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lunes, 16 de agosto de 2021

 

 

 

La fidelidad como un valor relativo

 

 

Guion del texto:

 

Introducción

Primera parte. Aproximación al estudio sociológico de la fidelidad

. ¿Qué son los valores en sociología?

. La fidelidad y la memoria de una promesa

. La fidelidad como promesa dada a una persona.

. La fidelidad a un proyecto como deber de memoria. Aplicación al matrimonio

. La fidelidad a la identidad personal

 

 Segunda Parte. Vocación religiosa, promesa y fidelidad.

. Hablando con un amigo religioso de su vocación. El absoluto relativo de Paul Ricoeur

. El factor humano

. Sobre el abandono temporal de la promesa inicial

. Sobre el abandono parcial de la promesa inicial

. Cerrando

 

 

Introducción

 

Este texto está escrito tras una amable invitación a participar en la revista CONFER, cuyo consejo de redacción decidió dedicar algún numero de la revista a la cuestión de la fidelidad, máxime, cuando la editorial vaticana dio a luz en marzo de 2020, un documento publicado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (Santa Sede) sobre el don de la fidelidad. Lo he consultado en su edición en castellano[1]. Desde la revista CONFER se me indicó “que sería interesante poder decir algo sobre fidelidad, capacidad para comprometerse, etc., en la sociedad española” sin necesariamente referirme al documento “El don de la fidelidad. La alegría de la perseverancia”.

 

También podría titular este artículo, “la fidelidad es una virtud relativa”. Pero el termino virtud o, las virtudes, se utiliza más en el ámbito de la ética, mientras que el termino valor, los valores, más en el campo de las ciencias sociales, particularmente en la sociología, desde donde escribo. Aunque antes de seguir, quiero señalar, brevísimamente, que no entiendo, en absoluto, la ética y la sociología como dos departamentos estancos del saber. Una ética sin sociología, sin ciencias sociales, es una ética esencialista construida en lo abstracto, en base a una concepción externa al devenir humano. Una sociología sin ética, a su vez, a lo mejor no pasa de un amasijo de cifras y tablas, a lo peor, da por hecho, y por bueno, la ética dominante en el espacio y tiempo en el que se expresa. En todo caso, siendo yo sociólogo, me muevo con más facilidad en los registros de la sociología que en los de la ética, aun sin dejarla al lado.

 

He dividido estas páginas en dos partes. En la primera me detengo en una aproximación sociológica a la cuestión de la fidelidad. Como se verá en su lectura, soy muy deudor de uno de mis “maîtres à penser”, Paul Ricoeur. En algún momento, para ilustrar mi reflexión, hablaré de la fidelidad en el matrimonio. En la segunda parte, abordaré directamente, la cuestión de la fidelidad en la vocación religiosa. El lector apresurado interesado, particularmente, en esta segunda cuestión puede obviar la primera parte del texto y dirigirse directamente a la segunda.

 

Primera Parte. Aproximación al estudio sociológico de la fidelidad

 

En esta primera parte me detendré en los valores y explicaré, en qué sentido defiendo, como reza el título del presente texto, que la fidelidad es un valor relativo, contextual. Como la fidelidad se refiere a algo que sucedió en el pasado, echaré mano, me basaré en el gran trabajo sobre la “memoria” de Paul Ricoeur para introducirme en mi aproximación al estudio de la fidelidad en relación con la memoria de lo prometido en su día.  

 

¿Qué son los valores en sociología? 

 

Ahora bien, ¿qué son valores?  Para un estudio de las diferentes acepciones y utilizaciones de los valores remitimos al trabajo de Pedro González Blasco en la II Jornadas de Sociología en la Universidad de Deusto[2].  Limitémonos aquí a unos breves apuntes. En una primera aproximación cabe decir que en el ámbito de la sociología (y creemos que cabe extenderlo también al de la filosofía) se entiende por valores las definiciones de lo bueno y de lo malo, de lo aceptable y de lo rechazable, de lo admitido y de lo prohibido, de lo que hay que hacer y de lo que hay que evitar.  Esta definición puede parecer a primera vista muy abstracta, pero deja inmediatamente de serlo cuanto nos damos cuenta de que esas definiciones de lo bueno y de lo malo se incorporan al contenido de las actitudes individuales y las ponemos de manifiesto en nuestra conducta externa cuando interactuemos con los demás miembros de la sociedad a la que pertenecemos. En cuanto miembros de una sociedad nos comportamos de una manera pautada o normalizada, es decir, que respondemos a una norma, y los demás, en interacción con nosotros, esperan que nos comportemos de acuerdo con esa norma, porque los valores y las normas de ellos son, más o menos, compartidos, aunque no por todos los miembros de la sociedad. Cuando los valores no se discuten y se encuentran interiorizados por todos los miembros del grupo, la correspondencia entre lo que uno hace y lo que otro espera que se haga es casi mecánica.  Esta conducta es perfectamente observable, y por ello el carácter abstracto de los valores deja de serlo cuando se incorporan a las acciones desplegadas en la interacción de la sociedad.  En este sentido, los valores han sido siempre visibles, aunque no fueran objeto de reflexión intelectual o de discernimiento intelectual.  Lo que pasa es que cuando la correspondencia es, según hemos dicho, casi mecánica, no se es consciente de los valores que están en la base de estas conductas.  Por eso hemos dicho que los valores empiezan a “verse” -queremos decir, intelectualmente- cuando esa correspondencia no se da, porque los valores de unos y otros actores sociales pueden no ser los mismos y, en consecuencia, la conducta de uno puede no ser la esperada por otro, o también, la respuesta del otro puede no ser la esperada por el que ha actuado de la manera que él ha estimado que era la correcta. Y en este contexto nos encontramos en la sociedad moderna. De ahí, la tan mentada “crisis de valores”

 

Esta primera acepción del término valor nos lleva a otra, íntimamente relacionada con la anterior pero que quizás permita ver mejor la concatenación entre los valores, las normas y el comportamiento.  "Valor" cabe entenderse como un criterio de acción social al cual se adhiere de forma más emocional que meramente racional (lo que no quiere decir en absoluto que se trate de algo irracional), y que no es puesto en duda a corto plazo.  Puede tratarse de valores individuales o de valores colectivos según el sujeto personal que adopta tales valores. Es importante esta distinción en un momento, como el actual, en el que resulta difícil hablar de valores universales, en el sentido de admitidos por toda una sociedad, determinada por criterios geográficos.

 

En el mismo sentido cabe hablar de 'Normas" como criterios de acción social que son adoptadas, sea por un individuo, sea por la sociedad en su conjunto (o por colectivos determinados de la sociedad), criterios que son el resultado de una decisión meramente racional, y que pueden ser puestos en duda, luego modificables, a corto plazo. Normalmente hay relación directa entre los valores y las normas, así como entre estas y las conductas o comportamientos consiguientes. Veamos un ejemplo simple. Un individuo (o grupos de individuos, o una sociedad entera) puede adoptar ante la circulación rodada, como criterio de acción social, la "seguridad" frente a otro que adoptara la "rapidez”.  Lógicamente en razón del valor "seguridad" se adoptarán determinadas normas, por ejemplo, de limitación de velocidad que serán distintas a las que se adoptarían si hubiera sido el valor "rapidez" el retenido. Y, todo ello tendrá traslado en el comportamiento consiguiente.

 

Son muchos los ensayos de clasificación de valores o de sistemas de valores como ejes interpretativos, escenarios concatenados de valores que configuran los esquemas globalizadores de las personas, colectivos o sociedades. Recordemos, sin más detalle, en el ámbito de la psicología social a Rokeach en su ya clásica diferenciación entre valores finalistas y valores instrumentales. Desde la sociología empírica, el esfuerzo relevante de R. Inglehart con su distinción entre valores materialistas versus valores postmaterialistas. En muchos de nuestros trabajos empíricos hemos distinguido cuatro sistemas de valores que denominamos “valores asociados a finalidades”, “valores asociados a cosmovisiones societales (liberales versus sociales)”, “valores asociados a sensaciones” y, por último, “valores asociados a comportamientos”. Es una mera clasificación con afanes más pedagógicos que propiamente teóricos, pero nos ha permitido ordenar, lógicamente, una larga serie de valores de difícil aprehensión y análisis. Con una incidencia teórica más clara, cabe presentar los diferentes valores según el universo al que van dirigidos, luego también, el ámbito en el que caben ser estudiado. Así tendríamos valores de orden político, valores de orden estético y valores de orden ético.

 

En estas páginas nos detenemos en otra distinción que da origen al título con el que las presentamos: valores fundamentales versus valores contextuales. Un valor fundamental, al menos en un contexto determinado de civilización, es aquel valor que no admite un antivalor, salvo su negación, es un valor que públicamente es defendible, pues aceptado por la gran mayoría, luego va más allá de los valores privados y que puede incluso convertirse en un valor axiológico. Ejemplos de valor fundamental en Occidente, sería el amor, la justicia, el bien, la bondad etc. Un valor contextual es aquel valor que admite en su seno graduaciones y, sobre todo, que admite antivalores que, en determinados contextos y situaciones, se pueden convertir en valores positivos. Son valores que lo son en referencia a algo o alguien. Así la obediencia, el respeto a la autoridad etc. En este sentido, son valores relativos. Y nosotros defendemos, en este artículo, que la fidelidad es un valor contextual, relativo a lo que, o respecto a quien se pretende ser fiel, pudiendo incluso ser infiel para ser, propiamente hablando fiel, de entrada, a su propia conciencia.

