. Así en las
peregrinaciones y encuentros, a menudo multitudinarios, en lugares o eventos
especiales como Lourdes, Fátima, Medjugorje, la Semana Santa, etc., y muchas
fiestas locales en las que la celebración religiosa tiene arraigo. Pero, solamente
el silencio permite una reflexión de lo sagrado y, en consecuencia, una
jerarquización y un discernimiento de las diferentes modalidades de
sacralidades en la actual era emergente, la era post-secular.
Las personas que nos asomamos a los 80 años de
edad, hemos transitado en nuestra biografía de la era de la cristiandad a la
era post-secular, siendo la era secular, aún la dominante en España, la que ha
tenido el mayor recorrido en nuestras vidas.
Pero cuándo constatamos, con Peter Berger los
"innumerables altares de la modernidad" y con Hans Joas, la crítica a
la tesis weberiana del desencantamiento con la modernidad, la racionalidad, y
la arreligiosidad institucionalizada, oteamos en el horizonte la era
post-secular. Así observamos, por un lado, presencia de toda suerte de
sacralidades laicas, en gran medida consecuencia de los límites de la era
secular: la nación, el pueblo, el dinero, el culto al cuerpo, lo
"natural", el sexo, etc., y por el otro la emergencia de otra
sacralidad religiosa, a menudo en pequeños colectivos, una sacralidad más de
convicción que de adhesión, modalidad de religiosidad, esta última, en la era
de la cristiandad, en neto declive social, lo que no quiere decir que haya que
echar por la borda un cuerpo de doctrinas que la tradición de veinte siglos de
cristianismo ha ido elaborando. Repitámoslo para cerra este texto. Solamente el
silencio, interior y exterior, permite que se abra paso una lectura reflexiva
de las diversas sacralidades. Lectura que, solamente será fructífera si se
desarrolla en un diálogo que exige el silencio propio para escuchar al otro. El
silencio no es solipsismo. El silencio supone apertura al otro, en lo más
profundo de su otredad. Solamente con esa condición la relación “yo-tu” puede
tener como norte y objetivo la fraternidad y una ética universales. Religiosa o
laica, pero universal. Aunque un cristiano puede bucear en
el ethos del amor para cimentar su actitud y comportamientos (lo que no
significa que estos sean acordes al ethos que predica), mientras que el laico,
habitualmente, debe limitarse a la racionalidad con sus aporías. Pero, todos,
necesitan del silencio para bien aprehender vitalmente lo que defiendan.
Donostia San Sebastián 12 de agosto de
2021
Javier Elzo
[1] En Sophie Périac-Daoud et al., « Silences »,
Érès, 2004, p, 233 y ss.
[2] El texto original se
encuentra en 1 Reyes, cap. 19, 10-13
[3] Roberto Calasso,
“La actualidad
innombrable”. Anagrama, Barcelona, 2018, p. 50
[4] Manuel Freijó. “La
hamaca vacía”. El País, 13 de agosto de 2016. Yo subrayo.
[5] Ed. Anagrama, Barcelona 2018, 173 p.
[6] El libro se editó el año 1912. En mi biblioteca he encontrado la
edición de 1968, PUF, que leí y anoté en Lovaina en mis años de estudiante,
edición con la que trabajo en estas líneas. Obviamente hay edición castellana
de esta obra magna de la sociología: “Las
formas elementales de la vida religiosa”. Alianza, Madrid, 1983. Pero las
citas de mi texto provienen de la traducción que yo mismo he realizado del
original en francés.
[7] Emile Durkheim. “Les formes élémentaires de la vie religieuse”, Presses Universitaires
de France, Paris 1968, pp. 295-296. La traducción es
mía.
[8] En cursiva en el original