 

La fidelidad y la memoria de una promesa

 

La fidelidad hace referencia a un tiempo pasado, a algo que sucedió en otro tiempo más o menos lejano. Luego la fidelidad, si seguimos a Vladimir Jankélévitch, y tras él a Paul Ricoeur, tiene relación con la memoria de algo que sucedió en otro tiempo.  Escribe Jankélévitch que “la fidelidad es resistencia no tanto al olvido (porque el infiel no es necesariamente olvidadizo) como a la fácil ingratitud, la veleidad frívola y la inclinación a la negación [...]. La infidelidad no es olvidar, pero es traición"[3]. La disyuntiva olvido – traición, de la que diremos algo más adelante, hay que contextualizarla en el caso de Jankélévitch, en su historia personal de miembro de la Resistencia en el régimen de Vichy y en sus planteamientos sobre la memoria de lo sucedido en un momento en el que se intentó “pasar página” del nazismo en Francia.

 

Pero la referencia a la memoria, con consecuencia para el presente, sea de olvido, sea de renegación del pasado, me lleva a detenerme, aun brevemente, en los planteamientos de la memoria del gran Paul Ricoeur[4]. Me lleva a la memoria, a la memoria de lo sucedido y a lo que podemos mantenernos fieles o renegar. ¿A qué somos fieles? ¿de qué renegamos? Aquí los riesgos de la memoria nos exigen un tiempo de reflexión. Paul Ricoeur distingue tres riesgos, deficiencias o trampas de la memoria: la “memoria impedida” por ocultamiento de lo sucedido cuando la realidad nos resulta inasumible; la “memoria manipulada” cuando la memoria se cruza con la identidad, pretendiendo hacer coincidir la verdad histórica con una identidad particularmente buscada y la “memoria obligada”, el “deber de memoria” que busca la justicia. “El deber de memoria es el deber de hacer justicia, por el recuerdo, de otro que sí mismo”.

 

Cualquiera que haya pasado por una situación particularmente significativa en su vida puede reconocer estos tres riesgos de su memoria personal. Pienso en la persona que prometió amor eterno a su esposo o esposa, (hoy se lleva el termino pareja, lo que semánticamente no es lo mismo), en una persona que ha jurado fidelidad a un partido político, a una empresa, a un equipo de futbol. Y también, obviamente, al religioso [5] que se comprometió con la Orden, en su día, de forma definitiva y sin plazo de caducidad más allá de la muerte.

 

Si relacionamos con la fidelidad los tres aspectos de la “memoria”, que nos señala Ricoeur, el primer aspecto, trampa o abuso de la memoria, la memoria impedida, no ofrece mayores problemas en su interpretación. Una memoria impedida es una memoria infiel a la verdad de los hechos, o de las promesas. Aunque, en realidad, la memoria impedida es una constante en toda memoria histórica. Basta recordar los conflictos que crean los relatos (de la guerra civil, de ETA y de la lucha antiterrorista, del relato de una vida en pareja ante una separación y así un largo etcétera) en los que cada parte oculta, o minusvalora algunos hechos, y retiene o sobrevalora lo que favorece a su propio interés. De ahí que toda memoria impedida es siempre infiel a la verdad y no pasa de ser una justificación para un comportamiento o promesa del que queremos recordar lo que favorece nuestra actitud del momento presente.

 

La memoria manipulada en relación con la fidelidad podría, de entrada, recibir el mismo tratamiento y la misma consideración que la memoria impedida. La memoria manipulada, como ya indica el término, manipula, trastoca la realidad de lo sucedido años atrás, en busca de una identidad satisfactoria para el sujeto (o colectivo) en el momento presente. Esto es, en vistas a construir una identidad en el presente se “manipula” la realidad de los hechos del pasado para acomodarlos a la identidad buscada. Ahora bien, pero es preciso añadir que la identidad buscada en el presente puede diferir de la identidad buscada en el pasado, identidad que, muy probablemente, antaño le llevó a la persona a emitir la promesa que emitió en su día. Luego más que manipulación de lo pasado (que también puede darse en un proceso mental y psicológico en búsqueda de confort en el presente) es precisamente en este confort, es en la búsqueda de una nueva identidad que se considera la deseable y la pertinente en el sujeto actual, donde habría que poner el acento. En otras palabras: se trata de ser fiel a la identidad considerada como deseable, preferente o valida en cada momento de la vida. Identidad que, como la vida misma, es cambiante. Cuestión clave, a la que hemos de volver.

 

La memoria obligada se refiere al deber de memoria a la justicia. Ricoeur piensa en el deber de memoria respecto de lo que han sufrido en los hechos de cuya memoria se trata. Y en ese sentido he aplicado la reflexión de Ricoeur en mis trabajos sobre la memoria del terrorismo en el País Vasco, apuntando al deber de memoria respecto de las víctimas, entendiendo por victima a quien haya sufrido una violencia injusta en razón del contencioso vasco que hemos padecido durante cuarenta años. Pero la memoria obligada, cuando rememoramos hechos o promesas de otros tiempos cabe, y debe, aplicarse también a otras situaciones diferentes a las del terrorismo y contraterrorismo. Cabe aplicar el deber de memoria, la memoria que haga honor a la justicia, la memoria justa y su relación con la fidelidad a otras muchas situaciones: el deber de memoria justa, ante una separación matrimonial; ante un cambio de partido político al que se ha prometido lealtad, por ejemplo al aceptar un cargo público; y, también, por supuesto, hay que aplicar el deber de memoria, la memoria justa, ante un abandono de un compromiso con una orden religiosa, por ejemplo adoptado el sacramento del orden correspondiente con los votos y promesas, consiguientes. Cuestiones, estas últimas, que abordamos en la segunda parte de este texto.

 

El deber de memoria, la memoria obligada se enfrenta, de entrada, a los dilemas entre la memoria personal, la memoria colectiva y la memoria histórica. La memoria personal refiere la de cada uno de los protagonistas de la historia. Llegado a cierto punto estamos ante una memoria única e intransferible. La memoria colectiva refiere la de una colectividad, que puede ser, sea la suma de las memorias de los miembros de esa colectividad (que difícilmente llegarán a un relato único), sea la memoria oficial, decretada por los que gobiernan esa colectividad. La memoria histórica, por su parte, es la que, con el tiempo, elaboran los científicos sociales, en particular los historiadores, lo que no quiere decir que lleguen a una memoria única, ni mucho menos.

 

El deber de memoria, la memoria obligada tiene que ver con la justicia, lo repetimos. La justicia conlleva la búsqueda de la verdad. Cuando hablamos de memoria individual o colectiva es precisamente la memoria quien ocupa el papel del justiciable y debe ser objeto de la justicia. La justicia, extrayendo el carácter de ejemplaridad de determinados hechos acaecidos en el pasado, los convierte en imperativos, en positivo y en negativo, para el futuro. En negativo como modos de actuar que se nos debe hacer presentes como condenables. En positivo como utopía de que otro modo de actuar es necesario. Y aquí Paul Ricoeur avanza un matiz de extrema importancia. Escribe Ricoeur que “de todas las virtudes, la virtud de la justicia es la que, por excelencia, se torna hacia el otro. Se puede incluso decir que la justicia constituye el componente de alteridad de todas las virtudes y que, gracias a ella, las extrae del cortocircuito entre sí y sí mismo. El deber de memoria es el deber de hacer justicia, por el recuerdo, de otro que sí mismo”. (MHOU p.108). De ahí la deuda debida pues somos lo que somos, en gran medida en razón de lo que hemos heredado, de lo que hemos recibido de nuestros antepasados. De ahí, también, la prioridad moral que adquieren las víctimas, aunque líneas más abajo, Ricoeur recordará a Todorov, cuando este advierte “de la propensión a proclamarse víctima y reclamar sin fin reparación” Y remacha, “la victima de la que aquí hablamos es otra que nosotros mismos”, lo que no supone, añadimos nosotros, invalidar la legitimidad de considerarse (y ser, por desgracia, justamente) víctima de los hechos acaecidos.

 

Esto es muy claro en determinadas situaciones como las de terrorismo, violencias del estado totalitario, por ejemplo, las torturas, las víctimas de un superior por exceso autoritario, víctimas de violaciones etc., etc. Pero no lo es en otros casos, en los que la consideración de víctima no es tan sencilla de determinar. Así, por ejemplo, en la guerra civil española o en una ruptura matrimonial, la consideración de víctima está muy frecuentemente sesgada por la memoria impedida y por la memoria manipulada, particularmente si tenemos en cuenta la dimensión ricoeuriana de considerar a la víctima otra que sí misma, que, aunque nosotros no la aplicamos en su unilateralidad, la tenemos muy en cuenta. De hecho, un individuo, o un colectivo, en primera persona, también puede ser víctima, lo repetimos, aunque la advertencia de Ricoeur y Todorov debe ser muy tenida en cuenta, pues esa persona puede hacer de su condición de víctima su estatus social. De eso sabemos un tanto en el País Vasco. Además, es preciso pensar en lo que se ha dado en llamar víctimas colaterales: en la guerra de España del 36, la población civil; en el caso de una ruptura matrimonial, en primer lugar, los hijos, cuando los haya; en las secularizaciones de religiosos, a menudo, no pocos fieles.

 

En definitiva, el análisis de las trampas, abusos o recovecos de la memoria en su relación con la fidelidad nos muestra que la fidelidad tiene que ver con un hecho o promesa realizada en el pasado y que, siendo rememorada en el presente, se presta, incluso inconscientemente, a una manipulación de lo sucedido, a una búsqueda de identidad del momento presente, ocultando unos datos, sobrevalorando otros, y, en la pretensión del deber de memoria justa, obviar unas víctimas, a menudo las colaterales, precisamente en razón de la fidelidad a una promesa dada.

 

La fidelidad como promesa dada a una persona.

 

Es el caso evidente en lo que se ha llamado obediencia debida. Es el argumento utilizado, entre otros, por los verdugos nazis: la fidelidad a la promesa dada al Führer. Uno de los libros más escalofriante e imprescindibles que he leído para aprehender el mal absoluto es el de Rudolf Hoess quién fue comandante del campo de exterminio de Auschwitz[6]. Hoess recibió la orden de transformar un campo, que era de detención de enemigos al régimen nazi, a campo de exterminio principal, pero no exclusivamente, de judíos. Lo puso en marcha. Ordenó y asistió personalmente al exterminio en las cámaras de gas de millares de personas. El libro lo relata, antes de su ejecución ya programada, por sentenciada. Obviamente trata de justificarse en lo que pueda. Es difícil leer el libro. Pero, insisto, imprescindible si queremos entender, entre otras cosas, la no banalidad del mal. Traigo aquí un par de frase del libro en el que Hoess justifica su comportamiento.

 

“Cuando durante el verano de 1941 (los historiadores piensan que probablemente Hoess se confunde y se trata de 1942) Himmler me ordenó personalmente preparar en Auschwitz una instalación destinada a la exterminación en masa, y me encargó, a mí mismo, de esta operación, yo no podía hacerme la menor idea de la envergadura de semejante empresa y del efecto que tendría. 

 

Había ciertamente en esta orden algo de monstruoso que sobrepasaba de lejos las medidas precedentes. Pero los argumentos que me presentó me hicieron aparecer sus instrucciones como perfectamente justificadas. Yo no tenía que reflexionar; yo tenía que ejecutar la consigna. Mi horizonte no era suficientemente vasto para permitir que formara un juicio personal sobre la necesidad de exterminar todos los judíos.

 

Desde el momento que el mismo Führer se había decidido a una solución final del problema judío, un antiguo miembro experimentado del partido nacional-socialista no tenía cuestiones que plantearse máxime si era un oficial de las SS. Führer ordena, nosotros te seguimos, significaba para nosotros muchos más que una simple formula, que un eslogan. Para nosotros esas palabras tenían valor de compromiso solemne” Hasta aquí Hoess (Pág. 177 del texto francés, traducción mía)

 

Cierra su texto en febrero de 1947 con estas frases: “Que el gran público continúe considerándome como una bestia feroz, un sádico cruel, como el asesino de millones de seres humanos: Las masas no sabrán hacerse otra idea del anterior comandante de Auschwitz. No comprenderán jamás que, yo también, tenía un corazón…” (p.222).

 

 El 2 de abril de 1947, en cumplimiento de la sentencia, Rudolf Hoess fue ahorcado en Auschwitz. 

 

Con razón escribirá Comte-Sponville que “la fidelidad no lo excusa todo: ser fiel a lo peor es peor que negarlo. Las SS juraron lealtad a Hitler; esta fidelidad en el crimen era criminal. La fidelidad al mal es mala fidelidad” observa Comte-Sponville[7]. Y cita a continuación Comte-Sponville etiquetándolo como “Maestro“ (Maître) a Jankélévitch: “Es la fidelidad loable o no? Es “según”, es decir: depende de los valores a los que se es fiel. ¿Fiel a qué? (...) Nadie dirá que el resentimiento es una virtud, aunque se mantenga fiel a su odio o ira; el buen recuerdo de la afrenta es la mala fidelidad. Cuando se trata de fidelidad, ¿no es el epíteto todo? Y todavía hay una fidelidad a las pequeñas cosas que es mezquinaría y el recuerdo tenaz de las nimiedades, las arcadas y la terquedad. (...) La virtud que queremos, por tanto, no es cualquier fidelidad, sino sólo buena fidelidad y gran fidelidad "[8].

 

Sin pretender en absoluto compararlo con Hitler, sería del todo punto injusto y difamatorio por mi parte, traigo aquí unas declaraciones del general Quintana Lacaci, pues muestran también la importancia de la fidelidad a una palabra dada. En un libro del Catedrático de Historia en la Complutense Juan Francisco Fuentes, recién publicado, podemos leer: “lo dijo el general Quintana Lacaci (que sería asesinado por ETA en 1984), figura decisiva en el fracaso del 23F, al explicar con toda franqueza los motivos que lo llevaron a enfrentarse a sus compañeros sublevados: 'el rey me mandó parar el golpe y lo pare. Si me hubiera ordenado asaltar el Congreso lo habría asaltado'. La lealtad al rey, incluso más que a la Corona, no digamos a la Constitución, era lo único que podía hacer fracasar el golpe de Estado"[9].

 

Se entenderá ya por qué he titulado este artículo “la fidelidad, un valor relativo”. Los dos ejemplos que he dado (repito e insisto que, en absoluto comparables en la ética de las personas mencionadas) nos muestran la importancia capital de que la fidelidad puede ser fidelidad a una persona, a una promesa dada a una persona. Luego es relativa a la persona a la que se ha jurado o prometido fidelidad. Pero aun siendo esto importante, hay algo que es todavía más importante: la fidelidad a un proyecto vital, como ya nos advierte Comte-Sponville y cita a Jankélévitch, que abunda en el mismo sentido.

 

La fidelidad a un proyecto como deber de memoria. Aplicación al matrimonio

 

Ciertamente, puede suceder que la fidelidad a una persona coincida con la fidelidad a un proyecto, pero no siempre es así. Incluso en situaciones en las que cabría pensar, a priori, que habría coincidencia en la fidelidad a la persona y la fidelidad a un proyecto del que esa persona forma parte esencial. Un ejemplo claro que me viene a la cabeza es el de la fidelidad a la otra persona con la que se ha contraído matrimonio. Pero, en este punto, hay dos aspectos en los que hay que detenerse. Por un lado, ser fiel a la pareja se entiende, habitualmente, como no tener relaciones íntimas con otra persona. Pero aun siendo importante este punto, no creo que sea el esencial. Es conceder una importancia, a mi juicio excesiva, a la relación íntima con otra persona que a la del matrimonio, o pareja habitual a la que se ha prometido fidelidad, especialmente cuando se trata de relaciones íntimas ocasionales. Otra cosa es la doble vida: la pareja con la que hay una promesa de fidelidad y el, o, la amante continuada. Es la bigamia. Sin embargo, aún en este supuesto, hay ejemplos históricos y públicos de esta situación que se han saldado con “normalidad”. Por ejemplo, el presidente Mitterrand a cuyo funeral, en Nôtre Dame de Paris, su amante y la hija de su amante, acudieron un par de metros detrás de su esposa e hijos.

 

De ahí que ponga en primer lugar, al menos de entrada, otro aspecto: la fidelidad a un proyecto. Y en este punto creo que hay que distinguir la familia de la pareja o, al menos, la concepción que se tenga de lo que es una familia.

 

Pensando en el acceso mayoritario de los jóvenes al matrimonio he solido escribir que cabe, en los extremos, dos planteamientos que resumiría así: se trata de dos personas que se buscan, buscando el propio interés o de dos personas que se buscan buscando el interés de ambos y con un proyecto de vida para ellos y, en su caso, para su descendencia. Suelo citar, con frecuencia, en el primer caso a Gilles Lipovestsky, a quien yo mismo presenté, en la conferencia que pronunció en un Congreso, en Madrid, el año 2003, “La Familia en la sociedad del siglo XXI”, cuando definió a la familia con estas palabras: “la familia post-moderna es la familia en la que los individuos construyen y vuelven a construir libremente, durante todo el tiempo que les dé la gana y como les dé la gana. No se respeta la familia como familia, no se respeta la familia como institución, pero se respeta la familia como instrumento de complemento psicológico de las personas. (...) Es como una prótesis individualista. La familia es ahora una institución dentro de la cual los derechos y los deseos subjetivos son más fuertes que las obligaciones colectivas”[10]. A este modelo de familia yo prefiero denominar pareja.

 

Es muy distinto el caso de dos personas que deciden convivir para hacer una vida conjunta, tener un proyecto compartido de vida, aun manteniendo espacios y ámbitos de privacidad y de gran discreción, no necesariamente compartidos. Conforman una pareja que, como tal pareja, se sitúan en la vida que la quieren vivir como proyecto compartido. No entro aquí a distinguir entre pareja estable, pareja de hecho, matrimonio civil o matrimonio canónico, sino en el hecho de dos personas que establecen un proyecto de vida en común en la que el otro es algo más que un soporte para mí, como veíamos en el modelo anterior, lo que no lo excluye, por supuesto. El otro y yo, como pareja, queremos construir un modo de vida, un estilo de vida y un proyecto de vida. En este modelo el hijo, aunque no conforme necesariamente la prioridad de la unión que se sitúa en el proyecto de vida compartido, el hijo, decía, es posible y puede aparecer en el horizonte vital de la pareja, una vez asentada y que, como se decía antes, propiamente sería fruto del amor y de una decisión consciente y madurada. Es un hijo querido, propio o ajeno, biológico o adoptado, natural o consecuencia de una fertilización in vitro, inseminación artificial etc., pero no un hijo sobrevenido. La mujer, la madre biológica, no “se ha quedado embarazada” y ha dado a luz un niño. El hijo es la consecuencia de una decisión libre y querida de sus padres. Entonces esta pareja, propiamente hablando, se hace familia. De ahí mi concepto sociológico de familia.

 

Personalmente, cada día me inclino más a reservar el concepto de familia a un proyecto de vida de dos personas, que puede dar lugar a una unión intergeneracional (de dos o más generaciones) en la que la generación adulta asume la responsabilidad de educar al miembro o miembros de la generación menor con los que conviven de forma estable y duradera. En este modelo, en esta concepción de familia, la fidelidad lo es, de entrada, al proyecto compartido que originó la familia y, si tiene descendencia, fidelidad al cuidado y dedicación de los hijos.

 

Es obvio, ya lo hemos apuntado, que la memoria originaria de esta familia puede ser objeto de manipulación, por ocultación o sobrevaloración de sucesos de la vida pasada. Asimismo, el deber de memoria, la memoria justa, exigiendo una atención especial a las víctimas no puede no tener situar en primer lugar a los hijos, si los hubiera. Sin olvidar al miembro de la pareja que quedara desfavorecido tras la ruptura de la promesa, cuestión en la que no voy a entrar para no salirme en demasía del tema. Se nos antoja evidente, así y todo, que, en ese modelo de familia, su vigencia, su estabilidad serán mayores a las que tiene como único soporte la “prótesis individualista” que, como tal prótesis, se arrincona y elimina cuando ya resulta innecesaria. Lo que no quiere decir, sin embargo, que en la familia creada tras una promesa formal y seria, la ruptura sea imposible.

 

Porque, además, hay un aspecto crucial que hay que tener en cuenta: la vigencia de una promesa llevada cabo hace un tiempo y que puede modificarse por azares de la vida, o la búsqueda de una identidad nueva, pues la que se tiene y mantiene ya no satisface. Luego, ¿la fidelidad a la identidad del presente, puede exigir algún tipo de infidelidad a la palabra dada en un tiempo pasado?

 

La fidelidad a la identidad personal

 

La fidelidad, como deber de memoria a una promesa dada, supone la asunción de una identidad determinada, como esposo o esposa de una pareja, como miembro de un partido político determinado, como miembro de una orden religiosa, etc., etc. Pero esta identidad puede modificarse en el tiempo. Como escribe el filósofo Nicolas Grimaldi, a quien sigo en este punto, “las dificultades que plantea la fidelidad son inherentes a la noción de promesa o juramento”[11].  Con la promesa la persona se compromete a seguir tal o cual proyecto, tal o cual persona o institución, a lo largo de su vida, con la misma voluntad, decisión, claridad de ideas, luego, a la postre de identidad, que en el momento (y contexto) de la promesa.  Pero aquí pueden pasar, entre otras, estas dos cosas; que el sujeto de la promesa haya cambiado y que el objeto (persona, proyecto o institución) de la promesa hayan cambiado a su vez.

 

Una persona, respecto de una promesa, muy frecuentemente, no es la misma a lo largo de su vida. El enamoramiento que, en el caso, de una promesa a la pareja, (en el modelo de matrimonio por amor, incluso acompañada por un proyecto vital, no en la fórmula de la prótesis individualista donde no hay promesa alguna), es un estado emocional que rara vez se perpetua en la vida de un matrimonio. Son otros resortes los que lo hacen duradero: el amor que conlleve la búsqueda del bien del otro, siendo, a mi juicio, lo esencial. Aunque no hay que descartar, en absoluto, entre otros, el hábito de la compañía, el cuidado y educación de los hijos, si hubiera. El amor, el hábito y los hijos pueden solventar las mil y una decepciones, roces, disputas etc., en la vida de la pareja. Pero, en este orden de cosas es imposible no tener en cuenta factores externos a la propia pareja que la hagan inestable e incluso romperla. Pienso en el hecho de que una tercera persona adquiera fuerte protagonismo en uno de los miembros de la pareja original. Sencillamente que el enamoramiento que dio origen a la pareja cambie, en uno de sus miembros de objeto, de persona. Gestionar esta situación no es tema baladí, pero no voy a extenderme aquí en los mil matices y situaciones con los que nos encontramos en la vida cotidiana. Me baste aquí, traer a colación la importante aportación de David Matza con sus tesis de las desviaciones fluctuantes: ¿se sale definitivamente del camino, o hay un entrar y salir con un espacio para la reinserción (Matza escribe en el contexto de la criminología) y el reencuentro?[12]. Volveré a este punto más adelante, pero antes quiero detenerme en el reverso de la promesa: no en el sujeto de la promesa, sino en su objeto.

 

Un sujeto promete fidelidad a alguien o a algo, sea una persona, sea un grupo, sea una institución u organismo de quien espera la misma fidelidad a la que él se ha comprometido. “Yo tenía confianza en él (ella) o ellos, el (ella) o ellos tenían confianza en mí, y fruto de esta doble confianza he sellado mi promesa de lealtad. Esta promesa de lealtad y fidelidad se puede romper por mi parte (como acabo de mostrar), pero también por parte de él, o ellos. La historia, el tiempo cronológico, juega para todos, tanto para el sujeto que promete como el objeto (persona o institución) de la promesa. De tal suerte que el sujeto ya no reconoce, en la actualidad, al protagonista de su promesa de hace unos años. La persona a la que había jurado amor eterno, ha cambiado. El partido político en el que me comprometí, cuando me afilié o decidí dar mi nombre para un cargo público, ahora no es el mismo. Luego mi fidelidad a la promesa realizada me exige romperla. Yo ya no me reconozco en la institución a la que prometí lealtad y fidelidad y no acepto el principio de obediencia debida, ni deber de memoria, precisamente porque entiendo que el deber de justicia me lo impide. Como escribe Nicolas Grimaldi “Ahora ya no reconozco en ellos nada de lo que alguna vez fueron, cuando les juré que siempre los amaría, o que nunca me separaría de ellos. De lo que eran, es solo su nombre lo que me parece que han conservado. Ya sea una Iglesia, un partido político o una persona, el problema es siempre el mismo. Al que amaba, nunca habría dejado de amarle. ¿Pero tengo que mantenerme fiel a otro diferente de quien prometí fidelidad?”[13].

 

Segunda Parte. Vocación religiosa, promesa y fidelidad.

 

 

Como he indicado en la Introducción, desde la revista CONFER se me indicó “que sería interesante poder decir algo sobre fidelidad, capacidad para comprometerse, etc., en la sociedad española”. Pero, me he enredado tanto en la relación de la memoria con la fidelidad que ya he cubierto las páginas que, aun con liberalidad, me señalaron sin haber escrito nada de la sociedad española, aunque es ella, principalmente, la que tenía en mente al redactar. Es cierto que poco añadiría de nuevo de lo que puede leerse en el Documento vaticano en su primera parte, “La mirada y la escucha” paginas 17-40.

 

Sin embargo, me atrevo, en esta segunda parte, a introducirme en el huerto de la vocación religiosa, que algunos quizá me reprochen, siendo yo laico, casado, con un hijo y una hija, y, por el momento, con cuatro nietas y un nieto, en espera gozosa del sexto o sexta, y mi experiencia en la vocación religiosa se resume a cuatro años en el seminario, y sin pasar de filosofía. Aunque, como laico, estudié Teología y Ciencias Morales y Religiosas en Lovaina. Lo que me mueve a adentrarme en el huerto que no es el mío, son algunas conversaciones sobre el tema de fidelidad con amigos que son religiosos o sacerdotes en activo a quienes he mostrado parte de lo que llevaba escrito.

 

Hablando con un amigo religioso de su vocación. El absoluto relativo de Paul Ricoeur

 

Uno de ellos, con quien mantengo amistad personal e intelectual, vino a decirme que la vocación religiosa, tal y como él la veía y la vivía, desde sus más de cuarenta años de vida consagrada, la entendía como resultado de una llamada de Dios en la figura de Jesús Nazaret, un “encuentro” con la figura de Jesucristo, en la que la promesa de fidelidad, no tenía fecha de caducidad, que no la podía entender “ad tempus”, ni tampoco compartida con otra persona, como en el matrimonio. Los ejemplos que yo daba en mi texto de fidelidad a una persona, que sea Hitler, al Rey, a la pareja en un matrimonio, o a una causa por muy noble que fuera, no le valía, no le era suficiente. Como tampoco le valía su, por otra parte, aquiescencia con los ejemplos de promesa que yo aludo, pues, ciertamente, pueden cambiar con el tiempo tanto el sujeto que promete como la persona o proyecto al que se promete fidelidad. Pero en el caso de la vocación religiosa, me indica, la promesa no es a una persona o proyecto, digamos así, humano (una esposa, un partido político, una nación etc.) sino a la persona de Jesucristo como Dios, Hijo del Hombre, segunda persona de la Santísima Trinidad. Además, y principalmente, la promesa es fruto de una experiencia religiosa, de una llamada, de un don, al que se responde con un “fiat”, con un sí.

 

A lo largo de la vida, esta fidelidad ha tenido sus altibajos, sus clarificaciones, desarrollos. Ciertamente, me dice mi amigo, “yo no soy el mismo que se ordenó hace cuarenta años”. Tampoco la idea que yo tengo de Jesús (no me lo dijo, pero podría haberlo dicho). Sin embargo, añadió, “hay algo fundamental en mí que no ha cambiado: mi vocación religiosa, de participar del amor del Dios creador, que configura la quintaesencia de mi identidad”.

 

Personalmente no puedo poner en duda la veracidad de su experiencia religiosa. Como la otros sacerdotes o religiosos (no muchos, pero si los suficientes) de quienes he podido escuchar estas o similares palabras. Pero no solamente religiosos. Traigo aquí la reflexión de Comte-Sponville, citando a Montaigne que abunda en el mismo sentido que mi amigo religioso, cuando escribe que “la fidelidad es la virtud de lo mismo, por lo que lo mismo existe o resiste. ¿Por qué debo cumplir mi promesa del día anterior, si no soy el mismo hoy? ¿Por qué? Por fidelidad. La fidelidad, según Montaigne, es el verdadero fundamento de la identidad personal: ´El fundamento de mi ser y de mi identidad es puramente moral: se encuentra en la fidelidad a la fe que me he jurado a mí mismo. Realmente no soy el mismo que ayer; soy el mismo sólo porque me lo admito, porque asumo un cierto pasado como el mío y porque pretendo, en el futuro, reconocer mi compromiso presente como siempre mío [14]"´.

 

Luego, en contra de los que vengo sosteniendo en la primera parte de este texto, ¿sería la fidelidad un valor absoluto, tanto que configura nuestra propia identidad? Llegado a este punto, me asalta con fuerza a la memoria, cómo define Paul Ricoeur, su cristianismo. Lo he descrito en varios textos, pero el lector de estas líneas no tiene por qué haberlo leído y, si lo ha leído, puede saltar de página.

 

Varios años después de su fallecimiento, encontraron entre sus papeles unas hojas manuscritas en las que Paul Ricoeur responde a la que supone para él la fe, su cristianismo más exactamente. Poco después, esos papeles se publicaron en un pequeño libro, que, para mí, ha supuesto una clarificación de mi propia fe, yo en la confesión cristiana católica, Ricoeur en la cristiana reformada de Francia. La riqueza del texto y su relación con lo que trato en este artículo me lleva a transcribir algunos párrafos, en mi propia traducción.

 

Escribe Ricoeur, como titular de su reflexión esta idea básica que, yo desde que la leí en 2007, la hice mía: “mi cristianismo: un azar transformado en destino por una elección continuada”. Y, continúa Ricoeur. “Esta fórmula, que me ha servido para eliminar de mi ámbito de opción interreligiosa la hipótesis de una violencia de lo religioso, exige una clarificación que esté a la altura de sus pretensiones. Espero de ella que me ayude a asumir, en el plano hermenéutico, la carga de aporías que conlleva.

 

Un azar: de nacimiento y, más ampliamente, de herencia cultural. Cuando se me ha objetado que ´si usted fuera chino, hay pocas probabilidades de que fuera (sic) cristiano ´he solido responder: ciertamente, pero usted no habla de mí, sino de otra persona. Yo no puedo escoger, ni mis antepasados, ni mis contemporáneos. Hay en mis orígenes una parte de aleatorio, si miro las cosas desde el exterior, pero si yo las considero desde dentro, un hecho situacional irreductible. Así soy yo, por nacimiento y por herencia. Y lo asumo´. Yo he nacido y he crecido en la fe cristiana de tradición reformada. Es esta herencia, indefinidamente confrontada, en el plano del estudio, a todas las tradiciones adversas o compatibles, que yo digo transformada en destino por una elección continuada. Es de esta elección de la que estoy obligado a rendir cuentas, a lo largo de toda mi vida, por argumentos plausibles, esto es, dignos de ser argüidos en una discusión con protagonistas de buena fe, que están en la misma situación que yo, incapaces de formular razonablemente (rendre raison) las raíces de sus convicciones”. (…..)

 

Continúa Ricoeur: “por esta elección continuada, un azar (se) transforma en destino. Por la expresión destino no designo ninguna coacción, ninguna carga insoportable, ninguna desgracia, sino el estatus mismo de una convicción de la que yo puedo decir: así yo me mantengo, a esto yo adhiero (ainsi je me tiens; à cela j´adhère)[15]. Por otra parte, el término adhesión es apropiado en el caso del cristianismo al que…yo me adhiero y que comporta el apego (attachement) a una figura personal bajo la cual el Infinito, el Altísimo se da a amar (se donne à aimer).

 

Ahora busco cómo expresar el estatus hermenéutico de este destino. Me arriesgo a caracterizar la expresión ´aquí yo me sostengo´ (´ici je me tiens´)- otra fórmula en la que el azar se ha transformado en destino- por la paradoja de un absoluto relativo. Relativo desde el punto de vista “objetivo” de la sociología de las religiones. La modalidad de cristianismo a la que yo adhiero se distingue como una religión entre otras dentro de la carta de la ´dispersión´ y de la ´confusión´ después de Babel; después de Babel no designa ninguna catástrofe sino la simple constatación de la pluralidad característica de todos los fenómenos humanos. Relativismo, si se quiere. Yo asumo ese juicio desde el exterior. Pero, para mí, vivido desde dentro, mi adhesión es absoluta, en tanto que incomparable, no radicalmente escogida, no arbitrariamente planteada. Yo mantengo la inserción del predicado ´relativo´ en el sintagma ´absoluto relativo´ (yo subrayo) para inscribir, en la confesión de la adhesión, la marca del aleatorio de los origines, alzado al rango de destino mediante una elección continuada. ¿Aceptaría hablar de preferencia? Sí, en una situación de discusión y de confrontación donde el carácter plausible, probabilístico, de la argumentación se hace manifiesto por la incapacidad de conseguir la adhesión de mi contradictor. Confesión de debilidad pública, de una adhesión fuerte en mi corazón”[16]. Hasta aquí este inmenso texto de Ricoeur. Ciertamente es un texto de un intelectual, pero no otra cosa se puede pedir de un intelectual cuando trata de dar razón de sus convicciones más profundas.

 

Un “absoluto relativo”, una contradicción en los términos, un oxímoron, se dirá. Pero aquí no puedo no citar a mi querido amigo Arnoldo Liberman, psicoanalista argentino, residente en Madrid hace ya cuarenta años, judío, amante de Mahler, Schönberg y Wagner, autor, entre otros, de un soberbio libro sobre Heidegger. Escribe Liberman: “el mundo no es el emergente de una interpretación racional de la realidad que disipa la oscuridad en un acto de magia, lo que implica suponer que el mundo es en esencia racional, bueno, justo, ordenado y bello. La razón sucumbe, cuando en su afán de dotar a la interpretación de la vida instrumentos ordenadores, queda reducida a las leyes de la lógica y se desmarca de la auténtica existencia, la que incluye la oscuridad, el absurdo, la nada, lo ilógico, lo ininteligible, lo que algunos llaman ´el abismo de la existencia´ y lo que Nietzsche llama ´el conocimiento trágico´. El racionalismo instrumenta la razón, pero no responde a las exigencias totales de la vida, sobre todo a la exigencia de sentido”[17].

 

En estas coordenadas sitúo yo la fe y la vocación religiosa, - aunque no solamente la religiosa, pero de esa hablo aquí -, sino toda vocación que suponga la adhesión, la entrega, el compromiso a un absoluto, aunque, visto desde fuera, como escribe Ricoeur, sea un relativo. Creo que fue el gran sociólogo americano Robert Bellah quien, en referencia que he perdido de su magno libro “La religión en la evolución humana”[18], afirmó que solamente quienes viven una experiencia religiosa profunda son capaces de entenderla y aprehenderla desde dentro. Esta experiencia adquiera caracteres de totalidad para quien la experimenta. Es lo que me señalaba uno de mis amigos “consagrados” cuando conversaba con él sobre el tenor de la primera parte de mi artículo y me confesaba su extrañeza ante el titular del mismo, “la fidelidad, un valor relativo”. Quizá esté de acuerdo, con la expresión de Ricoeur de que su fidelidad responde a un absoluto, aunque relativo a su propia experiencia vital y, sobre todo, relativo respecto de cómo lo vean otros, incluyendo en este “otros” a miembros de su propia congregación religiosa.     

 

El factor humano

 

Imposible no tenerlo en cuenta. Incluso aceptando una posible intervención de Dios (huerto delicadísimo donde los haya, y en el que no me atrevo ni a mirar a través de un agujero en el muro que, figurativamente, lo rodeara) el factor humano es incuestionable. No sé quién dijo que “la experiencia religiosa era una experiencia humana a la que dábamos significación religiosa”. Cuando decimos que la fe es un don de Dios (también la fidelidad es un don, tal y como reza el titular del texto que está en el origen de este artículo) apelamos a algo fundamental en la experiencia religiosa y que ha sido, y seguirá siendo, objeto de debates hasta el final de la historia. Estamos ante un tema de fondo. Lo digo con las palabras de mi buen amigo el teólogo Jesús Martinez Gordo: "finalmente la cuestión central seguía siendo la de discernir si lo que decimos cuando decimos "Dios" se fundamentaba en las transparencias, huellas, signos y señales que podían existir de él en el ser humano - tal y como sostenían los deístas o teístas- o, sí, por el contrario, eran la ilusión y el espejismo los que creaban tal idea, generando el deseo, fantaseando su existencia y erigiéndola en realidad"[19], la tesis de Feuerbach, se habrá reconocido.

 

En todo caso, somos nosotros los que pronunciamos el término ´Dios´. Como somos nosotros los que prometemos fidelidad, a la esposa, a una organización, incluso a Dios. No voy a entrar, por incompetencia manifiesta, en dilucidar el acto de fe, de fe-confianza, de fe-destino, de fe fidelidad- etc., pero sí quiero subrayar que es un ser humano el sujeto de esa fe, de esa promesa aun cuando la viva como resultado de una experiencia de totalidad, como un don, como respuesta a una llamada. ¡Una llamada! Este versículo del evangelio de Juan lo dice: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca"[20]. Claro que el recipiendario de esa llamada puede responder con un “no” o un “si”, un “si” que tendrá que soportar y, en su caso, superar los aleas de la vida. Hay mil ejemplos en la historia de la Iglesia y en la propia Biblia que lo atestiguan. El ejemplo de Judas es, quizá el más paradigmático y conocido pues pasa del “si” al “no” más rotundo. A él cabe aplicarle, y así lo hace la tradición cristiana, el termino de “traidor”, que también utilizaba Jankélévitch como hemos mostrado paginas arriba.

 

Sin llegar a “traición”, son infinitos los ejemplos de personas que han salido de la promesa formulada en su día, incluso de una promesa religiosa, tenida, en un primer momento, como absoluta, e, incluso mantenida, a lo largo de varios años, que, sin embargo, con el paso del tiempo y sus circunstancias, acaba torciéndose. Lo hemos señalado varias veces a lo largo de este texto. Es el factor humano.

 

El texto de CIVCSVA, “El don de la fidelidad. …” lo tiene muy en cuenta y presenta varias razones y sugiere unas “orientaciones” para tratar de evitar que tales situaciones se produzcan en el menor número de casos posible, así como para superarlas cuando haya evidencia de tal riesgo de ruptura de la promesa inicial. No voy a reproducirlas aquí, pero quiero detenerme en unas pocas consideraciones de orden más sociológico que teológico, aunque no creo que sean dos departamentos científicos estanco.

 

Voy a hacerlo, deteniéndome, brevemente, en unas ideas de un autor, David Matza, a quien estudié en mis tiempos de profesor en Deusto de una asignatura que se llamaba “Conflicto Social y Conducta Desviada” y de la que guardo algunas notas. Matza trabajaba en el campo de la criminología, pero sus tesis sobre la desviación, con las acomodaciones necesarias, son válidas para otros muchos ámbitos. Por ejemplo, para la maternidad fuera del matrimonio, cuando una madre soltera era considerada como una persona desviada. Matza entiende la desviación, en su ya clásico libro “Becoming Deviant”, editado en EE. UU en 1969, como un hecho fenomenológico: “desviarse es salirse fuera, por ejemplo, de un camino o de una pauta”[21]. Lo que más interesa a nuestros objetivos aquí, es constatar, más allá de sus críticas a otras teorías criminológicas en boga en aquellos tiempos, son dos aspectos de su teoría. Por un lado, que la desviación es fruto de una o varias interacciones del sujeto a lo largo de su vida que le hacen salirse del camino que llevaba trazado y, por el otro, que esa desviación puede ser parcial, así como temporal y no definitiva, o ambas a la vez. En cualquier caso, el individuo que se sale del camino previamente trazado, lo hace, en muchos casos, con pleno conocimiento de causa, aunque impelido, motivado o sugerido por un elemento o factor subvenido en su proceso vital. Va más allá del principio de “asociación diferencial” que sostenía Sutherland, por el que el individuo desviado caía en las redes de determinado organismo o persona que le atrapaba inmisericordemente, sino que, en un juego interactivo con otras personas, - o ideas, añadiría yo -, la persona, entre varias opciones posibles, se decide por desviarse, salirse del camino previamente trazado. No entro aquí en los caminos y vericuetos de este proceso. Baste para nuestro propósito, que salirse del camino trazado es futo de una interacción y de una decisión entre otras.

 

No es difícil aplicarlo a más de un caso de abandono de una promesa dada a una orden religiosa, incluso de buena fe. La interacción puede ser con otra persona con la que el religioso o religiosa ha contraído una relación de fuerte amistad, con la consecuencia de que ambos hayan decidido llevar a cabo un proyecto de vida en común, incompatible con la promesa de celibato, o vida consagrada, que había adquirido en su día el religioso o religiosa.

 

Puede ser también que la persona consagrada, a lo largo de su vida, decida dejar su orden, sea para solicitar el ingreso en otra, sea simplemente porque comprueba, en interacción con otras personas no consagradas, o con otros miembros de su propia orden religiosa, que su mundo no se corresponde con el que se había comprometido. Su vocación no era tal, por mil y una razones que el texto de CIVCSVA desarrolla con detalle. En la actualidad, a las personas que llegan a esta situación, los superiores de su propia orden o el obispo, si de un sacerdote secular se trata, en muchos casos, afortunadamente, ayudan a la persona a dar el paso de la secularización, término que prefiero, si se me permite decirlo, al de abandono, en muchos casos.

 

Porque, hay muchos casos en los que no hay tal abandono. En otros sí, manifiestamente, pero no en todos ni mucho menos. Y aquí vuelvo a Matza cuando habla de salirse del camino trazado, sea temporalmente, sea parcialmente.

 

Sobre el abandono temporal de la promesa inicial

 

El abandono temporal significa simplemente un salir del camino que no sea necesariamente definitivo. El marido que tiene una “aventura” con otra mujer (en general un miembro de una pareja que se ha prometido en un proyecto de vida, y que sale de la promesa, y se “desvía” con una experiencia con una tercera persona), y que, tras un proceso de discernimiento vuelve a la pareja originaria. Y donde digo un miembro de una pareja puedo decir de un religioso que vive una experiencia con otra persona, que con un proceso de reflexión y discernimiento vuelve a su vida consagrada. Incluso sin que haya una persona, un religioso puede tener un enfrentamiento con algunas personas de su orden, un desacuerdo de fondo en algún tema o decisión adoptada por su Orden (lo que es obviamente más frecuente de lo que se dice, basta mirar la historia), y decide separarse, por un tiempo (o, es separado de su Orden), del camino trazado en su promesa original. Creo que cabe decir que, en más de un caso, este planteamiento es muestra de una doble fidelidad. Fidelidad a la promesa dada a la Orden en su día, fidelidad a su propia conciencia, que le puede exigir separarse de su promesa anterior.

 

Ahora bien, sabiendo las trampas de la memoria, en las que nos hemos entretenido en la primera parte de este texto, precisamente ese deber de memoria exige una reflexión y un discernimiento. Sin olvidar, siguiendo los análisis de Ricoeur, que el “deber de memoria” exige preguntarse por quién es la víctima o las víctimas de la decisión adoptada. Claro que esta reflexión y discernimiento debe hacerlo el miembro que se separa de la Orden y la abandona, al menos temporalmente, así como la propia Institución. En el Propio documento “El don de la fidelidad…” de la CIVCSVA, en su punto 49, al que volveremos al cierra de este texto, lo dice expresamente al señalar “la progresiva superación de una mentalidad que tendría casi a culpabilizar a quien abandonaba la vida consagrada, subestimando eventuales responsabilidades del instituto”.

 

Matza, en un contexto muy diferente, lo repito, pues se refiera a la desviación social del delincuente juvenil, apunta en una lógica de reinserción social, de vuelta al camino, que es preciso afrontar al joven, de entrada, no con una mirada de castigo, sino de apreciación hacia el sujeto, abordando su situación desde una perspectiva de interacción y diversidad humana, con el objetivo de que la resolución final sea la mejor para el sujeto y, para la sociedad, concluirá Matza. Creo que cabe aplicar el mismo criterio en los casos de abandono temporal e, incluso con resultado final de secularización. No me resisto a referir un caso concreto.

 

En mis conversaciones con amigos sacerdotes a propósito de este texto sobre la fidelidad, uno de ellos, profesor de teología me refiere el caso de un compañero suyo quien, tras mil y una dudas, se decantaba por la secularización y se lo manifestó a su obispo. El obispo, que ya conocía la situación del sacerdote, comenzó dándole gracias por los años consagrados a la evangelización en la diócesis, comprendió su situación y le facilitó el protocolo de secularización con el organismo competente en el Vaticano y, le ofreció pistas y ayudas para continuar su vida, una vez secularizado.

 

Sobre el abandono parcial de la promesa inicial

 

Y esto me lleva, a la situación, que además del abandono temporal de la promesa vocacional, he referido arriba como el abandono parcial de la promesa. Pues el abandono puede ser total, religiosos que abandonan la orden y, con ella, gran parte, si no toda dimensión de su vida espiritual religiosa. Los que hemos frecuentado círculos de religiosos podríamos poner más de uno y dos ejemplos. Pero, y aquí quiero poner el acento, también sabemos, muchos son públicos, de sacerdotes y religiosos o religiosas que se secularizan, no pocos para rehacer su vida con una persona que se ha cruzado en su camino y con la que desean llevar a cabo un proyecto vital, pero que siguen, no solamente con una potente vivencia religiosa, sino siguen sin haber renunciado, en absoluto, a la llamada que recibieron en su día a la que respondieron con un “si”. Obviamente me estoy refiriendo a los sacerdotes, religiosos y religiosas casados, tras su secularización pero que siguen, muchos públicamente, en activo en la proclamación del evangelio, aunque “reducidos al estado laical”, en expresión sangrante para los laicos, aunque, recientemente, superada. 

 

Estamos en una situación evidente, siguiendo la terminología de Matza, de desviación parcial del camino inicialmente trazado, que, en no pocos casos, la desviación (termino que sé chirriará, en no pocos de los sujetos concernidos) se limita a un cambio de estado civil, aun manteniendo lo esencial de la vocación (llamada) a la que respondieron afirmativamente. Quiero añadir que, en tiempos de penuria de vocaciones religiosas, tal y como hoy las entiende la jerarquía eclesiástica, me parece una perdida en la evangelización, difícilmente comprensible, no mantener en el ministerio a estas personas. Es cierto que, en determinados casos, por ejemplo, en la docencia en centros de la Iglesia, religiosos y sacerdotes secularizados han seguido impartiendo clases, e incluso llegar al rectorado. Hay más de un caso conocido. Pero estas personas no han podido ejercer el ministerio sacerdotal, como presidir una celebración eucarística. Al mismo tiempo, hay que señalar que es de notoriedad pública que hay muchos sacerdotes casados que sigue trabajando por el Reino, en esta tierra, aportando reflexiones de primer nivel, dando ejemplo de una vida entregada a los más pobres y necesitados. No es preciso dar nombres. Muchos son bien conocidos.

 

No creo que en muchos de estos casos se trate de una infidelidad sino, más bien, de una fidelidad a su propia conciencia, una fidelidad a la promesa dada en su tiempo, que les gustaría poder cumplir, en sus nuevas condiciones vitales.

 

No voy a entrar en la cuestión de los ministerios en la Iglesia, tema clave donde los haya en orden a la evangelización, pero quiero traer aquí una reflexión del cardenal Walter Kasper, quien publicó el 31 de julio de 2019 una breve, pero muy enjundiosa, reflexión, con motivo del Sinodo de la Amazonia. Insiste en la importancia capital de la eucaristía dominical y sugiere algunas decisiones a adoptar, pensando precisamente en la dificultad práctica de la celebración de la misa dominical en la Amazonia de nuestros días, por la escasez de sacerdotes y las distancias en la zona.

 

Tras apuntar que la celebración de la eucaristía es “un derecho comunitario que deriva de la esencia de la Eucaristía y de su lugar en la economía de la salvación” apunta que “si en circunstancias normales, las comunidades alrededor tienen espacios y distancias que permiten sólo una o dos veces al año tener acceso a la Eucaristía, carecen de algo esencial para ser Iglesia. Estas comunidades tienen el derecho de que el obispo haga todo lo posible de su parte para cambiar esta situación”. Y añade en el siguiente punto de su reflexión:

“se debe escuchar lo que el Espíritu sugiere a las Iglesias, reflexionar y meditar a conciencia si en esta situación es deseable, con el consentimiento del Papa, ordenar al sacerdocio hombres de fe probada que viven la vida matrimonial y de familia (llamados viri probati). De la misma manera, es necesario identificar qué tipo de ministerio oficial se puede otorgar a las mujeres tomando en cuenta su importante papel que ya desempeñan en las Comunidades Eclesiales indígenas”[22].

Su llamada no fue atendida, como es bien sabido. Tras la celebración del Sínodo, nos llegó la Exhortación del papa Francisco “Querida Amazonía” del 2 de febrero de 2020. Precioso texto, pero, como sucediera con Humanae Vitae, muchas esperanzas de parte de los cristianos, entre los que me incluyo, en este caso de una posible ordenación de hombres casados y del acceso al diaconado de las mujeres se sintieron frustradas. Me duele tanto que no puedo escribir nada más.

 

Cerrando

 

En la presentación del documento "El don de la fidelidad...", el pasado 7 de julio, en la Web de Publicaciones Claretianas, que seguí, desde mi domicilio, se apuntaron por los cuatro intervinientes, cada uno de los cuatro oradores con su propio acento, así como en el espacio de preguntas, cuestiones muy relevantes[23]. No voy realizar aquí un resumen de lo dicho. Alargaría, aún más estas páginas. Quiero solamente, y de modo telegráfico, anotar algunas ideas de lo dicho aquel día y que me resultaron sugerentes.

. La importancia de la contextualización, aculturación, etc. Capital en tiempos de cambios e incertidumbres.
. La referencia a la memoria de la promesa dada en su día. La fidelidad parte del pasado, pero mira al futuro desde el presente. Resiliencia evangélica y autenticidad personal.
. La vocación como un don, al que hay que estar abierto, que hay que cuidar, con la vida espiritual, en la fraternidad de la comunidad religiosa.
. El constante discernimiento de la propia vocación. Quizá el "abandono " no es sino consecuencia de la coherencia personal. Lo digo con mis palabras: la fidelidad a sí mismo, y a la propia Orden, e, incluso a los cristianos laicos, exige ser "infiel" a la palabra dada en otro tiempo y en otro contexto.
. La formación (“probatio”, diría el superior de los jesuitas) de los aspirantes a la Orden, es un aspecto central y señalado por todos los intervinientes.
. Y siempre el acompañamiento de la persona, del miembro de la Orden, en dificultad,
.....
.....

Aunque laico, me permito añadir que todo lo escuchado y, particularmente, lo arriba anotado, me parecen muy dignos de ser tenidos en cuenta.

Voy a cerrar estas páginas con unas pocas consideraciones sobre la denominada crisis de vocaciones religiosas.

La crisis de vocaciones religiosas exige, a mi juicio, un replanteamiento de fondo de lo que supone el ministerio en nuestra sociedad. Voy más allá de la ordenación de hombres casados y la ordenación de mujeres, aunque me parecen de evidente necesidad y, en el caso de la ordenación de mujeres, de justicia. Pero no es este el momento de detenerme en este asunto, aunque un par de cosas quisiera decir.

Uno de los mayores problemas que se señalan en los raros estudios sociológicos sobre las vocaciones religiosas es la dificultad de asumir su promesa definitiva, sin fecha, no solamente de caducidad, sino también de posible renovación[24]. Aparece claramente en primer lugar en las causas o motivos aducidos por los jóvenes para no dar el paso de postularse para una vocación religiosa. Seguido por la escasa relevancia social del sacerdote, religioso o religiosa, bien por delante de la cuestión del celibato. 

 

Como ya he señalado más arriba, para escribir este texto he hablado con amigos sacerdotes y religiosos. Uno de ellos me ilustró sobre una práctica de promesa temporal, en activo, en la iglesia católica de nuestros días, y que desconocía en absoluto. 

 

En el punto 28 (C.28) de las actuales Constituciones de las Hijas de la Caridad podemos leer lo que sigue: “Las Hijas de la Caridad hacen cuatro votos: servicio a los pobres, castidad, pobreza y obediencia. Para hacerlos válidamente, necesitan, además de las condiciones requeridas por el derecho universal, la autorización del Superior general. Son votos «no religiosos», anuales, siempre renovables, según las Constituciones y Estatutos. La Iglesia los reconoce tal y como la Compañía los comprende en fidelidad a sus Fundadores”. Y una de las dos fórmulas que utilizan, ambas muy parecidas, dice así:

 

“Señor, en respuesta a tu llamada que me invita a seguir a Cristo y a ser testigo de su Caridad hacia los Pobres, yo… renuevo las promesas de mi bautismo y me doy a Ti en la Compañía de las Hijas de la Caridad. Y según sus Constituciones y Estatutos hago voto por un año de servir a los pobres y de vivir en castidad, pobreza y obediencia. Concédeme la gracia de la fidelidad, por tu Hijo Jesucristo crucificado y la intercesión de la Virgen Inmaculada”[25].

 

La modalidad de renovar los votos anualmente viene desde 1660, cuando se acordó que todas las hermanas hicieran votos anuales después de pertenecer a la Compañía durante cinco a siete años, y esta práctica ha perdurado hasta nuestros días. Una breve explicación de esta tradición se puede leer en el enlace adjunto[26].

 

No soy quién para postular por una universalización de la modalidad de renovación anual de los votos al uso en las Hijas de la Caridad. Solamente constatar, como sociólogo, que esta práctica no choca con la idea de una vocación perpetua, “sacerdos in aeternum”, pues es esa la idea de las Hijas de la Caridad, que, sin embargo, han tenido la precaución de renovar anualmente sus votos. El día de la Anunciación tras, al menos, una noche de reflexión. Y es una práctica aceptada por la Jerarquía de la Iglesia católica, lo que no cierra, como escucho aquí y allí, la eventualidad de un ministerio “ad tempus” y, ¿por qué no?, “ad casum”. Por ejemplo, en la Amazonía.

 

El documento “El don de la fidelidad…” aboga en varios puntos sobre la necesidad del discernimiento – acompañamiento. Así, de forma particular, pero no exclusiva, en los puntos 48 y 49 particular. Es un tema que atraviesa todo el documento que a veces, por ejemplo en el punto 15, lo relaciona con la búsqueda- discernimiento de la propia identidad, reconociendo, con lucidez, que, en los tiempos actuales, hay una minusvaloración de la Institución, como tal, en nombre de una autonomía, de una libertad personal, que, a menudo, también hay que decirlo, se entiende absoluta, y no se valora las consecuencias de algunas decisiones, no solamente para la Institución, sino también para los fieles cristianos. Son también “victimas”, en el sentido ricoeuriano del deber de memoria. 

 

Quiero citar aquí, como ya lo he hecho en otros trabajos anteriores, el extraordinario trabajo del profesor de historia contemporánea, Guillaume Cuchet sobre la crisis del cristianismo en Francia y en Europa Occidental. En las últimas páginas de su libro, aun trabajando el abandono de la práctica de la confesión, podemos leer cómo se instauró, en torno a la década de los 60 del siglo pasado, década a cuyo análisis dedico unas páginas en mi próximo libro, otra concepción de la autoridad[27]. Ahora, la autoridad radica en la propia conciencia individual. Lo que diga la jerarquía queda relegado a un segundo, muy segundo, plano. Lo mismo sucede con la autoridad de los padres (y, en su caso, profesores) quienes, además, se sienten deslegitimados para trasmitir la fe, ante la emergencia de las redes sociales donde la dimensión religiosa no aparece en los círculos juveniles.

 

Por otra parte, la insistencia en la ortopraxis (más allá de la ortodoxia) hacia los más necesitados y marginados (prostitutas, ladrones de pequeña monta, presos, obreros, despedidos etc., etc.) ahuyentó también a gran parte de la feligresía habitual, conformada mayoritariamente por feligreses de clase media, (media alta, media media o media baja, según las parroquias o lugares de culto), feligreses que acabaron no reconociéndose en las predicas o, más aun, sintiéndose molestos, pues interpelados por las mismas. Pues ese era el objetivo de tales prédicas: sacar a los fieles del “ron ron” adormecedor de una vida cuyo objetivo era vivirla con cierto desahogo y expansión, tras años de trabajo. Y en este contexto, añade Cuchet que la secularización de muchos curas y religiosos, fue vista por algunos fieles como una desafección en momentos de gran turbulencia religiosa tras el Vaticano II. Ciertamente muchos, la mayoría de los fieles con alguna formación, comprendieron, cuando no aplaudieron, la secularización de muchos sacerdotes amigos o conocidos, pero parte de la gente sencilla, lo resalta Cuchet, lo vieron incluso como una traición. Y volvemos a recordar a Jankèlèvich.

 

Sería importante que la Iglesia estudiara en profundidad, y de forma pública, contrastada y contrastable, mediante estudios serios, con el apoyo de las ciencias sociales, por qué hay tan pocos aspirantes a la vida consagrada en la actualidad en Occidente, tanto en mujeres como en hombres, por qué hay tantos abandonos, a menudo tras unos pocos años después de la ordenación, cual el estado anímico, psicológico, vital, de los consagrados en ejercicio, de su relación con la Institución, relación que ha podido evolucionar, sin olvidar a los que actualmente están en seminarios y centro de formación y “probatio”: sus motivaciones, anhelos, su visión de la formación que están recibiendo y así un largo etcétera. Ciertamente la actual “crisis” de vocaciones no se va a resolver con encuestas. Pero el término “crisis” significa discernimiento y, saber los que piensan y como viven su situación los actuales miembros consagrados, los aspirantes a ello, y los que “abandonaron” la promesa realizada en su día, ayudaría, y mucho, en ese discernimiento.   

 

Donostia San Sebastián, verano de 2020

Javier Elzo

Catedrático Emérito de Sociología. Universidad de Deusto

    

 

 



[1] CIVCSVA “El don de la fidelidad. La alegría de la perseverancia”. Publicaciones claretianas, 2020, 171 p.

[2] González Blasco Pedro. "Reflexiones sobre los valores y su uso en sociología", en Kaiero A. (editor), "Valores y estilos de vida", Ediciones de la Universidad de Deusto. Bilbao 1.994

[3] Vladimir Jankélévitch Traité des vertus. 2. les Vertus et l’Amour, Flammarion 2011, p. 411

[4] Paul Ricoeur, “Mémoire, l´histoire, l´oubli, Coll. Points. Seuil. Paris 2000 (Ver páginas 82-112). Cito, en traducción personal del original francés, con acrónimo de MHOU.

[5] Evidentemente me refiero a los religiosos y a las religiosas. Pero no me adhiero al planteamiento lingüístico, e ideológico, de tener que escribir constantemente “ellos” y “ellas”.   

[6] Hay una edición del libro de Hoess en castellano, “Yo, comandante de Auschwitz” (Ediciones B. Barcelona 2009, con una introducción de Primo Levi que no he leído. Yo he leído y trabajado el texto en francés Rudolf Hoess “Le Commandant d´Auschwitz parle”. Editions “La Decouverte” Paris 1995, 2005, con el prefacio y la conclusión de Geneviève Decrop historiada, autora del libro “De los campos al genocidio: la política de lo impensable” original en francés. Edit. PUG, 1995)

 

[7] André Comte-Sponville, “Petit traité des grandes vertus”, 1999, ver paginas 25 -40

[8] Vladimir Jankélévitch o.p. 140-142

[9] Juan Francisco Fuentes "23 de febrero de 1981. El golpe que acabó con todos los golpes"Taurus, 2020 pp. 132-133

[10] . Ver “La familia ante el reto de la tercera mujer: amor y trabajo” en Libro de Ponencias del Congreso “La Familia en la sociedad del siglo XXI”, edita Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, Madrid 2003, página 83.

[11] Nicolas Grimaldi. “Les idées en place“. PUF, 2014, ver páginas 213- 218. 

[12] David MATZA: "El proceso de desviación" Ed. Taurus. 1981.

[13] Nicolas Grimaldi, o. c. p. 216

[14] André Comte-Sponville, “Petit traité des grandes vertus”, 1999, o. c. ver paginas 25 -40. La citation de Montaigne proviene de M. Conche, Montaigne et la philosophie, éd. de Mégare, 1987, p. 118-119.

[15] Ricoeur dice entre paréntesis que Chouraqui traduce el griego “pistis” por “adhesión” más que por “fe”.

[16] Paul Ricoeur “Vivant jusqu´ à la mort », suivi de Fragments. Editions du Seuil, Paris, Mars 2007. De Fragment nº 1, páginas 99 - 103, (traducción de JE)

 

[17] Arnoldo Liberman, “Heidegger y yo, judío”. Sefarad Editores, Madrid, 2018, p. 106-107

[18] Hay traducción castellana. Robert N. Bellah, “La religión en la evolución humana. Del paleolítico a la era axial”, Ed CIS, Madrid 2017.

[19] Jesús Martinez Gordo. “Ateos y creyentes. Qué decimos cuando decimos Dios”. PPC, Madrid, 2019, Ver página 129.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            

 

[20] Evangelio de Juan, 15/16, traducción de la Biblia de Jerusalén.

[21] David Matza. “El proceso de desviación”. Taurus, 1981, p. 21

[23] Los cuatro intervinientes fueron Emili Turú, Superior General de los Hermanos maristas; Jolanta Kafka, presidenta de la Unión General de Superioras Religiosas; Arturo Sosa, Prepósito General de la Compañía de Jesus y Mariña Ríos, religiosa de la Compañía de Maria y actual presidenta de CONFER. El video, a cargo de las Publicaciones Claretianas, se puede consultar aquí: https://www.youtube.com/watch?v=4k1JngbSTMs

 

[24] Me permito referenciar dos trabajos míos, en base a encuestas de opinión, en las que logré introducir unas pocas cuestiones referidas a la vocación religiosa de los jóvenes. Son textos que han tenido muy escaso eco, sobre todo el segundo, dedicado exclusivamente a la vocación religiosa, que no lo he visto citado en ningún sitio. Javier Elzo, Mª Teresa Laespada y Trinidad L. Vicente. “Jóvenes de Deusto y religión”. Cuadernos de Teología Deusto, nº 32. Ed. Facultad de Teología. Universidad de Deusto 2004. Bilbao. 119 páginas; Javier Elzo, “Jóvenes Españoles y Vocación” en “Seminarios sobre los ministerios en la Iglesia”, nº 172-173, Vol. L. abril - septiembre 2004, páginas 151-400. (Número completo con una introducción de Alonso Morata).

 

[25] El texto de las actuales Constituciones de las Hijas de la Caridad se puede consultar en ese enlace. http://congregaciondelamision.blogspot.com/2014/11/constituciones-de-las-hijas-de-la.html

 

[27] Guillaume Cuchet, “Comment notre monde a cessé d´être chrétien. Anatomie d´un effondrement”. Seuil, Paris 2018. Ver el capítulo 5º y, especialmente la página 235. Mi próximo libro se titula ¿Tiene futuro el catolicismo en España?”. Lo publicará la editorial San Pablo a finales del año 2020

 

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